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57. Por la Alcarria

           POR LA ALCARRIA
  

Era yo muy joven cuando paseando por la calle Mayor de Guadalajara, leí una placa que recordaba la estancia de Cela en una casa, sita a mano derecha, bajando hacia el palacio del Infantado, el que comenzara el Marqués de Santillana en el siglo XV, y obra de Juan Guas. Era el comienzo del viaje del escritor por tierras alcarreñas. Al lado de la casa había –y hay–, una librería. Entré y adquirí una edición de bolsillo del Viaje a la Alcarria.
Entonces yo no conocía mi provincia ni la casa de Cela, junto al Henares, en un lugar llamado El Espinar, que le regaló el Ayuntamiento de Guadalajara. Gracias a unos buenos amigos que tenían una propiedad que lindaba con la del escritor, pude conocer su refugio. Pero, las veces que estuve allí, en El Espinar no había nadie. Probablemente, le hubiera saludado y le hubiera preguntado qué pensaba, después de tantos años, de su viaje por la Alcarria.
De Guadalajara, ciudad, escribí hace ya tiempo un largo poema. La he paseado tantas veces que la conozco como la palma de mi mano. No todos los lugares, ciertamente. Soy más de iglesias y de arte, del campo, del río y de los muchos parques que, en el estío, defienden del extremado calor. El poema a que me refiero comienza así:

                            Visigoda  y árabe, romana,
                            tu corazón en las iglesias late.
                            Vestigio de tu historia, las murallas,
                            te avena con sus aguas el Henares.
                            Respiran tus pulmones en los parques
                            que inundan la ciudad.
                            Sueña en el Infantado
                            el maestro Juan Guas
                            que labró filigranas en el patio
                            –más que escultor, orfebre
                                                  del palacio ducal–...

Y pasados los años, yo recorría mi provincia, una y otra vez, cuando llegaba el verano. Y este interés se despertó en mí gracias a Cela y a D. Andrés, nacido en Valdepeñas de la Sierra, y cura que fue de mi pueblo, Cogolludo, y que hizo un viaje por la sierra y por la Arquitectura Negra –llamada así porque el único material empleado y permitido en la construcción es la pizarra–, y que imitó el libro de Cela. Y con toda seguridad se hubieran hecho muy amigos. Pero, cuando el escritor estuvo en mi pueblo –creo que en unas Jornadas Napoleónicas–, don Andrés vivía en Guadalajara. Y diré más: desde hace muchos años, yo visito los pueblos de la sierra, en uno de los cuales, Majaelrayo, nació mi buen amigo Marino Moreno (que en paz descanse) que muchos conocían. Y del pueblo de mi amigo escribí cuando lo vi por primera vez,  entre otros, estos versos:

                        
                         
                            Se mira el Ocejón
                            entre nieves y estrellas.
                            El reloj del tiempo se ha parado.
                            No hay horas ni minutos en la paz
                           ni en el dulce jardín de Majaelrayo.
                            Huidos de la urbe,
                            amantes de los campos,
                            pobladores de collados y de valles,
                            vosotros los serranos
                            vivís el cielo más azul,
                            el verde de los prados,
                            las aromas del pino,
                            los arroyos nevados.
                            Tanta  hermosura en Majaelrayo…
 
Y estos viajes los hacía yo no sé si con la misma finalidad del gran escritor, probablemente no, aunque escribí dos Diarios de estío. Cuando el tiempo se hace metáfora. Viajaba, sobre todo, por conocer mi provincia. Porque –como pensaba entonces–, hay que saber primero de sus terruños y después de los demás. Y luego de haber visitado muchos rincones de Guadalajara, escribí un largo poema que comenzaba:

                            Mi provincia es hermosa,
                            distinta en cada parte de su tierra:
                            Labriega y señorial, planicie y sierra;
                            austera y laboriosa,
                            divertida en sus fiestas.
                            Con los patronos y vírgenes, piadosa;
                            con el viajero, buena y generosa...

 En muchas ocasiones, he salido de Guadalajara por la Nacional II y otras veces por la carretera antigua de Zaragoza, que tomó Cela, por Taracena. Y tras dejar a mano derecha un pueblito, llamado Veldenoches –un nombre para soñar–, que duerme en un pequeño valle sombreado de árboles, enfrenta el viajero el bello castillo de Torija que Cela no vio tan rejuvenecido. Su estampa es impresionante cuando se contempla por primera vez. Hoy restaurado, altivo y fiero como cuando perteneció al Marqués de Santillana y que El Empecinado destruyó. Sus alrededores invitan al viajero a quedarse.  Las piedras de calles y casas sonríen con limpieza de fiesta. Muchas tardes calurosas de verano –como seguramente haría Cela en su viaje–, he mitigado el bochorno tomando un refresco mientras contemplaba las cilíndricas torres del castillo.
Y desconozco si a Cela le gustaban los toros. Pero, en muchas fiestas de verano, yo me divertía contemplando correr a los morlacos por el campo y por las calles, incluso corriendo con ellos cuando era joven. Y pienso con el clásico ¡oh si Júpiter me devolviera los años pasados!
Desde Torija parte una carretera que conduce a Hita, la del Arcipreste. Me impresionó la primera vez que vi la villa. No por su espectacularidad –que no tiene–. Recordaba las clases del hermano Juan José Diez. Y yo estaba allí, en la iglesia del cura del Libro del buen amor. Era volver a Griñón de nuevo…
Situada la villa sobre una colina –las calles son muy empinadas–, quedan vestigios de su historia en algunas ruinas. Su plaza rectangular sabe de toros, de torneos y mercados medievales, y de los famosos Festivales de Hita. Sé que Cela fue invitado a presenciarlos y los honró con su presencia.
De Hita escribí algún poema hace muchos años. Y recuerdo estos sencillos versos que dicen lo que vi y oí y sentí:

