POR
RUTAS DE COLOMBIA
La
ciudad de Tunja
(Carlos
Urdiales me sugirió que siguiera escribiendo de Colombia.
Encantado
acepto la sugerencia y continuaré la serie que había dado por
concluida).
Comenzará
el viajero estas nuevas rutas por la ciudad de Tunja y, en concreto,
escribirá de un convento: Santa Clara la Real. Ha escrito doce
poemas en liras sobre lugares y monumentos de esta ciudad que le
llamaron la atención y de los que versarán estas primeras rutas.
Pero, al contrario que hizo Juan de Castellanos –El
Homero español, del que
hablará–, escribirá en prosa –lo mejor que sepa y pueda–,
aquello que en sus versos recordó y vivió.
Juan de Castellanos |
Tunja es la capital del Departamento de Boyacá, situada a unos ciento treinta kilómetros de Bogotá, y es la capital situada a mayor altura del país (su altitud media es 2.822 metros sobre el nivel del mar); en un tiempo, fue fortín de emigrantes castellanos, extremeños y andaluces. Pero el viajero dejará para otro momento su larga historia y se centrará en lo que ha vivido en un tiempo muy reciente. Sin embargo, aunque pensaba el viajero no escribir en estos momentos de Juan de Castellanos, satisfará la curiosidad de aquellos que no hayan oído hablar de él; y lo hará brevemente.
Juan
de Castellanos nació en Alanís (Sevilla) y, siendo casi un niño,
después de cursar algunos estudios, como latín, gramática,
preceptiva, poesía..., que hizo bajo la tutela del bachiller
Miguel Heredia, marchó a la Indias. Fue descubridor, explorador,
militar, buscador de perlas, vendedor de esclavos, padre de una niña,
llamada Jerónima, fundador de la ciudad de Valledupar... (Hoy, esta
ciudad recuerda la arquitectura andaluza como algunas otras).
Lope Aguirre |
Juan
de Castellanos salvó su vida de milagro ante aquel malvado español
Lope de Aguirre y sus marañones, que habitaban en las orillas del
río Marañón, el Amazonas de hoy día. Este descubridor español
mataba a quien se opusiera a sus planes, que no eran otros que
independizarse de la corona de España en tiempos de Felipe II. Entre
otros apelativos, tenía el de El
Loco. Cuando le mataron, se
burlaba de los balazos, diciendo si le habían hecho daño o no
cuando las balas le herían. Quizás –como hizo Lope de Vega (le
hacía gracia al viajero, siendo estudiante de bachillerato, que una
Historia de la Literatura terminara la breve biografía de Lope con
esta frase: “Al final de su vida, se ordenó”) –, Juan de
Castellanos, cansado de la vida que llevaba, también se ordenó de
sacerdote y llegó a ser beneficiado
de la catedral de Tunja por una real provisión del rey Felipe II. O
quizás se debiera a la destrucción de la Nueva
Cádiz, una ciudad cercana a
la isla
Margarita, que prosperó gracias a las perlas. Al acabarse estas, la
ciudad vivió una pobreza desconocida hasta entonces. Corría el año
1541 cuando llegó Juan de Castellanos a la ciudad. Un terremoto
redujo la ciudad a escombros. Esta maldición, que él creía, pudo
influir en su decisión. Dios le premió con una larga vida. Vivió
85 años. Había nacido el 9 de marzo de 1522 y murió el 27 de
noviembre de 1607.
Se
preguntará el lector por qué se le llama el Homero
americano.
Fue Menéndez Pidal quien le dio este apelativo –cree el viajero
que justamente
ganado–, pues escribió una historia de varones ilustres de la
conquista y de lugares de la América de aquellos tiempos en una de
las composiciones más largas en lengua castellana: más de ciento
cincuenta mil versos endecasílabos, en octavas reales, y algunos
sueltos. Antes había escrito la historia en prosa que,
posteriormente, rimó.
La
ciudad de Tunja le premió erigiéndole un busto en la plaza (el
viajero escribirá de ella en la próxima colaboración), frente a la
catedral. Se conserva la casa donde vivió (hoy la sede de la
Academia de la Historia), y se le estima entre los historiadores
colombianos.
Detalle de la iglesia del convento de Santa Clara la Real. Arco toral apuntado |
Tunja
es un museo de arte colonial, “donde los dioses tienen su morada”
y es fácil que allí florezca el amor como abundaron los héroes en
épocas pasadas. El viajero escribió en una de sus poemas esta lira:
Tunja es ciudad helena / y allí
los dioses tienen su morada; / la vida se serena / y la paz anhelada
/ encuentra el alma bienaventurada. Y
eso es lo que el viajero sintió. Tiene un cielo limpio y claro y
todo parece sonreír. Y el viajero creyó que se encontraba en
España. (Esto le ocurrió frecuentemente al viajero porque muchas de
las ciudades y pueblos colombianos tienen la impronta de lo español).
