"VIAJE
A LA ALCARRIA”
DE
CAMILO JOSÉ CELA
“Un vagabundo vocacional”.
Así califica a
Cela uno de sus principales biógrafos, García Marquina: “un
hombre inquieto que ha recorrido todo el mundo acumulando
experiencias y difundiendo su literatura”. A “necesidad de huida”
atribuye el crítico el frecuente peregrinaje de don Camilo,
“profundamente curioso y degustador de todo lo que se le ofreciera
y tuviese olor, color y sabor, hombre lleno de curiosidades y
saberes, no solo literarios sino humanos e incluso marginales”.
Gustaba Cela de encontrarse
con la gente del pueblo, y era más amigo del trato sencillo y
campechano que del encorsetamiento académico o la engolada
grandilocuencia. “Estaba más confortado entre los vividores que
entre los académicos –comenta G. Marquina- y más a gusto cantando
jotas obscenas que ante un cuarteto de cámara”. De ahí la
frescura y espontaneidad que impregnan las páginas de sus cuadernos
de viajes, hasta una docena de obras que rezuman sencillez,
ingenuidad y naturalidad, tanto en la descripción de personas y
lugares como en las reflexiones y diálogos. Cabría decir que don
Camilo se sentía ciudadano del mundo.
En la
introducción a “Viaje
a la Alcarria”
escribió Camilo José Cela: “El escritor, aun el que más
sedentario pudiera parecer, es siempre un irredento vagabundo: ese es
su mayor timbre de gloria y libertad". Y más adelante: "el
camino se hizo para ser caminado, no para ir a lado alguno sino por
el mero y angélico placer de caminar"; los caminos proporcionan
–comentará
también-"la
caricia de la paz".
Cualquier
obra literaria representa la suma de las experiencias vitales de su
autor. Cela gusta de describir lo que ve y hace uso de la ironía, el
humor, el sarcasmo, la escatología incluso, para hacer una crítica,
ácida a veces, de la sociedad. Cela
gusta de
"ir
al grano"
y
pintarlo todo con la mayor sencillez, uniendo a la realidad la
imprevisión propia del vagabundo. "Declaro
que me apasiona el campo de España –comenta-, declaro también que
hago lo posible por demostrarlo”.
Cela
considera el Viaje
a la Alcarria
su “primer libro de vagabundaje por el campo español". “La
Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”,
comentaba en su primer viaje, afirmación que en el segundo él mismo
se encargaría de desmentir. En esta obra, que el propio autor
califica no de novela, sino más bien de ‘geografía’, la
descripción de paisajes, tipos y costumbres está sembrada de
comparaciones, aforismos y reflexiones sobre la condición humana.
El
viajero parte de Madrid y extiende sus experiencias a las provincias
de Guadalajara y Cuenca, recorriendo localidades como Alcalá,
Taracena, Torija, Brihuega, Cifuentes, Gárgoles, Trillo, Durón,
Casasana, Córcoles, Sacedón, Tendilla, Pastrana o Zorita de los
Canes. No es Torija precisamente una de las localidades que ocupen
más tiempo a don Camilo en su viaje; pero sí, probablemente, la
localidad que mejor respuesta ha sabido darle, dedicando a “Viaje a
la Alcarria”, en la torre del homenaje de su castillo, un museo
monográfico, donde se ofrece una espléndida colección de
recuerdos, objetos personales del autor, ediciones de la obra, mapas,
fotografías, muestras artesanales… que ilustran al viajero y
contextualizan de la mejor manera posible esta obra celiana.
La
necesaria brevedad no nos permite una reseña, por sucinta que esta
fuera, de lugares, personas, reflexiones… recogidas en la obra. Nos
limitaremos a algunas consideraciones de carácter general.
En su
primer viaje, el joven Camilo, con la mochila al hombro y la
cantimplora a la cintura, camina tranquilamente, con la necesaria
pausa y, aunque pudiera parecer lo contrario, con el viaje
organizado, aunque con el deseo, propio del espíritu aventurero, de
verse sorprendido. Gusta de conversar con los niños y no pierde
cualquier oportunidad que para ello se presente. Conversa
amigablemente con todo tipo de personas, sin importarle su condición:
el carretero o el humilde agricultor, el algo más acomodado
posadero, o curas, médicos y ediles, las ‘fuerzas vivas’ de cada
población.
