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60. El caballero y la Buena Muerte

     
  “El caballero y la Buena Muerte” (II)


En su deseo de emular y ser gratos a Dios, los mártires de todos los tiempos predican con el ejemplo y mueren por Cristo del mismo modo que Cristo ha muerto por ellos. El buen cristiano es un émulo de Cristo, dispuesto como está a dejar de lado los señuelos o añagazas del mundo y a sacrificarse por amor a Dios y a su prójimo. A ese respecto, recordemos que los mártires son quienes de manera más clara dan testimonio de su fe, como se desprende de la etimología del término, ya que mártir procede del griego «μάρτυρας» (‘testigo’, ‘el que da testimonio’).

En el santoral, no sólo hay santos mártires: también hay santos confesores. Éstos, a su vez, se dividen en dos grupos: por un lado, están aquellos que apuestan por la vida en soledad, los eremitas, que siguen el modelo de san Pablo el Ermitaño; por otro, están quienes prefieren la vida en comunidad, los cenobitas (monjes o frailes), que siguen el modelo de san Antonio Abad. Ambas fórmulas vitales tienen mucho en común; de hecho, san Pablo y san Antonio fueron amigos y convivieron largo tiempo en el yermo, como nos recuerdan tantos y tantos artistas. (De todos los que podríamos citar, nos basta la tabla en que Velázquez retrata a ambos en el preciso momento en que un cuervo les trae su ración diaria de pan, escena ésta de la que el genial pintor se ocupó entre 1635 y 1638 y podemos ver en el Museo del Prado.)

Ambos patrones de conducta, el del mártir y el del confesor, suponen un sacrificio inmenso. Uno y otro anhelan dejar este mundo, en el que sólo estamos de paso, para encontrarse en la Gloria con el Salvador. La vida terrenal —no lo olvidemos— es un viaje o peregrinación de duración variable; por su parte, el hombre es un caminante o peregrino (homo viator), de acuerdo con una alegoría cristiana especialmente exitosa, que encontramos en el prólogo de Gonzalo de Berceo a sus Milagros de Nuestra Señora y recorre la totalidad del Persiles, el libro póstumo de Cervantes. Berceo lo dice a las claras:

Todos quantos vevimos, que en piedes andamos,
siquiere en presión o en lecho yagamos,
todos somos romeos que camino pasamos,
San Peidro lo diz esto; por él, vos lo provamos.

Son muchos los relatos hagiográficos (vale decir, las vidas de santos) que enfatizan ese deseo por llegar cuanto antes a la meta, esto es, por dejar este mundo para ir al que nos albergará por los siglos de los siglos. Nada cuesta entender esta ansia o afán cuando se ha optado de modo voluntario por la más dura de las existencias, a la manera de los santos emparedados (así la santa niña Áurea u Oria, a la que Berceo dedicó su último poema), como los santos estilitas (así san Simón o san Simeón el Viejo, que pasó su vida subido en una columna) o como tantos otros hombres y mujeres dispuestos a someterse a todo tipo de castigos y mortificaciones con tal de resultar más gratos a Dios.

En paralelo, los moralistas cristianos no sólo consideraban imprescindible el rechazo de los placeres sino el desprecio de la vida terrenal. Este mensaje se oye con especial intensidad en determinados momentos, como en el entorno del IV Concilio de Letrán, al que ya he atendido: con la herejía cátara en su apogeo y con la llegada de las órdenes mendicantes como antídoto. Una obra en particular refleja ese ambiente: el De miseria humanae conditionis (‘Acerca de la miseria de la condición humana’) o De contemptu mundi (‘Acerca del desprecio del mundo’), escrita hacia 1196 por quien acabaría siendo papa con el nombre de Inocencio III. Ese hito de la literatura ascética gozó de un gran éxito a lo largo de toda la Edad Media, como lo demuestran los setecientos manuscritos en que aparece copiado. (La imagen corresponde a uno de los folios de su traducción española en cuaderna vía, conocida como Libro de miseria de omne, que nos ha llegado en un manuscrito único de la Biblioteca Menéndez Pelayo de Santander.)

Para Inocencio III, la vida terrenal no merece la pena: en el caso del hombre todo es hediondez y bajeza. Nada hay que nos ate al mundo, efímero y mendaz, por lo que sólo procede prepararse para la única vida que merece tal nombre.

Nos interesan en especial los doscientos años aproximados que van del Cisma de Aviñón al Concilio de Trento. En el siglo XV, surgen dos figuras fundamentales: el francés Juan Gerson (1363-1429), conciliarista (esto es, defensor de la idea de que, en la Iglesia, la toma de decisión les corresponde a los concilios y no al papa) y autor de varias obras ascéticas sobre la muerte cristiana o Buena Muerte, y el alemán Tomás de Kempis (1380-1471), a quien ya conocemos por su Imitatio Christi, el libro religioso con mayor número de ediciones después de la Biblia. Aunque hoy estamos seguros de que la Imitatio fue escrita por Tomás de Kempis, en el siglo XV también se atribuyó a Juan Gerson. (Como en el incunable de la imagen, impreso en Venecia en 1486.)


