Era yo muy
joven cuando paseando por la calle Mayor de Guadalajara, leí una placa que
recordaba la estancia de Cela en una casa, sita a mano derecha, bajando hacia
el palacio del Infantado, el que comenzara el Marqués de Santillana en el siglo
XV, y obra de Juan Guas. Era el comienzo del viaje del escritor por tierras
alcarreñas. Al lado de la casa había –y hay–, una librería. Entré y adquirí una
edición de bolsillo del Viaje a la Alcarria.
Entonces
yo no conocía mi provincia ni la casa de Cela, junto al Henares, en un lugar llamado
El Espinar, que le regaló el Ayuntamiento de Guadalajara. Gracias a
unos buenos amigos que tenían una propiedad que lindaba con la del escritor,
pude conocer su refugio. Pero, las veces que estuve allí, en El Espinar no había nadie.
Probablemente, le hubiera saludado y le hubiera preguntado qué pensaba, después
de tantos años, de su viaje por la Alcarria.
De
Guadalajara, ciudad, escribí hace ya tiempo un largo poema. La he paseado
tantas veces que la conozco como la palma de mi mano. No todos los lugares,
ciertamente. Soy más de iglesias y de arte, del campo, del río y de los muchos
parques que, en el estío, defienden del extremado calor. El poema a que me
refiero comienza así:
tu
corazón en las iglesias late.
Vestigio
de tu historia, las murallas,
te
avena con sus aguas el Henares.
Respiran
tus pulmones en los parques
que
inundan la ciudad.
Sueña
en el Infantado
el
maestro Juan Guas
que
labró filigranas en el patio
–más
que escultor, orfebre
del
palacio ducal–...
Y pasados
los años, yo recorría mi provincia, una y otra vez, cuando llegaba el verano. Y
este interés se despertó en mí gracias a Cela y a D. Andrés, nacido en Valdepeñas
de la Sierra, y cura que fue de mi pueblo, Cogolludo, y que hizo un viaje por
la sierra y por la Arquitectura Negra
–llamada así porque el único material empleado y permitido en la construcción
es la pizarra–, y que imitó el libro de Cela. Y con toda seguridad se hubieran
hecho muy amigos. Pero, cuando el escritor estuvo en mi pueblo –creo que en
unas Jornadas Napoleónicas–, don Andrés vivía en Guadalajara. Y diré más: desde
hace muchos años, yo visito los pueblos de la sierra, en uno de los cuales,
Majaelrayo, nació mi buen amigo Marino Moreno (que en paz descanse) que muchos
conocían. Y del pueblo de mi amigo escribí cuando lo vi por primera vez, entre otros, estos versos:
Se mira el Ocejón
entre
nieves y estrellas.
El
reloj del tiempo se ha parado.
No
hay horas ni minutos en la paz
ni
en el dulce jardín de Majaelrayo.
Huidos
de la urbe,
amantes
de los campos,
pobladores
de collados y de valles,
vosotros los serranos
vivís
el cielo más azul,
el
verde de los prados,
las
aromas del pino,
los
arroyos nevados.
Tanta hermosura en Majaelrayo…
Y estos
viajes los hacía yo no sé si con la misma finalidad del gran escritor, probablemente
no, aunque escribí dos Diarios de estío.
Cuando el tiempo se hace metáfora. Viajaba, sobre todo, por conocer mi
provincia. Porque –como pensaba entonces–, hay que saber primero de sus
terruños y después de los demás. Y luego de haber visitado muchos rincones de
Guadalajara, escribí un largo poema que comenzaba:
Mi provincia es hermosa,
distinta
en cada parte de su tierra:
Labriega
y señorial, planicie y sierra;
austera
y laboriosa,
divertida
en sus fiestas.
Con
los patronos y vírgenes, piadosa;
con
el viajero, buena y generosa...
En muchas
ocasiones, he salido de Guadalajara por la Nacional II y otras veces por la carretera
antigua de Zaragoza, que tomó Cela, por Taracena. Y tras dejar a mano derecha
un pueblito, llamado Veldenoches –un nombre para soñar–, que duerme en un pequeño
valle sombreado de árboles, enfrenta el viajero el bello castillo de Torija que
Cela no vio tan rejuvenecido. Su estampa es impresionante cuando se contempla
por primera vez. Hoy restaurado, altivo y fiero como cuando perteneció al
Marqués de Santillana y que El Empecinado
destruyó. Sus alrededores invitan al viajero a quedarse. Las piedras de calles y casas sonríen con
limpieza de fiesta. Muchas tardes calurosas de verano –como seguramente haría
Cela en su viaje–, he mitigado el bochorno tomando un refresco mientras
contemplaba las cilíndricas torres del castillo.
Y
desconozco si a Cela le gustaban los toros. Pero, en muchas fiestas de verano,
yo me divertía contemplando correr a los morlacos por el campo y por las
calles, incluso corriendo con ellos cuando era joven. Y pienso con el clásico ¡oh si Júpiter me devolviera los años
pasados!
