El 11 de mayo de 2016 nacía en Iria Flavia,
Pontevedra, Camilo José Cela, nuestro más reciente premio Nobel, ilustre
escritor, internacionalmente reconocido. Al cumplirse su primer centenario, es justo
que AFDA dedique algunas líneas a quien –aunque para algunos pueda resultar
cuestionable- ha de considerarse gran maestro, de indiscutible estilo.
Tras
la fachada imponente de Cela, hay un corazón delicado, asegura García Marquina, uno de los críticos que más
ha profundizado en la vida y obra de don Camilo. Delicadeza que se pone de manifiesto en sus
obras, y resulta más evidente en las de
carácter autobiográfico. “La Rosa”, libro
conmovedor, lleno de ternura infinita
pasada por el cedazo de los recuerdos infantiles –así lo califica Ramos
Trives- pone al descubierto la exquisita sensibilidad de este hombre de actitud
aparentemente bronca y distante. En “Memorias, entendimientos y voluntades” cuenta, con desenvoltura y simpatía -dice
Zamora Vicente- vivencias de su juventud. Y lo hace con total sinceridad, sin
acudir a ningún tipo de eufemismos, recurso que odiaba y que atribuía a
personas pacatas y de escasa personalidad.
Nacido en una familia con reminiscencias
victorianas, la circunstancia de ser considerado como primogénito, tras
malograrse los dos hermanos que le antecedieron, y su natural débil y
enfermizo, hicieron que creciera en una atmósfera de sobreprotección y que
desarrollara un carácter –él así se reconoce- atrabiliario, fantasioso, despótico y tierno, propenso a la tristeza y
a la soledad. Hubo de mantener
–dice Sacramento Martí- el combate del
hijo varón para lograr su autonomía afectiva. Sin embargo, Cela calificó su
infancia de niñez dorada. Tal, que
cuando le preguntaban qué querría ser de mayor, contestaba que nada, ni siquiera quería ser mayor.
Aquel niño, alto y algo desgarbado, aprendió
en la calle, con sus amigos, a jugar a
las bolas y al fútbol en los solares, y a viajar en el tope de los tranvías.
Escolarizado en los jesuitas primero, y en los escolapios y en los maristas
después, su dificultad de adaptación –siempre fue enemigo de normas y prescripciones-
le llevó a estar en manos de preceptores y a sacar adelante ‘por libre’ sus
estudios, aprobando el bachillerato a
trancas y barrancas y a fuerza de recomendaciones, como él mismo comenta
con la socarronería que siempre le caracterizó. Dos internamientos en sendas
clínicas antituberculosas y las vicisitudes de la Guerra Civil, en la que hubo
de combatir y en la que resultó con heridas –más aún en el espíritu que en el
cuerpo- endurecieron su carácter
Aunque inició -más por dar satisfacción a sus
padres que por propia motivación- las carreras de medicina y derecho, su
verdadera vocación fue siempre la de escritor. Sus largas convalecencias le
sirvieron para leer y releer hasta la saciedad cuantas obras de literatura –y
fueron muchas- cayeron en sus manos.
A sus treinta años, superadas la enfermedad y
la guerra, su imagen era la de un hombre alto,
delgado y elegante –así lo describe Uribe- y –comenta García Marquina- un hombre ingenioso, extravagante, inteligente y con gran sentido del
humor. Y aún con mejores ojos lo describe Rodolfo Garcés: alto, de ademanes seguros y calmados, con
elegancia y señorío, afable, sencillo y buen camarada. Pasados los años, el
buen apetito y su condición de buen gourmet hicieron inevitable ‘la curva de la
felicidad’. Y es que, seguramente como justificación, decía Cela: cuando adelgazo se me pone cara de bebedor
de sifón.
Niño grandullón, lo
considera Sergio Vilar. Y la propia doña Camila, madre de Cela, comentaba: Mi hijo es buenísimo. Juega a comerse el
mundo, pero en realidad tiene un corazón
como un garaje. Cela, en “La Rosa”, le da la razón: Yo fui, y sigo siendo, un niño que se creía diferente, un sentimental
que recibió una educación antisentimental. Y reconoce: toda mi vida ha significado una lucha contra la manifestación externa
del sentimiento.
