POR TIERRAS DE COLOMBIA (I)
La moderna Bogota. |
Es
intención del viajero revivir una serie de recuerdos de los viajes que
ha realizado en Colombia. Hablará de sus gentes, ciudades y pueblos – los más
típicos que nunca había contemplado –; paisajes, arte y de aquello que más ha
llamado su atención. En esta primera participación, ha escrito sobre su llegada
a Bogotá y Cali y los sentimientos de los días anteriores al viaje, tan largo e
inesperado, acompañado de quien sería su mujer, que le había contado algunas
experiencias de su infancia en Colombia y que el viajero narra en el siguiente
poema.
(Isabel en su casa, días antes de iniciar el viajero el
viaje a Colombia y en Cocora, valle que produce las palmas más altas del mundo,
llamadas de Quindío. El viajero hablará de él en otra ocasión. Isabel le enseñó su
tierra, en cuyo paisaje ha escrito el dedo de Dios y, por eso, tiene alma y una
sonrisa verde.)
Todo
llega, Nancy – así te llamaban de
pequeña
cuando
vivías en tu tierra–.
Nombre
hebreo, derivado de Ana,
“Dios
se compadece” – la Biblia nos enseña –,
o
“compasión de Dios”, amada.
Esos
son los significados de ese nombre.
Y
a ti te gusta – yo lo sé –,
y
no importa cuál rece en tu carnet.
Todo
llega – te decía –, y nos queda un suspiro,
un
suspiro, mi querida Isabel,
para
que, de nuevo, escuches muchas veces
que
te llaman Nancy en tu entorno familiar,
en
el que te enseñaron a amar.
Y
regresarás a los recuerdos de tu infancia
a
los lugares que te hicieron,
a
los entornos que te dieron
esa
alegría que inunda tu alma cuando de ellos hablas
y
recuerdas aquellos años de inocencia en calma.
Todo
llega porque el tiempo es efímero
y,
con frecuencia, de nosotros se apiada
y
nos trae la dicha que ansiamos y nos sacia el deseo.
Todo
llega, Nancy. Y yo también me alegro,
sobre
todo por ti. Para mí, es mayor la aventura
y
larga la inesperada singladura.
Nunca
he vivido en tu tierra tan querida para ti
ni
jamás lo había pensado. Pero te conocí.
Y
ya ves, Nancy –Isabel–,
apenas
siete días y volverás a ver amanecer
el
sol del Valle del Cauca y de tu Sevilla,
ese
mismo que bronceó tu piel, siendo muy niña;
y
volverás a ver las henchidas nubes tropicales llover.
y
esos soles que dibujan en el cielo al anochecer.
Esas
nubes que, en los días de mayor ilusión,
imaginabas
ver en ellas
las
hermosas muñecas
y
juguetes del ayer
que
el Niño Dios te iba a traer.
Y,
entonces, todo era emoción.
Y
volverás a ser Nancy, Isabel;
pero
no te asustarás del Viruñas
si
no vuelves a casa a las diez.
(Y
te decían, entonces, que era un enemigo malo
que
le gustaba hacer ruidos en los campos
y
mover de sitio cosas en las casas, de la ciudad alejadas,
y
de espesos bosques rodeadas;
y
el Viruñas, frecuentemente,
como
diablo demente,
aparecía
con un perro negro,
con
dientes largos y afilados, rabioso y muy feo,
con
ojos incandescentes como llamas,
y
arrastrando cadenas como un condenado
que
saliera del infierno.
Tú,
como eras niña, te asustabas.
Y
las gentes madrugadoras, que recorrían el campo,
solían
escuchar, en los caminos, un tropel de reses,
que
no era real, sino imaginado;
y
también, a veces,
altisonantes
voces de vaqueros malhumorados.
Y
cuando se arrimaban a un barranco,
para
dar paso al supuesto rebaño,
solo
sentían un violento ventarrón
y
sufrían el natural sentimiento de terror
y
aquel horrible espanto…)
Y
hablarás de todo esto con tus hermanas,
Y
una, artista – yo lo sé –, como ninguna,
dejará
una obra de arte en tus uñas.
