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53. Cela. Pequeña semblanza

 
PEQUEÑA SEMBLANZA
                               DE DON CAMILO

El 11 de mayo de 2016 nacía en Iria Flavia, Pontevedra, Camilo José Cela, nuestro más reciente premio Nobel, ilustre escritor, internacionalmente reconocido. Al cumplirse su primer centenario, es justo que AFDA dedique algunas líneas a quien –aunque para algunos pueda resultar cuestionable- ha de considerarse gran maestro, de indiscutible estilo.

Tras la fachada imponente de Cela, hay un corazón delicado, asegura García Marquina, uno de los críticos que más ha profundizado en la vida y obra de don Camilo.  Delicadeza que se pone de manifiesto en sus obras, y resulta  más evidente en las de carácter autobiográfico. “La Rosa”, libro conmovedor,  lleno de ternura infinita pasada por el cedazo de los recuerdos infantiles –así lo califica Ramos Trives- pone al descubierto la exquisita sensibilidad de este hombre de actitud aparentemente bronca y distante. En “Memorias, entendimientos y voluntades” cuenta, con desenvoltura y simpatía -dice Zamora Vicente- vivencias de su juventud. Y lo hace con total sinceridad, sin acudir a ningún tipo de eufemismos, recurso que odiaba y que atribuía a personas pacatas y de escasa personalidad.

Nacido en una familia con reminiscencias victorianas, la circunstancia de ser considerado como primogénito, tras malograrse los dos hermanos que le antecedieron, y su natural débil y enfermizo, hicieron que creciera en una atmósfera de sobreprotección y que desarrollara un carácter –él así se reconoce- atrabiliario, fantasioso, despótico y tierno, propenso a la tristeza y a la soledad. Hubo de mantener –dice Sacramento Martí- el combate del hijo varón para lograr su autonomía afectiva. Sin embargo, Cela calificó su infancia de niñez dorada. Tal, que cuando le preguntaban qué querría ser de mayor, contestaba que nada, ni siquiera quería ser mayor.

Aquel niño, alto y algo desgarbado, aprendió en la calle, con sus amigos, a jugar a las bolas y al fútbol en los solares, y a viajar en el tope de los tranvías. Escolarizado en los jesuitas primero, y en los escolapios y en los maristas después, su dificultad de adaptación –siempre fue enemigo de normas y prescripciones- le llevó a estar en manos de preceptores y a sacar adelante ‘por libre’ sus estudios, aprobando el bachillerato a trancas y barrancas y a fuerza de recomendaciones, como él mismo comenta con la socarronería que siempre le caracterizó. Dos internamientos en sendas clínicas antituberculosas y las vicisitudes de la Guerra Civil, en la que hubo de combatir y en la que resultó con heridas –más aún en el espíritu que en el cuerpo- endurecieron su carácter

Aunque inició -más por dar satisfacción a sus padres que por propia motivación- las carreras de medicina y derecho, su verdadera vocación fue siempre la de escritor. Sus largas convalecencias le sirvieron para leer y releer hasta la saciedad cuantas obras de literatura –y fueron muchas- cayeron en sus manos.

A sus treinta años, superadas la enfermedad y la guerra, su imagen era la de un hombre alto, delgado y elegante –así lo describe Uribe- y  –comenta García Marquina- un hombre ingenioso, extravagante, inteligente y con gran sentido del humor. Y aún con mejores ojos lo describe Rodolfo Garcés: alto, de ademanes seguros y calmados, con elegancia y señorío, afable, sencillo y buen camarada. Pasados los años, el buen apetito y su condición de buen gourmet hicieron inevitable ‘la curva de la felicidad’. Y es que, seguramente como justificación, decía Cela: cuando adelgazo se me pone cara de bebedor de sifón.

Niño grandullón, lo considera Sergio Vilar. Y la propia doña Camila, madre de Cela, comentaba: Mi hijo es buenísimo. Juega a comerse el mundo,  pero en realidad tiene un corazón como un garaje. Cela, en “La Rosa”, le da la razón: Yo fui, y sigo siendo, un niño que se creía diferente, un sentimental que recibió una educación antisentimental. Y reconoce: toda mi vida ha significado una lucha contra la manifestación externa del sentimiento.