La
sensibilidad de don Camilo se pone claramente de manifiesto en estas palabras
que dirigía a “los niños que sufren”: A todos vosotros os llevo pegados a mi corazón
y ni un solo momento os vuelve la espalda mi memoria. A todos os beso y os
abrazo contra mi pecho y con la conciencia no demasiado tranquila; también os
pido que me perdonéis si no he acertado a sujetar el amor que siento por
vosotros. Quienes lo conocieron dan su testimonio: Un hombre de una ternura increíble –asegura Ana María Matute. Tan tierno y tan burro como siempre,
comenta, González Ruano, amigo del escritor. C’est un tendre, apostilla Lorenç Villalonga.
Ternura
vergonzante que brota espontánea y que don Camilo trata de enmascarar por lo
que de debilidad pueda suponer. Como se refleja en la anécdota de aquella noche
que, saliendo de cenar de un restaurante en Madrid, le entregó a un mendigo un
billete de mil pesetas al tiempo que le soltaba con aire aparentemente nada
afectuoso: ¡Tome, para que escarmiente!
Ternura y sensibilidad que convivía con un fuerte carácter, duro y
atrabiliario, agresivo incluso, cuando entendía que la ocasión lo requería. Dualidad alternativa, observa García
Marquina, que transitaba del entusiasmo
al escepticismo, de la audacia a la timidez, de la ansiedad a la cautela, de la
generosidad al egoísmo. Don Camilo
–dice- impresionaba mucho, unas veces por su gracia envolvente y otras por sus
exabruptos terribles. Aunque, como comenta Sánchez Dragó, era un hombre de absoluta homogeneidad dentro
de su aparente heterogeneidad.
Estaba
bastante pagado de sí mismo, y no tenía empacho en reconocerlo: Yo he tenido la suerte de ser Camilo José
Cela y cada día que pasa estoy más contento de serlo. Me sentía el ombligo del
mundo. Tenía un carácter tozudo y pendenciero, un carácter –lo reconoce- atrabiliario, fantasioso y despótico. Un
tozudo caballerazo celta, en opinión
de Ramos Trives.
Aunque
para muchos pueda resultar sorprendente, Cela gustaba de encontrarse con la
gente del pueblo, y era más amigo del trato sencillo y campechano que del
encorsetamiento académico o la engolada grandilocuencia. Estaba más confortado entre los vividores que entre los académicos
–comenta García Marquina- y más a gusto
cantando jotas obscenas que ante un cuarteto de cámara. De ahí la frescura
y espontaneidad que impregnan las páginas de sus cuadernos de viajes, hasta una
docena de obras que rezuman sencillez, ingenuidad y naturalidad, tanto en la
descripción de personas y lugares como en las reflexiones y diálogos.
Cabría
decir que don Camilo se sentía ciudadano del mundo. Pero también que siempre dejó clara su
condición de español. Rechazó de plano los nacionalismos, que consideraba aldeanismos sangrientos. Aunque siempre
resultó evidente que, en su incuestionable españolidad, se sentía profundamente
unido a Galicia, la tierra que lo vio nacer y que sirvió de escenario a varias
de sus obras más representativas.
Cela,
que entendía la amistad como la sal que
brinca por encima de la barrera que separa la vida de la muerte, amaba al
género humano. El mejor Cela -afirma
Iam Gibson- se caracteriza no por su
crueldad, sino por la solidaridad con los que sufren los embates de la
crueldad. Era fraterno y cariñoso con
sus amigos –comenta a su vez García Marquina-, trataba de allanar las diferencias sociales e intelectuales y también
las materiales. Fue persona de muchas relaciones pero de pocos amigos. Se
mostraba afable con las gentes de bien, pero era intratable cuando se
enfrentaba con algún pelma. La amistad de don Camilo era profunda y permanente
y, una vez que entraba en ejercicio, se mantenía pese a las dificultades
sobrevenidas y a la acción corrosiva de los chismosos de turno que trataban de
encizañarla. Frente a él no cabía neutralidad y, por ese motivo, sus relaciones
interpersonales eran apasionadas. A los amigos les daba todo y les pedía todo.
Nadie debe morir sin haber recibido algo
de amor, comenta repetidas veces el narrador en “Cristo versus
Arizona”; y en una de sus páginas
leemos: un hombre no muere hasta que no
lo olvidan, hasta que lo van dejando de amar, no hay más muertos que los
olvidados.