Y
reirás con esa alegría que transmites y que te viste el alba.
Y
yo memorizaré tus infantiles hazañas
y
¡quién sabe! Me darás nuevos motivos para escribir.
Y
cuando acabe el viaje, mi amada,
–mi
maleta cargada de recuerdos–,
alejado
de tu tierra, volveré a vivir,
de
nuevo, tu alegre infancia en ellos.
Y
seré muy feliz porque tú lo habrás sido;
y
lo serás aunque, por otro tiempo, abandones el nido,
que
nunca has olvidado
porque
nada es tan amado
como
el cálido hogar de la infancia,
como
los cuidados maternales y abnegados
de
una madre, ejemplo de trabajo y de constancia.
Nada
tan amado como el sacrificio de un padre,
cuyo
sudor ha regado plataneras y cafetales,
recorriendo
en su Willys cada instancia.
Nada
más amado que los juegos, en libertad,
y
esas cómplices travesuras fraternales…
Volverás
a ser Nancy, Isabel,
en
tu Sevilla y Colombia natal.
Y
como en aquellos tiempos que formaron tu ayer
y
te dieron tu forma dulce de hablar y de ser,
volverás,
de nuevo, a soñar…
Versos para Isabel (2015)
Semanas antes de iniciar el viaje, el
viajero vivía un sueño que esperaba hacer realidad desde hacía tiempo. Se había
comprometido, y estaba deseando que sus pensamientos se adueñaran de otro mundo
desconocido hasta ese momento, en el que la gente era feliz, teniendo mucho menos
bienes que posee una gran mayoría de los conciudadanos del viajero; y conservan
un ambiente familiar que él solo conoció siendo niño. De eso hacía muchos años.
Era un viernes. La tarde, muy calurosa, acentuaba el bochorno debido a
la gran humedad del aire y no invitaba a pasear. El mar – que otros días regalaba
su suave brisa –, era la más absoluta quietud. El ambiente, cordial y alegre,
se vestía de azul intenso que duraría todo el fin de semana. Y aquella tarde el
viajero recorría las tiendas con Isabel en busca de regalos. Sin embargo, el
viajero temía no saber vivir sin ella, la mujer que lo había enamorado.
Había pasado tiempo solo; esta
situación le entristecía. Y sabía que la soledad no era buena consejera – o no
lo fue para él; a quien le gusta vivir solo o es un dios o una fiera, había
leído en Aristóteles –. Y desconocía la causa por la que no se había enfrentado
a la melancolía – que dicen es la tristeza del pobre o del poeta –, con más
valentía; y por qué no había aceptado su destino con más fe. Con frecuencia, el
viajero podría haber dicho aquello que escribió el poeta: “En el interior del alma solo siento / ansias infinitas de llorar”.
Su corazón ansiaba – como los criados del rico Epulón, unas migajas de pan–,
una brizna de cariño. Verdaderamente, no era agradable estar solo. Pero la vida
da muchas vueltas, quizás demasiadas. En el pasado había atravesando un silencio
oscuro y, por eso, había muchas cosas en su vida de las que se arrepentía no
haberlas hecho de otra manera. Entonces no estaba seguro de cómo vencer al destino;
y, en la soledad, no podía silenciar ciertos remordimientos que le recordaban
lo que había sido y ya no era.
Y llegó el día. El viaje a Bogotá fue
agradable y tranquilo. El viajero no esperaba soportar el cansancio de esa
larga travesía con la resistencia que lo hizo. Ni tampoco su hija lo creyó. Al
enterarse de su viaje, le comentó: "¡A Colombia! ¿Qué se te ha perdido a
ti allí, papi? Tú no aguantas ese viaje."
Diez horas y media en el avión pueden
agotar a cualquier persona. Sin embargo, de no ser por el ruido que hacía la
imponente mole del Airbus, hubiera podido imaginar el viajero que estaba
sentado en el salón de su casa. Vio tres películas, leyó el periódico. (Por
cierto, plagado de noticias sobre la renuncia del rey Juan Carlos I y la
entronización de Felipe VI. Le llamó la atención una foto de padre e hijo
abrazándose. La emoción era palpable. Podían
verse las lágrimas de ambos, y estas
hablaban silenciosamente. Y, sin embargo, pensó, que era el más noble de
los lenguajes y lo mejor que el humano puede ofrecer, salvo, quizás, su tiempo.
