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DISTINGUIDO
CON ACCÉSIT
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
CONVOCADO
POR “AMAS”
(Agencia
Madrileña de Atención Social)
EN LA APACIBLE SERENIDAD DEL OTOÑO
Nunca supe su nombre. Tampoco se lo pregunté. Y lo más probable es que, de haberlo hecho, no hubiera obtenido respuesta. Tropecé con ella en el Centro de Mayores, tras el concierto que, a instancias de la Dirección, un grupo de amigos de la música acabábamos de ofrecer aquella tarde a los residentes. Permanecía inmóvil, anclada en su silla de ruedas, al abrigo de la amplia galería que seguramente aparecería soleada la mayor parte del día, pero que a la caída de la tarde se envolvía en sombras que apagaban los colores y hacían que el aire cargado de nostalgia invitara al sosiego y la reflexión. Sentí que algo en mi interior me invitaba a detenerme. Busqué acomodo en uno de los bancos de madera que de trecho en trecho, apoyados en la pared y orientados hacia las cristaleras, salpicaban la galería, y me dediqué a observar, a escasos metros de distancia, a aquella mujer.
Se
trataba de una dama de avanzada edad, seguramente octogenaria. Su
prestancia y serena dignidad, evidenciaban el equilibrio y la
aprendida elegancia que proporciona la esmerada educación. Vestía
larga falda negra, blusa camisera de seda blanca, oscura rebeca gris,
zapatos cerrados de tacón bajo, y defendía sus hombros con una leve
toquilla beige de punto que, imagino, algún día ella misma se
entretuvo en tejer. Su espalda, algo encorvada por el peso de los
años, parecía esforzarse por mantenerse erguida, como lo intentaba
también su delgado cuello, en otro tiempo esbelto, elevando la
barbilla hasta dejarla casi paralela al suelo de la estancia. El
cabello, limpio y ceniciento, se recogía en un trabajado moño, casi
perfecto. Los brazos, acomodados en ángulo recto sobre los apoyos
laterales, remataban en delicadas manos de dedos sarmentosos,
deformados en parte a consecuencia de la artrosis. En su perfil
aguileño, recortado sobre la general penumbra, destacaban la afilada
nariz y unos labios delgados, huidizos, paralizados en un rictus de
sonrisa apenas insinuada. Las arrugas de su rostro y los surcos de su
frente no eran tantos ni tan pronunciados como cabría esperar en
alguien de su edad. Y de los ojos, quietos, pequeños y hundidos en
sus cuencas, partía una mirada tranquila, que se perdía, distante,
entre la fronda de los árboles que asomaban sus copas tras el
ventanal.
¿Qué
escondía tan serena inmovilidad? -pensé. ¿Qué pensamientos
albergaría el cerebro de aquella anciana? ¿Qué imágenes pugnarían
por mantenerse vivas en su cansada imaginación? Muy posiblemente ya
no estuviesen presentes en su recuerdo experiencias inmediatas, como
las vividas en las últimas horas, aquella misma tarde, y a su mente
acudieran de manera recurrente antiguas vivencias especialmente
gratas: los juegos de la infancia, el primer beso adolescente, las
inocentes carantoñas y arrumacos del noviazgo, la torpe y sentida
declaración de amor, la alegre experiencia de la boda, la
confirmación del embarazo, el nacimiento de los hijos, las caricias
dedicadas a los nietos… Recuerdos alegres, delatados en los ligeros
movimientos, casi imperceptibles, que asomaban de cuando en cuando a
la comisura de sus labios. Los malos momentos vividos habrían sido
relegados al olvido: los desaires de la amiga desagradecida, la
tristeza nacida del despecho, el desamor o la traición; los agobios
económicos, la angustia ante el indicio de una presumible
infidelidad, las situaciones de zozobra en la crianza de los hijos,
el posterior desapego de estos, la preocupante ansiedad ante la
aparición de los primeros olvidos, la sensación de impotencia, las
horas de dolor y soledad consumidas en el hospital, la creciente e
inevitable dependencia… Experiencias todas ellas dolorosas, que
felizmente habrían ido desapareciendo de su memoria, sepultadas por
el velo que se habría ocupado de extender un primitivo y saludable
instinto de autoprotección.