Tunja es ciudad de frailes, de héroes, de poetas, de paisajes que
han pintado la pureza del color. Y Tunja es arte en el centro
histórico de la ciudad.
Sor Francisca |
Son
muchos los lugares de los que el viajero puede escribir (y escribirá)
y muchos los parajes que despertaron sus sentimientos en Tunja. Y,
como ama la poesía, recordará hoy brevemente Santa
Clara la Real, el primer
convento
fundado en Nueva Granada
(la actual Colombia) y a
Sor Francisca. Y el lector comprenderá el porqué. En el convento
fue monja y priora Sor Francisca Josefa del Castillo y Guevara, hija
del licenciado
don
Francisco Ventura y Toledo, español de origen toledano, nacido en
villa
de Escavilles. Sor Francisca es la primera escritora mística de
Nueva Granada y
una de las poetas reconocidas en Colombia en estos momentos. Se dice
que las monjas no la estimaban mucho ni como monja, ni como priora.
Ella encontró consuelo en la oración, en la contemplación de
cuadros de aquellos primeros pintores americanos (que tuvieron los
mejores maestros españoles; el convento
de las clarisas de Bogotá tiene una gran muestra de ellos y también
su convento), y en la poesía. Suyos son estos versos: “El
habla delicada / del amante que estimo / miel y leche destila /entre
rosas y lirios. / Su meliflua palabra / corta como rocío / y con
ella florece /el corazón marchito...” (Afecto 45, titulado
Deliquios del Divino Amor en el
corazón de la criatura, y en las agonías del huerto).
Entrada al Convento de Santa Clara la Real |
Y
el viajero leyó sus versos como había leído a Fray Luis o a San
Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y lo hizo con emoción. Y agradeció
a la vida, al destino y a Dios, el haber conocido gran parte de lo
que escribe de la mejor manera posible de saber de algo: viviéndolo.
También en Sor Francisca había penetrado esa llama de la mística.
Recluida en su celda, olvidaba; y solo contemplaba el sagrario y el
cuadro de San Agustín, de Gregorio Vásquez y Ceballos, y el jardín.
Lo hacía a través de una celosía y una pequeña ventana que tenía
su humilde celda que aún se conserva en el convento.
Exaltación
de Sor Francisca
|
Santa Clara la Real es iglesia y convento, que conserva en su portada las señas de un bello estilo renacentista, labrada con gran perfección en piedra. Puede contemplarse también el escudo del rey Felipe II que él mismo envió, labrado en piedra con perfecta destreza. Su torre parece defender la ciudad. Su interior embelesa, emociona y entusiasma. Y esto último lo recuerda el viajero. A quien lo contempla todo con fe es como si Dios entrara en él (este es el verdadero significado de entusiasmo: de ‘en’ y ‘theós’). Y en el convento vivió Sor Francisca, de sangre española, que sufrió el maldecir de sus monjas: Y vivió en el convento / Sor Francisca –su alma atormentada–, / y fue su sufrimiento / –de Cristo enamorada–, / mística poesía destilada –escribió el viajero. Y no olvidó aquello que leyó de las clarisas que no veían con buenos ojos a Sor Francisca, la priora: Y las monjas tentadas / con lésbicos y nocturnos sueños, / a lo impuro llevadas, /muestran adustos ceños /con Francisca que vive otros ensueños–dejó escrito el viajero. Todos los ensueños los plasmó Sor Francisca en su poesía y, en ella, encontró fuerza; y en Dios: sus dos amores. Dios y la poesía fueron la suave brisa / de esta monja clarisa.
Exterior del convento de Santa Clara la Real
En
ese marco incomparable, ella vive humilde y pobremente. Y –como
ha dicho el viajero–,
su triste mente solo deseaba contemplar el sagrario por la celosía y
el jardín, a través de una pequeña ventana: Dios y la naturaleza.
Su pensamiento al fin /
encontró en los versos un gusto afín. Con
ella había nacido la mística en Nueva
Granada.
Y
fue su convento el primero fundado en esta tierra.
Ella fue también su mecenas.
Pero nada le importaba ante su poesía. Todo el resto era para ella
fruslerías mundanas. Ni sus arcos de medio punto, ni sus ocho
galerías, ni sus columnas dórico-toscanas, ni la hermosura de la
iglesia y capillas, ni venganzas, ni penas... Solo contempla el
cuadro de San Agustín a quien quiere imitar, traído desde Bogotá.