El pensamiento de Kempis no se entiende sin contar con la devotio moderna, una especie de regla de los “Hermanos de la vida común”, comunidad de religiosos agustinos que tenían por guía a Geert Groote (1340-1380). Ellos abogaban por un modelo de vida, el del Cristo más humano, y hallaban su máxima satisfacción al contemplar al Cristo dolido de la Cruz, cuya figura invitaba a la meditación y la oración callada o mental. Frente a las fórmulas aportadas por la Escolástica (con su complejo sistema lógico de raigambre neoaristotélica) o frente al Humanismo cristiano (que emparejaba los clásicos y la Biblia, la poesía cristiana de Prudencio, Sedulio y Arátor con la de Virgilio, y la filosofía de Platón con la de los santos doctores de la Iglesia), el programa de los Hermanos de la vida común se hallaba en las antípodas de lo intelectual.
Su ideal consistía en una existencia empapada de ascetismo y humildad, dedicada enteramente a Dios. En su opinión, el libro que hay que recorrer una y otra vez es la Biblia, en particular el Nuevo Testamento, y siempre en pos de un modelo de conducta: el que a todos ofrece Jesús. En consonancia, en ese best-seller de todos los tiempos que es la Imitatio Christi, se pone énfasis en una vida espiritual, interior y enriquecedora, frente a cualquier muestra de religiosidad externa, ostentosa y huera; al mismo tiempo, se invita a prescindir de lo puramente material. Pensado inicialmente para un grupo de monjes contemplativos, el Kempis carga las tintas sobre la oración, la imitación del Redentor y una comunión plena con el Cristo de la Cruz. Esa praxis espiritual supone mayores beneficios que los que puedan proceder del estudio o la lectura.

En el ambiente reformista del siglo XV, las artes plásticas y literarias recuerdan la fugacidad de la vida y la inevitable llegada de una Muerte democrática, de la que nadie escapa. Las imágenes de la Muerte triunfante pueblan toda Europa desde las medianías del siglo XIV; de hecho, la aparición y expansión de tales estampas se han relacionado con la aparición de la peste negra, que por vez primera adquirió dimensiones de pandemia en 1348. En España, abundan en la Corona de Aragón, pero tampoco escasean en el Reino de Castilla, como lo demuestran los rotundos ejemplos de la Catedral de León, la Catedral de Salamanca o la Catedral de Cuenca. Las Danzas de la Muerte o Danzas Macabras, si es que no el Encuentro entre los tres vivos y los tres muertos, se cuelan en un sinfín de libros, a modo de texto, como imagen señera o en series de imágenes. En los libros de horas impresos, estas escenas son el resultado de aplicar tacos o planchas xilográficas en los márgenes; en otros casos, la imagen puede ocupar la totalidad de la página. El motivo acompaña no sólo a tratados religiosos, ni es sólo propio de los libros de rezos sino que nos aguarda en obras muy diversas. (Un buen ejemplo es esta xilografía de la segunda edición del Laberinto de Fortuna glosado por Hernán Núñez [Granada, 1505].)

En los tacos xilográficos con que Holbein decoró algunos libros de horas, todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, laicos y religiosos, rehúyen la invitación a bailar de una Muerte socarrona y mordaz (para el interesado, remito a un formidable banco de datos e imágenes accesible en la siguiente dirección electrónica: http://www.dance-of-death.com/). Lo mismo ocurre en la Danza general de la Muerte española; de hecho, sólo dos de los convocados, un ermitaño y un monje negro o benedictino, muestran el coraje necesario para dejar este mundo. En ese y otros rasgos se revela la naturaleza satírica del tema de las Danzas, como imagen o como texto. Oigamos, por ejemplo, el modo en que el arzobispo, aferrado a los placeres de la vida, rechaza la invitación de la Muerte a bailar, como ya lo han hecho el papa y el emperador, el cardenal y el rey:
Dize el arçobispo:
¡Ay Muerte cruel!, ¿qué te meresçí,
o por qué me lievas tan arrebatado?
Biviendo en deleites nunca te temí;
fiando en la vida finqué engañado.
Si yo bien rigiera mi arzobispado,
de ti non oviera tan fuerte temor,
mas siempre del mundo fui amador.
Bien sé que el infierno tengo aparejado.

Al final, a todos nos espera la Muerte igualadora, democrática y justiciera. En mi librito El Novio de la Muerte (Himno de la Legión): el texto y su sentido (Madrid, 2012), dejo claro que el bellator, miles vir o caballero que cumple con sus votos jamás se arredra ante el peligro. En cualquier cultura y época, el héroe está dispuesto al sacrificio por la comunidad, un ideal de conducta que se compendia en el lema pro patria mori (‘morir por la patria’). En ese magro libro, recuerdo un caso digno de memoria por el sublime poema que de él se ocupa: el del valiente don Rodrigo Manrique, maestre de la Orden de Santiago y padre del genial Jorge Manrique. En las Coplas a la muerte de su padre (1476-1479, el poeta nos recuerda que don Rodrigo jamás titubeó al combatir en la única guerra que por aquel entonces podía llamarse justa: la cruzada interior con la que se pretendía arrebatar sus últimos bastiones a los musulmanes.


ÁNGEL GÓMEZ MORENO
Catedrático de Literatura Española, Universidad Complutense de Madrid.

Revista Almas y cuerpos, Ministerio de la Defensa, nº 127.



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