La moral de Cela es la moral de triunfador del
“noble” nietzcheano: desprecio de la cobardía, la compasión, la debilidad;
estima de cuanto signifique impulso vital, decisión, fortaleza, fe en la propia
superación, altura de miras, ambición incluso. Soy, o por lo menos aspiro a ser, un hombre honesto que aspira a pasar
por este valle de lágrimas procurando hacerle la puñeta a la menor cantidad de
gente posible, comentaba en unas declaraciones a Televisión Española.
No
era en absoluto amigo de normas. Se tomaba a broma lo que todos entendían
habría de tomarse en serio. Exaltaba la libertad, negaba la igualdad y
sospechaba de la fraternidad. No era ajeno a una buena dosis de hedonismo. No
despreciaba el dinero y cuanto este podía reportarle, pero anteponía valores
como la justicia, la amistad o la fama. Atendía a lo que le dictaba su propia
conciencia interior: Hay verdades que se
sienten dentro del cuerpo, como el hambre o como las ganas de orinar.
Defendía el pensamiento crítico y se mostraba enemigo declarado de los tópicos,
el gregarismo, las utopías sociales y las estructuras alienantes. Una lectura
detenida de sus obras lleva a la conclusión de que Cela no trata en ningún caso
de moralizar. Era hombre abierto a cualquier idea que se defendiera con la
suficiente sensatez. Siempre se mostró dispuesto a aceptar a quien se le
acercara desde una actitud inteligente. Una personalidad como la suya, para
bien o para mal, a nadie puede dejar indiferente.
Es
el humor signo de inteligencia. Y en Cela nunca faltó el humor. Un hombre
–comenta Julio Aguilar- que ha
querido torear la vida con esa punta de ironía, de humorismo, de cintura, y
que es capaz de lanzar una humorada en
los momentos más graves. Excentricidad, histrionismo, ironía, sarcasmo,
genialidad… Dice García Marquina que cela vivió
literariamente y por eso se convirtió en un personaje excéntrico y curioso.
Anécdotas, las que se quiera.
Era Cela un hombre vitalista, para quien
toda experiencia resultaba aprovechable. Exigente consigo mismo y con los
demás, no soportaba al zángano o al incompetente. Estaba convencido de que
llegan más lejos la voluntad y el esfuerzo que la capacidad. Tengo la teoría –aseguraba- de que en
España, y en todo el mundo, el que resiste gana, y hasta ahora esta teoría se
viene demostrando que es verdadera. La inspiración no existe. La inspiración es
un subterfugio de zánganos. Lo único
que hay es
que trabajar todos
los días. Entendía el trabajo como una vocación de
servicio. De trabajador encarnizado
lo califica quien fuera secretario suyo en Mallorca, Juan Benito Argüelles. Y
Darío Villanueva, experto conocedor de su persona y de su obra, lo considera la persona con mayor capacidad de exigir a
sí mismo y a los demás. Trabajo infatigable y metódico, no exento de
esfuerzo y sacrificio: Yo escribo con
mucha dificultad –aseguraba- y con
mucho esfuerzo, con mucho trabajo.
El
triunfo le llegó, pero no de forma gratuita. Triunfar no es arte demasiado difícil A
poco que se tengan unas condiciones mínimas, se triunfa si se trabaja con
ahínco y buen ánimo. Lo difícil es mantenerse. Planificación, trabajo
sistemático, estratégicamente diseñado y desarrollado con tenacidad, hasta
conseguir el resultado apetecido. Esas fueron las claves del éxito de don
Camilo. Otros defectos podrán imputar a Cela sus detractores, pero nadie podrá
dejar de reconocer su enorme capacidad de trabajo.
La
memoria es una fuente amarga de dolor, decía Cela. No ha de serlo
en esta ocasión. sino de satisfacción y reconocimiento. Sirvan estas líneas de breve
pero sentido homenaje a quien fue capaz de rescatar el genio de las letras, en
circunstancias nada propicias, y elevarlo a la altura que España, por historia
y por tradición, siempre mereció.
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSIT0
Maestro. Psicopedagogo. Emérito UCJC
Especialista en Cela
Maestro. Psicopedagogo. Emérito UCJC
Especialista en Cela
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