VIEJAS Cosas QUE SE CUENTAN EN CastrillO (iii)
·
El señor Menas, de Castrillo. El señor Menas era barbero,
vago y rápido como los galgos a la hora de correr. De esto último presumía. Su
clientela era más bien de víspera de fiesta o de domingo, de afeitado una vez a
la semana. Con las pieles de la cara curtidas de sol y flácidas de sus
paisanos, el hombre echaba mano del recurso de meterle en la boca al cliente
una nuez que tersara la piel y facilitara el afeitado. El barbero de arriba del
pueblo, de la familia de los Santeros, por su parte, no echaba mano de ninguna
nuez, introducía en la boca de su cliente uno de sus dedos libres para el mismo
fin.
·
Las mariposas de colores del
señor Menas.
El señor Menas se llevaba bien con los niños del pueblo mientras no se metieran
con su boina ni le faltasen a cierto respeto que él se tenía bien ganado. Les
entretenía contándoles historias fantásticas o enseñándoles a hacer cosas
difíciles que él hacía con toda facilidad, como el cogerse por detrás del
cuello la oreja izquierda con la mano izquierda.
Nosotros, Paco, Jaime y yo, ya
no nos prestábamos a hacerle algunos encargos, ni él nos los proponía tampoco.
Pero a chicos más pequeños sí que les encargaba que le cogieran mariposas
blancas, amarillas, rojas, verdes… un día unas y otro otras. Prometía una perra
chica por mariposa. Yo no sé si alguna vez tuvo que soltar alguna perra por el
encargo hecho con el requisito previo cumplido. Puede que en ocasiones la
mariposa en cuestión pedida blanca era blanca y que entonces el señor Menas,
muy grave, asegurase que lo que ese día él quería eran mariposas amarillas, por
ejemplo. Así, uno y otro día, por una temporada, y vuelta a empezar al día
siguiente con toda la buena fe del mundo.
·
Siempre tocado. El señor Menas estaba calvo,
cosa que llevaba muy mal. Jamás se quitaba la boina. Nadie se atrevería a
bromear arrebatándosela. Se dispararía su furor, porque el disgusto hubiera
sido imperial. El hombre hubiera ido a la iglesia los domingos y fiestas, como
todo cristiano, que lo era, pero no entraba en el templo por no quitarse la
boina. No sabemos si don José, el sacerdote de Castrillo, o, luego, don Octavio
intentaron o no que entrara aunque fuera tocado con su boina. Quizá él pensaba
que ante Dios de ninguna de las maneras debería estarse con la cabeza cubierta.
Madrileño
del Puente de Vallecas
Mochil en Castrillo en el
verano de 1939
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