Leyó al periodista Carrascal. Firmaba
un artículo lleno de razones para sostener la monarquía en España; y deseaba
acierto y venturas al nuevo rey. Tendría que lidiar este con un problema sustancial
para la convivencia de España: el separatismo catalán y vasco. Nudo gordiano
que debía desenmarañar el nuevo rey. Pero el viajero – simple testigo de este
hecho histórico trascendente –, sabía la dificultad que esta situación
entrañaba. Ya lo había vislumbrado el filósofo Ortega y Gasset, cuando, en los
albores de la República, confesaba en las Cortes Españolas: "El problema catalán
no tiene solución. Debemos acostumbrarnos a convivir con él". Y setenta y
dos años después, el filósofo seguía teniendo razón; y no sabía el viajero
durante cuantos años más, porque es humano equivocarse e, incluso, tropezar en
la misma piedra muchas veces, teniendo conciencia de ello.
Nancy, en ocasiones, estaba nerviosa.
Tiene fobia al avión. Le sudaban las manos. Pero el viaje fue muy tranquilo,
sin la menor turbulencia. Ella durmió.
El viajero dio varios paseos por los
estrechos y largos pasillos para – como
se dice vulgarmente –, estirar las piernas. Se fijó en los pasajeros. La
mayoría dormía. Es curioso, al menos, ver las expresiones de la gente dormida y
las posturas tan increíbles que toman en los asientos, aprovechando el escaso espacio,
aunque el avión era muy cómodo. Algunos tenían una expresión bastante
tranquila, sin denotar nada que les preocupara; otros –si hubiera tenido el
viajero que compararlos con alguna imagen –, parecían los caprichos de Goya. Le
molestaría que a él le vieran con esas muecas en el rostro. Recordó un texto
que había leído que decía algo así: “El rostro del hombre dormido manifiesta
muchas cosas que esconde cuando está despierto”. Al contemplar a aquellas
personas, pensó que tal vez fuera verdad; pero imposible saber qué ocultos
misterios disimulaban. Se conformó con decirse: el hombre es un enigma tanto dormido como despierto. Ya lo dijo
D’Alambert: “La naturaleza humana es un
misterio impenetrable al hombre mismo cuando solo lo alumbra la luz de la razón”.
Y el viajero cree que llevaba razón.
Eran las tres y media de la tarde
cuando el Airbus aterrizó en el aeropuerto internacional de Bogotá. Como suele
ser frecuente en los viajes aéreos, el vuelo a Cali, último destino del viajero
en avión, se había retrasado. Pero, en esta ocasión, el sino quiso ser un
necesario benefactor. De haber salido puntual, hubieran perdido el vuelo, con
el trastorno que esto les hubiera ocasionado y la preocupación de la familia de
Nancy.
El viajero ha sobrevolado, en otras
ocasiones, la ciudad de Bogotá muy iluminada, cuyas calles y carreras trazaban
gruesas líneas que la cuadriculaban, haciendo de ella un precioso puzle,
extenso como un mar. Bogotá no ha querido crecer hacia la altura, sino en
extensión. Pero, cuando el viajero visitó la capital, donde los más de siete
millones de habitantes hacen del tráfico una actividad insufrible – siendo una
bella ciudad con un centro colonial extraordinario –, pudo quejarme con Byron:
“Para mí las altas montañas guardan una sensación íntima, y el rumor de las
ciudades, por el contrario, es mi tortura”. En Colombia, el viajero estaba
completamente de acuerdo con el alemán. El
viajero gozó, sobre todo, de la maravilla de los paisajes de Colombia, sus profundos
valles, sus altas montañas, sus nevados de altura no imaginada en España; y sus
ríos de plata, de colores, bravíos y tranquilos, como relatará el viajero en
próximos artículos.