                   …Por Lupiana, seguimos hasta Hita.
                   Las casas escalonan la montaña
                   y, de lejos, el paisaje las opaca…
                   …¿Do está el amor?  ¿Qué de él ha sido?
                   Mudas están las casas y las plazas.
                   Nadie del Arcipreste ya nos habla;
                   tampoco del marqués, Señor Don Íñigo.
                   Pero cuando cae la nieve en la cañada,
                   susurran en la torre las campanas.
                   Y vuelve al pueblo el eco paladino
                   de Juan Ruiz y su fantasma…

Volviendo a Torija, se toma la carretera que traza una recta en una planicie en la que abundan encinas y robles.  Estamos cerca de Brihuega. El pueblo descansa en una hoya. Ha sido para mí un lugar de frecuentes paseos. Célebre por sus encierros –a los que asisten unas treinta mil personas en las fiestas de agosto y yo he presenciado algunos años–, lo fue también por sus telares y jardines –recibe el nombre de Jardín de la Alcarria– y, en las márgenes del río Tajuña, he comido y me he bañado en sus aguas, que formaban, entonces, grandes abanicos blancos, más que cristalinos, sin llegar a ser “estrofas de plata”, que diría el poeta del Duero. Pero yo sí acompañaba al Tajuña.
En Brihuega, la piedra de arenisca amarillenta todo lo viste: calles, casas, plazas, murallas, fuentes e iglesias… He estado tantas veces en la villa que es como una amiga. Una de las noches, escribí:

                   … Y tú y yo, mi amada,
                   con el alma en fiesta,
                   recorrimos juntos
                   calles de Brihuega.

                   Y, en cada rincón,
                   en cada plazuela,
                   tus ojos decían:
                   –“¡Qué noche tan bella!”

                   Tus manos, mis labios
                   en amores sueñan;
                   la noche se duerme,
                   mi alma te besa.

                   Y, al pasar la puerta
                   de la Fortaleza,
                   la Alameda ríe
                   y tu alma reza…

Son inolvidables los paseos de aquellas tardes y noches, acompañado de mi esposa. Como los tuvo Cela, muchos años antes, aunque él pusiera más atención a los personajes –que lo eran–, por su forma de ser, de hablar y de actuar en los pueblos en que permanecía el escritor. No existen ya esos tipos tan peculiares. Todo ha cambiado. El arado dejó paso al tractor –naturalmente con aire acondicionado–; la hoz, zoqueta y dedil, a la cosechadora; las albarcas, a los zapatos y el trillo, en el que me subí tantas veces siendo niño, es un objeto de museo. Y yo, en los momentos de los que escribo, tenía bastante con ir acompañado de mi esposa, a quien adoro, sentarme en la Alameda y contemplar la vega del Tajuña desde la barbacana de la Parroquia o ver como la fuente de los Doce Caños manaba sin cesar, midiendo, incansable, el tiempo. Otras veces, viendo como el subsuelo se hacía cuevas que me recordaban a Don Quijote.
Desde Brihuega he ido varias veces a Cifuentes, el pueblo donde nació la Princesa de Éboli, cuya casa está cercana a la iglesia parroquial, en una calle estrecha, que yo paseé. Pero es el río –del mismo nombre que tiene el pueblo–, el que llamó mi atención. Su agua cristalina y muy fresca en el verano es de una soledad amena que diría Garcilaso. Y, entre las cosas que dije del río Cifuentes , están estas:

                   ...En Cifuentes, es el río.
                   En la Balsa, el cristal de mis sueños, 
                   el fondo del alma de un niño,
                   donde juegan blancos patos
                   como en el jardín de un cuento.
                   El río no da miedo. Es tan claro
                   que se adivinan todas sus intenciones,
                   como si siempre fuera niño
                   que no quiso crecer
                   porque su vida es nacer…