La sensibilidad de don Camilo se pone claramente de manifiesto en estas palabras que dirigía a “los niños que sufren”: A  todos vosotros os llevo pegados a mi corazón y ni un solo momento os vuelve la espalda mi memoria. A todos os beso y os abrazo contra mi pecho y con la conciencia no demasiado tranquila; también os pido que me perdonéis si no he acertado a sujetar el amor que siento por vosotros. Quienes lo conocieron dan su testimonio: Un hombre de una ternura increíble –asegura Ana María Matute. Tan tierno y tan burro como siempre, comenta, González Ruano, amigo del escritor. C’est un tendre, apostilla Lorenç Villalonga.

Ternura vergonzante que brota espontánea y que don Camilo trata de enmascarar por lo que de debilidad pueda suponer. Como se refleja en la anécdota de aquella noche que, saliendo de cenar de un restaurante en Madrid, le entregó a un mendigo un billete de mil pesetas al tiempo que le soltaba con aire aparentemente nada afectuoso: ¡Tome, para que escarmiente! Ternura y sensibilidad que convivía con un fuerte carácter, duro y atrabiliario, agresivo incluso, cuando entendía que la ocasión lo requería. Dualidad alternativa, observa García Marquina, que transitaba del entusiasmo al escepticismo, de la audacia a la timidez, de la ansiedad a la cautela, de la generosidad al egoísmo. Don Camilo  –dice- impresionaba mucho, unas veces por su gracia envolvente y otras por sus exabruptos terribles. Aunque, como comenta Sánchez Dragó, era un hombre de absoluta homogeneidad dentro de su aparente heterogeneidad.

Estaba bastante pagado de sí mismo, y no tenía empacho en reconocerlo: Yo he tenido la suerte de ser Camilo José Cela y cada día que pasa estoy más contento de serlo. Me sentía el ombligo del mundo. Tenía un carácter tozudo y pendenciero, un carácter –lo reconoce- atrabiliario, fantasioso y despótico. Un tozudo caballerazo celta, en opinión de Ramos Trives.

Aunque para muchos pueda resultar sorprendente, Cela gustaba de encontrarse con la gente del pueblo, y era más amigo del trato sencillo y campechano que del encorsetamiento académico o la engolada grandilocuencia. Estaba más confortado entre los vividores que entre los académicos –comenta García Marquina- y más a gusto cantando jotas obscenas que ante un cuarteto de cámara. De ahí la frescura y espontaneidad que impregnan las páginas de sus cuadernos de viajes, hasta una docena de obras que rezuman sencillez, ingenuidad y naturalidad, tanto en la descripción de personas y lugares como en las reflexiones y diálogos.

Cabría decir que don Camilo se sentía ciudadano del mundo.  Pero también que siempre dejó clara su condición de español. Rechazó de plano los nacionalismos, que consideraba aldeanismos sangrientos. Aunque siempre resultó evidente que, en su incuestionable españolidad, se sentía profundamente unido a Galicia, la tierra que lo vio nacer y que sirvió de escenario a varias de sus obras más representativas.

Cela, que entendía la amistad como la sal que brinca por encima de la barrera que separa la vida de la muerte, amaba al género humano. El mejor Cela -afirma Iam Gibson- se caracteriza no por su crueldad, sino por la solidaridad con los que sufren los embates de la crueldad. Era fraterno y cariñoso con sus amigos –comenta a su vez García Marquina-, trataba de allanar las diferencias sociales e intelectuales y también las materiales. Fue persona de muchas relaciones pero de pocos amigos. Se mostraba afable con las gentes de bien, pero era intratable cuando se enfrentaba con algún pelma. La amistad de don Camilo era profunda y permanente y, una vez que entraba en ejercicio, se mantenía pese a las dificultades sobrevenidas y a la acción corrosiva de los chismosos de turno que trataban de encizañarla. Frente a él no cabía neutralidad y, por ese motivo, sus relaciones interpersonales eran apasionadas. A los amigos les daba todo y les pedía todo.