La moderna Bogotá
Pero, aunque la nueva hora de salida
era las seis de la tarde, el avión despegó
de la pista, rumbo a Cali, a las siete. En el mostrador de la puerta 84 se
había formado una larga cola de personas que esperaban la salida del vuelo. Una
y otra vez, la voz de la azafata repetía: "– Si alguno de los pasajeros quiere ceder su plaza a otros que
necesitan llegar antes a Cali, la Compañía Avianca le regala doscientos mil
pesos o un trayecto gratis de seis mil millas". Una decena se acercó al
mostrador. "La crisis
económica"– pensó el viajero.
Valle de Cauca. |
El vuelo a Cali fue rápido y
tranquilo; y, aunque la voz del comandante anunciara que habría turbulencias, el
viaje fue muy cómodo. Sin embargo, Nancy cambiaba de color, cerraba los ojos y sus manos sudaban, presa de la
fobia que tiene a volar, ante cualquier ruido
o débil movimiento. El viajero no sabe por qué, pero los viajes
nocturnos generalmente son más tranquilos. La noche oculta los miedos y las
fobias. Pero también sintió no poder seguir el curso del río Cauca desde el
cielo (cosa que haría otros días), de enormes meandros y aguas de lodo.
Contemplarlas infunde miedo al viajero, como las del Magdalena, en Tolima.
Otros ríos son cálidos y limpios y, algunos, parecen mares; y el Siete Caños,
se viste de colores antes nunca contemplado por el viajero en una corriente de
agua.
Valle de Cauca. |
En Cali, en la salida de llegadas
nacionales, un grupo de personas se amontonaban ante las puertas de grandes
cristaleras. Nancy esperaba encontrar a su hermano Duberley, pero estaba en la
puerta de llegadas internacionales. Ni el viajero ni Nancy tenían cobertura en
el móvil. El viajero comprobó que hay
gente buena que se las ingeniaba para ganar unos pesos honradamente.
–¿Necesitan llamar por teléfono? –
preguntó un señor a Nancy que observaba atentamente la calle.
– Ahora – contestó Nancy– que miraba a
un lado y a otro buscando con la vista a su hermano, incluso alejándose de
donde estaban las maletas que cuidaba el
viajero.
Pero cuando hubo necesidad de llamar,
había desaparecido el señor que vendía minutos para hablar desde su móvil, algo
que el viajero jamás había visto en ninguna ciudad o aeropuerto en los que
había estado. Se extrañó.
– Venden minutos de su móvil por cien
pesos (un euro puede valer, al cambio, más de tres mil pesos), el minuto – dijo
Nancy.
– ¿Sí?– preguntó, con incredulidad el
viajero.
La vida volvió a su móvil y pudo
llamar a Duberley, un hombre joven, "moreno de verde luna" – que
diría Lorca –, de conversación fácil, acento cálido y deje colombiano; y
defensor de que su sobrino Bryan no lo perdiera. Duberley comentó al viajero
que se lo había imaginado más serio; pero que, al hablar personalmente, no era
cierta esa primera impresión. Duberley y Alberto, su amigo, colocaron el
voluminoso equipaje en la camioneta. Alberto lo aseguró con una cuerda.
La Ermita (Calí). Un bello neogótico. |
Sobre lo que le dijo Duberley, pensó
el viajero lo equivocados que están
quienes se dejan llevar de la primera impresión. ¡Cuántas veces el
viajero, en las clases, había hablado con los alumnos de este tema! Es preciso
conocer antes de juzgar. Porque la
opinión sobre otras personas, en muchas ocasiones, se basa más en el
sentimiento que en el conocimiento. Y, como pensaba el filósofo Feuerbach: “La
mediocridad pesa siempre rectamente, pero la balanza es falsa”.
Sin embargo, conociendo después a
Duberley, nada de lo dicho anteriormente era aplicable a él. Es un buen hombre, conocido por toda Sevilla,
la Sevilla colombiana, donde hay más motos que casas que, en más de un noventa
por ciento, miran las calles por ventanas, puertas y escaparates de tiendas y
negocios. Duberley es, probablemente, el mejor mecánico de Sevilla. Solía
decir: “– Yo soy rico: tengo salud, trabajo y una familia extraordinaria”.
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
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