No resistí la tentación de meterme en él la primera vez que lo vi aunque no me atreví a desnudarme, y fueron mis pies y mis manos y mi cara los que sintieron la caricia del agua que corría mansamente. Y paseé las calles de la villa y, en un bar de su plaza, de forma muy irregular, satisfice mi sed. Y recordé a la Princesa que también pasearía por donde yo, en esos momentos, caminaba. Ella, que olvidó el río niño, para estar más cerca del padre Tajo, aunque solo escuchara su lejano murmullo, encerrada como estaba en el Palacio de Pastrana.  
Y muy cerca de esta villa –mi recuerdo se hace infancia–, el pueblo donde nació mi madre: Yebra. Y fluyen a mi mente recuerdos infantiles: mi primer baño en una piscina –si baño se puede llamar–; me asusté y salí apenas me acarició el agua –si caricia se puede decir  lo que sentí–, tenía apenas cuatro años y estaba con mis amigos. Recuerdo a mis abuelos, mi tío, las fiestas y la cueva de mi abuela. Yo nunca había visto una como aquella. Horadada en la piedra, era una verdadera casa, aunque ellos tenían la suya en la calle Real. Recuerdo las fiestas del pueblo en setiembre, las crecidas de río Tajo que hacían que la carretera y las calles del pueblo fueran verdaderos ríos e inundaran la plaza cuando el toro estaba aún en la arena.  
Los vecinos de Yebra y Pastrana no tenían muy buena convivencia, distan estas villas siete kilómetros. La Ciudad Ducal, la de las tres culturas, la de la Santa andariega, la del encierro de la Princesa de Éboli, la de la Colegiata y sus famosos Tapices… Pastrana forma parte de mi vida. He recorrido sus calles, admirado su historia y conocido a personas que recuerdan a las que Cela describe. Como el Pepe, el agricultor, que iba a la piscina –no para bañarse–, sino para observar a las jóvenes bañistas de las que decía maravillas. O al Tío Nemesio Polo, que mi madre tomaba como ejemplo de hombres gordos y que había nacido en Yebra.  He visto los mercados medievales de Pastrana y comido en el convento que fundara Santa Teresa, ahora restaurante. En la  Plaza de la Hora, viendo el Palacio Ducal, imaginaba que se asomaría el espectro de la Princesa de Éboli.
Y de estos pueblos escribí poemas y sus recuerdos parece que los hubiera vivido ayer.
                   ...Por la calle Mayor, a San Francisco,
                   el antiguo convento que hoy se mira
                   con  el lujo que Teresa nunca quiso,
                   y, hecho restaurante–
                   también Escuela de Artes–,
                   pasadas ya las dos, nos dirigimos.
                   Quisiste que, en la plaza, te besara
                   y también en la fuente.
                   Y fue testigo la ducal fachada
                   y la fría corriente
                   del ardor de mis labios y los tuyos,
                   que, en Pastrana, el amor siempre cupo...

                   Dejando, Zorita y Albalate, a la izquierda,
                   llegamos hasta Yebra.
                   Y en su iglesia de cúpula nervada,
                   su torre restaurada,
                   su pórtico sencillo
                   que se abre a la plaza,
                   rezamos con cariño.
                   A la vuelta,
                   nos acompaña el Tajo en su camino...

Y en Yebra y Pastrana doy fin a este recorrido. Siempre que me despedía de esta última villa, coqueta, recogida en un alto, apiñada, ducal, parecía que me sonreía y me invitaba a volver. Y yo obedecía y volvía. Y entraba en Sacedón y me extasiaba contemplando los Mares de Castilla, salvo la última vez que visité esta villa… Mi recuerdo se hace tristeza.
                            ¡Qué triste es el paisaje!
                            Apenas tienen agua los pantanos.
                            Y llora Sacedón, viendo sus barcos varados
                            porque estos mares que llaman de Castilla
                            como rostros de viejos, cuartados–,
                            este año son solo una orilla…
Tengo muchos otros recuerdos de pueblos y lugares que, con toda seguridad, han embellecido mi vida, pueblos que ocuparon el tiempo de Cela. Mas creo que ya he sido prolijo. Otras villas de mi provincia tienen el mismo derecho que las nombradas para que yo me acuerde de ellas. Otro día será. Sé que Cela se merece mucho más que lo escrito aquí. Pero estas son algunas experiencias que tuvieron estos paisajes y me hicieron algo más humano.  Y espero que no se cumpla en mi relato que a siete años de un suceso, el suceso ya es otro, que diría Cela.

ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro. Profesor de Filosofía y Psicología






                               

1 comentario:

  1. Carlos, espero que sean de interés estas páginas que he escrito. Me gustaría escribir una segunda parte. La sierra de Guadalajara y el Alto Tajo lo merecen. He paseado muchos de los pueblos, me he admirado del paisaje y, sobre todo, me ayudaron a amar mi provincia y su naturaleza. Gracias por permitirme escribir. Tú me inculcaste esta afición –la de escribir–, y solamente siento no haber empezado mucho antes. Respecto a la que me define, ponme Profesor de Filosofía y Psicología. Un abrazo.

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