Desde
Torija parte una carretera que conduce a Hita, la del Arcipreste. Me impresionó
la primera vez que vi la villa. No por su espectacularidad –que no tiene–.
Recordaba las clases del hermano Juan José Diez. Y yo estaba allí, en la
iglesia del cura del Libro del buen amor.
Era volver a Griñón de nuevo…
Situada la
villa sobre una colina –las calles son muy empinadas–, quedan vestigios de su
historia en algunas ruinas. Su plaza rectangular sabe de toros, de torneos y
mercados medievales, y de los famosos Festivales de Hita. Sé que Cela fue
invitado a presenciarlos y los honró con su presencia.
De Hita
escribí algún poema hace muchos años. Y recuerdo estos sencillos versos que dicen
lo que vi y oí y sentí:
…Por Lupiana, seguimos hasta Hita.
Las
casas escalonan la montaña
y,
de lejos, el paisaje las opaca…
…¿Do
está el amor? ¿Qué de él ha sido?
Mudas
están las casas y las plazas.
Nadie
del Arcipreste ya nos habla;
tampoco
del marqués, Señor Don Íñigo.
Pero
cuando cae la nieve en la cañada,
susurran
en la torre las campanas.
Y
vuelve al pueblo el eco paladino
de
Juan Ruiz y su fantasma…
Volviendo
a Torija, se toma la carretera que traza una recta en una planicie en la que
abundan encinas y robles. Estamos cerca
de Brihuega. El pueblo descansa en una hoya. Ha sido para mí un lugar de
frecuentes paseos. Célebre por sus encierros –a los que asisten unas treinta
mil personas en las fiestas de agosto y yo he presenciado algunos años–, lo fue
también por sus telares y jardines –recibe el nombre de Jardín de la Alcarria– y, en las márgenes del río Tajuña, he comido
y me he bañado en sus aguas, que formaban, entonces, grandes abanicos blancos,
más que cristalinos, sin llegar a ser “estrofas de plata”, que diría el poeta
del Duero. Pero yo sí acompañaba al Tajuña.
En
Brihuega, la piedra de arenisca amarillenta todo lo viste: calles, casas,
plazas, murallas, fuentes e iglesias… He estado tantas veces en la villa que es
como una amiga. Una de las noches, escribí:
… Y tú y yo, mi amada,
con
el alma en fiesta,
recorrimos
juntos
calles
de Brihuega.
Y,
en cada rincón,
en
cada plazuela,
tus
ojos decían:
–“¡Qué
noche tan bella!”
Tus
manos, mis labios
en
amores sueñan;
la
noche se duerme,
mi
alma te besa.
Y,
al pasar la puerta
de
la Fortaleza,
la
Alameda ríe
y tu
alma reza…
Son
inolvidables los paseos de aquellas tardes y noches, acompañado de mi esposa.
Como los tuvo Cela, muchos años antes, aunque él pusiera más atención a los
personajes –que lo eran–, por su forma de ser, de hablar y de actuar en los
pueblos en que permanecía el escritor. No existen ya esos tipos tan peculiares.
Todo ha cambiado. El arado dejó paso al tractor –naturalmente con aire
acondicionado–; la hoz, zoqueta y dedil, a la cosechadora; las albarcas, a los
zapatos y el trillo, en el que me subí tantas veces siendo niño, es un objeto
de museo. Y yo, en los momentos de los que escribo, tenía bastante con ir
acompañado de mi esposa, a quien adoro, sentarme en la Alameda y contemplar la vega del Tajuña desde la barbacana de la
Parroquia o ver como la fuente de los Doce
Caños manaba sin cesar, midiendo, incansable, el tiempo. Otras veces,
viendo como el subsuelo se hacía cuevas que me recordaban a Don Quijote.
Desde
Brihuega he ido varias veces a Cifuentes, el pueblo donde nació la Princesa de
Éboli, cuya casa está cercana a la iglesia parroquial, en una calle estrecha,
que yo paseé. Pero es el río –del mismo nombre que tiene el pueblo–, el que
llamó mi atención. Su agua cristalina y muy fresca en el verano es de una
soledad amena que diría Garcilaso. Y, entre las cosas que dije del río
Cifuentes , están estas:
...En Cifuentes, es el río.
En
la Balsa, el cristal de mis sueños,
el
fondo del alma de un niño,
donde
juegan blancos patos
como
en el jardín de un cuento.
El
río no da miedo. Es tan claro
que
se adivinan todas sus intenciones,
como
si siempre fuera niño
que
no quiso crecer
porque
su vida es nacer…
No resistí
la tentación de meterme en él la primera vez que lo vi aunque no me atreví a
desnudarme, y fueron mis pies y mis manos y mi cara los que sintieron la
caricia del agua que corría mansamente. Y paseé las calles de la villa y, en un
bar de su plaza, de forma muy irregular, satisfice mi sed. Y recordé a la
Princesa que también pasearía por donde yo, en esos momentos, caminaba. Ella,
que olvidó el río niño, para estar más cerca del padre Tajo, aunque solo
escuchara su lejano murmullo, encerrada como estaba en el Palacio de Pastrana.