Nadie debe morir sin haber recibido algo de amor, comenta repetidas veces el narrador en “Cristo versus Arizona; y en una de sus páginas leemos: un hombre no muere hasta que no lo olvidan, hasta que lo van dejando de amar, no hay más muertos que los olvidados.

 La moral de Cela es la moral de triunfador del “noble” nietzcheano: desprecio de la cobardía, la compasión, la debilidad; estima de cuanto signifique impulso vital, decisión, fortaleza, fe en la propia superación, altura de miras, ambición incluso. Soy, o por lo menos aspiro a ser, un hombre honesto que aspira a pasar por este valle de lágrimas procurando hacerle la puñeta a la menor cantidad de gente posible, comentaba en unas declaraciones a Televisión Española.

No era en absoluto amigo de normas. Se tomaba a broma lo que todos entendían habría de tomarse en serio. Exaltaba la libertad, negaba la igualdad y sospechaba de la fraternidad. No era ajeno a una buena dosis de hedonismo. No despreciaba el dinero y cuanto este podía reportarle, pero anteponía valores como la justicia, la amistad o la fama. Atendía a lo que le dictaba su propia conciencia interior: Hay verdades que se sienten dentro del cuerpo, como el hambre o como las ganas de orinar. Defendía el pensamiento crítico y se mostraba enemigo declarado de los tópicos, el gregarismo, las utopías sociales y las estructuras alienantes. Una lectura detenida de sus obras lleva a la conclusión de que Cela no trata en ningún caso de moralizar. Era hombre abierto a cualquier idea que se defendiera con la suficiente sensatez. Siempre se mostró dispuesto a aceptar a quien se le acercara desde una actitud inteligente. Una personalidad como la suya, para bien o para mal, a nadie puede dejar indiferente.

Es el humor signo de inteligencia. Y en Cela nunca faltó el humor. Un  hombre  –comenta Julio Aguilar- que ha querido torear la vida con esa punta de ironía, de humorismo, de cintura, y que es capaz de lanzar una humorada en los momentos más graves. Excentricidad, histrionismo, ironía, sarcasmo, genialidad… Dice García Marquina que cela vivió literariamente y por eso se convirtió en un personaje excéntrico y curioso. Anécdotas, las que se quiera.

Era Cela un hombre vitalista, para quien toda experiencia resultaba aprovechable. Exigente consigo mismo y con los demás, no soportaba al zángano o al incompetente. Estaba convencido de que llegan más lejos la voluntad y el esfuerzo que la capacidad. Tengo la teoría –aseguraba- de que en España, y en todo el mundo, el que resiste gana, y hasta ahora esta teoría se viene demostrando que es verdadera. La inspiración no existe. La inspiración es un subterfugio de   zánganos. Lo  único  que  hay  es  que  trabajar  todos  los  días.  Entendía el trabajo como una vocación de servicio. De trabajador encarnizado lo califica quien fuera secretario suyo en Mallorca, Juan Benito Argüelles. Y Darío Villanueva, experto conocedor de su persona y de su obra, lo considera la persona con mayor capacidad de exigir a sí mismo y a los demás. Trabajo infatigable y metódico, no exento de esfuerzo y sacrificio: Yo escribo con mucha dificultad –aseguraba- y con mucho esfuerzo, con mucho trabajo.

El triunfo le llegó, pero no de forma gratuita. Triunfar no es arte demasiado difícil              A poco que se tengan unas condiciones mínimas, se triunfa si se trabaja con ahínco y buen ánimo. Lo difícil es mantenerse. Planificación, trabajo sistemático, estratégicamente diseñado y desarrollado con tenacidad, hasta conseguir el resultado apetecido. Esas fueron las claves del éxito de don Camilo. Otros defectos podrán imputar a Cela sus detractores, pero nadie podrá dejar de reconocer su enorme capacidad de trabajo.

La memoria es una fuente amarga de dolor, decía Cela. No ha de serlo en esta ocasión. sino de satisfacción y reconocimiento. Sirvan estas líneas de breve pero sentido homenaje a quien fue capaz de rescatar el genio de las letras, en circunstancias nada propicias, y elevarlo a la altura que España, por historia y por tradición, siempre mereció.

ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSIT0
Maestro. Psicopedagogo. Emérito UCJC
Especialista en Cela


 
 

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