En
el tiempo que permanecí sentado en aquel banco, a escasos metros de
donde ella se encontraba, cruzaron por delante de nosotros varios
residentes y algún que otro cuidador. Apenas acusé su presencia,
absorto como estaba en mi observación. Fueron solo unos minutos,
pero especialmente intensos, suficientes para suscitar en mí una
profunda reflexión y despertar mi espíritu, que desde hacía tiempo
parecía dormitar. El ruido exterior, el ajetreo de las diarias
ocupaciones, habían acallado en mí la conciencia sobre la verdadera
dimensión de la condición humana y la percepción de su ineludible
fragilidad.
Fue
entonces cuando, desde el fondo de la galería, apareció, recortada
al contraluz del sol que poco a poco se ocultaba, la silueta de
alguien que, con paso lento e inseguro, se encaminaba hacia nosotros.
A medida que se aproximaba, se revelaba la imagen con mayor claridad.
Se trataba de un hombre que se movía con evidentes limitaciones pero
con manifiesta decisión. Cubría su avanzada calvicie con una boina
negra. Sus ropas, tan limpias como gastadas, resultaban excesivamente
amplias y evidenciaban el desarrollo de la paulatina e inexorable
decrepitud. Sostenido en su bastón, se esforzaba en caminar. Su
clara determinación suplía con esfuerzo la debilidad de las piernas
fatigadas. A medida que se aproximaba, pude reconocer en él la
imagen de un venerable anciano. Su serenidad, su pulcritud, su gesto
afable y relajado… infundían verdadero respeto. Todo en él
invitaba a la confianza. Puede que sus músculos estuvieran doloridos
o que su espíritu sufriera la zozobra e inseguridad que acompañan
la inevitable decadencia, pero nada de ello se evidenciaba al
exterior. ¿Amor propio? ¿orgullo? ¿reciedumbre de carácter?
¿resistencia a la resignación? Factores todos ellos que estarían,
sin duda, sirviendo de ayuda; pero lo que tuve la fortuna de
presenciar poco más tarde me confirmó dónde cobraban renovado
aliento sus gastadas energías, cuál era en realidad su verdadera
motivación.
No
más de un minuto –que a él se le debió de hacer interminable- le
llevó alcanzar la silla de ruedas donde esperaba, ajena a cuanto la
rodeaba e inconsciente de su soledad, la que seguramente desde hacía
tiempo, puede que durante toda una vida, había sido y continuaba
siendo su compañera. Al llegar donde ella se encontraba, colgó con
cuidado el bastón en el respaldo de la silla. En ese momento advertí
que mi presencia no le había pasado desapercibida: volvió la
cabeza y me dedicó una mirada cortés que entendí cargada de
agradecimiento a quien, en el tiempo en que se había visto obligado
a ausentarse, había de algún modo aliviado con su presencia la
amarga sensación de abandono.
Tuve
entonces el privilegio de presenciar un gesto conmovedor que
gratificó sobradamente el tiempo y atención que les había
dedicado: el anciano se inclinó hacia su compañera; colocó con
suma delicadeza los dedos de su mano derecha en la barbilla de la
anciana, al tiempo que con su mano izquierda le tomaba en suave
caricia la nuca descubierta; le musitó al oído unas palabras que
desde la distancia en que me encontraba no fui capaz de percibir, y
estampó en su frente un sentido beso cargado de ternura, respeto y
complicidad. Entonces mi curiosidad se tornó en admiración y
entendí cuán acertado resultaría traducir el fugaz mensaje
susurrado al oído de la dama, con las palabras que, en uno de mis
poemas, el enamorado dedica a su amada en encendida declaración:
"Es
quien quiero la niña de mis ojos;
si
alguna vez los ojos me pidiera,
seguro
estoy de que, loco de amor, yo se los diera.”
Se
situó luego tras la silla, levantó el calzo de los frenos, atenazó
con sus huesudos dedos las manillas y, tras girar sobre sí mismo,
empujó con sus menguadas fuerzas hacia el extremo del corredor. A
medida que avanzaban, la imagen de ambos se fue desvaneciendo,
fundida en la oscuridad de la sala que, al fondo de la galería, daba
acceso a las dependencias de los residentes.
Yo
permanecí aún algunos minutos en aquel lugar, con la mirada hundida
en las últimas luces del atardecer, mientras degustaba en mi
interior el sabor agridulce de una experiencia única, sorprendente y
vivificadora, que difícilmente podré llegar a olvidar.
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