Y muy
cerca de esta villa –mi recuerdo se hace infancia–, el pueblo donde nació mi madre:
Yebra. Y fluyen a mi mente recuerdos infantiles: mi primer baño en una piscina
–si baño se puede llamar–; me asusté y salí apenas me acarició el agua –si
caricia se puede decir lo que sentí–,
tenía apenas cuatro años y estaba con mis amigos. Recuerdo a mis abuelos, mi
tío, las fiestas y la cueva de mi abuela. Yo nunca había visto una como
aquella. Horadada en la piedra, era una verdadera casa, aunque ellos tenían la
suya en la calle Real. Recuerdo las fiestas del pueblo en setiembre, las
crecidas de río Tajo que hacían que la carretera y las calles del pueblo fueran
verdaderos ríos e inundaran la plaza cuando el toro estaba aún en la arena.
Los
vecinos de Yebra y Pastrana no tenían muy buena convivencia, distan estas villas
siete kilómetros. La Ciudad Ducal, la de las tres culturas, la de la Santa
andariega, la del encierro de la Princesa de Éboli, la de la Colegiata y sus
famosos Tapices… Pastrana forma parte de mi vida. He recorrido sus calles,
admirado su historia y conocido a personas que recuerdan a las que Cela
describe. Como el Pepe, el agricultor, que iba a la piscina –no para bañarse–,
sino para observar a las jóvenes bañistas de las que decía maravillas. O al Tío Nemesio Polo, que mi madre tomaba
como ejemplo de hombres gordos y que había nacido en Yebra. He visto los mercados medievales de Pastrana
y comido en el convento que fundara Santa Teresa, ahora restaurante. En la Plaza
de la Hora, viendo el Palacio Ducal, imaginaba que se asomaría el espectro
de la Princesa de Éboli.
Y de estos
pueblos escribí poemas y sus recuerdos parece que los hubiera vivido ayer.
...Por la calle Mayor, a San Francisco,
el
antiguo convento que hoy se mira
con el lujo que Teresa nunca quiso,
y,
hecho restaurante–
también
Escuela de Artes–,
pasadas
ya las dos, nos dirigimos.
Quisiste
que, en la plaza, te besara
y
también en la fuente.
Y
fue testigo la ducal fachada
y la
fría corriente
del
ardor de mis labios y los tuyos,
que,
en Pastrana, el amor siempre cupo...
Dejando,
Zorita y Albalate, a la izquierda,
llegamos
hasta Yebra.
Y en
su iglesia de cúpula nervada,
su
torre restaurada,
su
pórtico sencillo
que
se abre a la plaza,
rezamos
con cariño.
A la
vuelta,
nos
acompaña el Tajo en su camino...
Y en Yebra
y Pastrana doy fin a este recorrido. Siempre que me despedía de esta última villa,
coqueta, recogida en un alto, apiñada, ducal, parecía que me sonreía y me invitaba
a volver. Y yo obedecía y volvía. Y entraba en Sacedón y me extasiaba contemplando
los Mares de Castilla, salvo la
última vez que visité esta villa… Mi recuerdo se hace tristeza.
¡Qué triste es el paisaje!
Apenas
tienen agua los pantanos.
Y
llora Sacedón, viendo sus barcos varados
porque
estos mares que llaman de Castilla–
como rostros de
viejos, cuartados–,
este año son solo
una orilla…
Tengo
muchos otros recuerdos de pueblos y lugares que, con toda seguridad, han embellecido
mi vida, pueblos que ocuparon el tiempo de Cela. Mas creo que ya he sido prolijo.
Otras villas de mi provincia tienen el mismo derecho que las nombradas para que
yo me acuerde de ellas. Otro día será. Sé que Cela se merece mucho más que lo escrito
aquí. Pero estas son algunas experiencias que tuvieron estos paisajes y me
hicieron algo más humano. Y espero que
no se cumpla en mi relato que a siete
años de un suceso, el suceso ya es otro, que diría Cela.
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro.
Profesor de Filosofía y Psicología
Carlos, espero que sean de interés estas páginas que he escrito. Me gustaría escribir una segunda parte. La sierra de Guadalajara y el Alto Tajo lo merecen. He paseado muchos de los pueblos, me he admirado del paisaje y, sobre todo, me ayudaron a amar mi provincia y su naturaleza. Gracias por permitirme escribir. Tú me inculcaste esta afición –la de escribir–, y solamente siento no haber empezado mucho antes. Respecto a la que me define, ponme Profesor de Filosofía y Psicología. Un abrazo.
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