Y lo hace cuando las monjas duermen. Ora
ante aquel santo, / desde la celosía que ella admira. / Y, en
momentos de espanto / y de miedosa ira, / la calma el divino Orfeo
con su lira…– imaginó el
viajero.
El
convento es una de las joyas de Tunja. Fueron sus fundadores el
matrimonio formado por don
Francisco Salguero y doña
Juana Macías de Figueroa, iniciándose su construcción en 1571.
Resaltan
en la iglesia y sus capillas los altares muy bien tallados y los
cuadros de pintores como Gregorio Vásquez y los Figueroa.
La
iglesia tiene una planta, sencilla, con una sola nave, testero y arco
toral apuntado. Sobre el fondo rojo destaca una bella combinación de
octógonos y rombos de madera dorada que enmarcan las típicas
mazorcas y cruces.
Al
viajero le llama la atención el arco toral que adornan vegetales,
hojas radialmente dispuestas y las pilastras decoradas con guirnaldas
y el águila bicéfala del escudo de la ciudad de Tunja, aunque más
bien parece una garza, al haber sido realizada de forma estilizada.
En el techo un sol –elemento que tanto llamara la atención de los
aborígenes–, y una bella ornamentación mudéjar.
El
viajero, ante lo que contemplan sus ojos, no puede olvidar otro
convento, también de clarisas, construido en la ciudad de Bogotá y
el de San Francisco, de la misma ciudad. Y se siente orgulloso de que
todos lleven la impronta de los españoles. No será fácil para el
viajero olvidar esos recuerdos. Se siente bendecido por el destino
que le permitió contemplar tales maravillas. Y no entiende que haya
una Leyenda Negra, en
ocasiones auspiciada por los mismos españoles, que solo resalta los
aspectos negativos de la historia de España. Bien decía un
escritor: Quien no ha salido de su país –algunos de los que
escriben tampoco lo conocen y se atreven a hablar mal de él–, solo
han escrito una página en el libro de su vida...Y añade el viajero:
y muy mal escrita.
El
viajero ha contemplado cuadros de Gregorio Vásquez Ceballos (o de
Arce), el pintor del San
Agustín que contemplaba Sor
Francisca. Era sin duda el mejor pintor de la época colonial en
Colombia, representante del barroco hispano-americano, siendo sus
cuadros de tema religiosos: cristos,
vírgenes, santos y escenas del Nuevo Testamento. Su Virgen
Orante es de una delicadeza
conmovedora. Su pintura también ora como lo hace la mística de Sor
Francisca.
Autorretrato
y pinturas d Gregorio Vázquez Ceballos, entre ellas “La Virgen
orante”
Había
nacido el pintor en Santa Fe (Bogotá) el 9 de mayo de 1638. (Hoy que
esto escribe el viajero se cumple el 380 aniversario de su
nacimiento). Estudió con los jesuitas y con los dominicos. Y asistió
al taller de pintura
de los Figueroa, del que fue expulsado por envidia de su maestro.
Tuvo un hijo al que llamó Bartolomé Luis. Murió a los 73 años en
Bogotá.
Era
Gregorio de origen sevillano. No tuvo suerte en el final de su vida.
Por turbios asuntos (participación en el rapto de María Teresa de
Orgaz, amante del oidor de la audiencia, recluida en el convento de
Santa Clara), fue acusado y murió pobre y loco. Pudo salvarse si
hubiera permanecido en el convento de franciscanos de Monguí, donde
le acogieron y él pintaba frenéticamente grandes cuadros. Pero los
frailes le convencieron para que fuera a Bogotá y pidiera perdón.
Partió hacia la hoy capital de Colombia en un burro y vestido de
fraile. No consiguió el perdón, pero dejó una gran maestría en
sus obras, que el viajero admiró y admira, y fama que, hoy día,
perdura en Colombia, además de numerosas obras. Gregorio Vásquez
llevó a Nueva Granada un
trocito del alma sevillana y de la pintura barroca.
Y
como dijo al viajero Carlos Urdiales que no se dejara llevar por el
entusiasmo y redujera la extensión de sus colaboraciones –aunque
le guste comunicar aquello que él ha vivido y, frecuentemente, le
cuesta no escribir todo lo que quisiera–,
le obedecerá. El maestro casi siempre tiene razón. Escribirá el
viajero, en lo sucesivo, de un solo lugar o monumento porque lo que
él no diga, lo dirán mejor las fotos.
ANTONIO
MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
Iglesia
de Santa Clara la Real. En ella pueden contemplarse cuadros de
Gregorio Vásquez
|
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