Lleva
alerta los cinco sentidos, atento al zumbido de la abeja, el olor del
heno, el frescor de la fuente, el sabor de la hortaliza recién
cortada, los ladridos del perro, el silbido de la lechuza o al canto
del grillo. Y permanece particularmente atento al gesto elocuente, el
dicho inteligente o el sabio proverbio que encierra la sabiduría
popular. Tradición, sencillez, veracidad, valores que considera
inestimables: “El pueblo de Castilla –afirma- es institucional y
sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los
ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de
llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan y al vino, vino”. Y
en esta obra, como en la generalidad de su bibliografía, Cela no
tiene el menor reparo en censurar los vicios y errores de la sociedad
en que se mueve.
Si el
“Viaje a la Alcarria” de 1946 fue ‘de morral y alpargata’, el
que cuatro décadas más tarde decidirá reemprender don Camilo, con
parecido itinerario, resulta bien distinto. Aparte de alguna cuestión
formal, como el hecho de que en este segundo periplo resulte difícil
reconocer a los interlocutores, existen otras cuestiones de fondo. El
paso del tiempo cambia a las personas y modifica las circunstancias.
Aquel treintañero “joven, alto y delgado”, en 1985 es ya casi
septuagenario. El entonces escritor novel, tiene ahora claro
reconocimiento internacional. Tampoco el físico acompaña: “Sigo
con la misma estatura de entonces –confiesa-, pero engordé más de
la cuenta, cuarenta kilos largos, y estoy fondón y más torpe de
movimientos de lo que quisiera y fuera menester”. Cela quiere
repetir aquel viaje que tanto rédito le supuso, como persona y como
escritor. Y patrocinadores no le han de faltar. Ya no caminará a pie
por caminos y trujales, sino en un espléndido Rolls, que él
califica no de lujo sino de beneficiosa comodidad.
Era
lógico suponer que el cambio experimentado habría de resultar
evidente. Cambio en lo que el escritor observa, y cambio en su
relación como viajero. Esta vez no inicia su viaje en el anonimato,
sino desde un hotel con el vestíbulo repleto de periodistas. Si en
la primera narración introdujo versos, propios o ajenos, como
recurso para amenizar el relato, ahora se hará acompañar de
juglares que actuarán donde y cuando le apetezca. La frugalidad de
aquel viaje se torna en copiosos ágapes a los que en ningún caso
está dispuesto a renunciar. Y si entonces le resultó difícil
contar con la aquiescencia de los alcaldes, estos no dudan ahora en
recibirle con la mayor consideración.
La
sociedad ha cambiado. La Azuqueca de los años cuarenta, pongamos por
caso, ha pasado de tener algo menos de mil a más de diez mil
habitantes. El pueblo se ha tornado en ciudad, y ha perdido gran
parte de su encanto. Muchos de aquellos con quienes conversó han
pasado a mejor vida. Muchos de los lugares que recorrió, cuentan con
alguna calle, placa o monumento que evocan el recuerdo de su paso,
como la azulejería que en Torija conmemora su estancia en la posada.
El
cambio presenta aspectos positivos: los ascensores son ahora también
descensores; las fondas, aunque menos pintorescas, resultan más
funcionales e higiénicas; pueblos antes “miserables”, como el
Olivar, están manifiestamente mejorados
… Pero
hay aspectos que, lejos de representar una mejora, suponen claro
deterioro: en Gualda, pongamos por caso, el reloj de la iglesia está
roto y el reloj del ayuntamiento también; la gente escapa de la
tierra y eso es malo para los pueblos que viven de lo que da la
tierra;
antes, todos se quedaban a trabajarla, ahora prefieren la ciudad; la
gente pasa demasiadas horas frente al televisor, lo que hace que cada
vez más parezcan cortados por el mismo patrón; decrece el espíritu
aventurero, y menudean los veraneantes aburridos. La descripción de
la naturaleza se acompaña de la crítica al paulatino incremento de
la basura. Y se critica la falsa cultura moderna: “Para mí que la
raza se va enfriando con tanta coca-cola, tanta vacuna y tanta
monserga”.
Concluiremos
este comentario, con una curiosa observación. Llama la atención el
uso de apodos, que Cela recoge y que considera representativos de la
persona o de la sociedad. A los de Azuqueca les llaman ‘cluecos’,
porque acostaron a una gallina clueca con doce huevos y no lograron,
a pesar de los esfuerzos, conseguir los trece que pretendían; los de
Casasana son ‘cuclilleros’, porque duermen en cuclillas para
madrugar y salir temprano a trabajar el campo (aunque eso era antes
–comentará en el segundo viaje-, porque ahora duermen en colchón
flex); a los horchanos también les llaman ‘cabezudos’, quizá
por cabezotas; a
los aloceños les llaman esculaos., pues para subir y bajar por estos
reventaderos no conviene que a uno le pese demasiado el culo; a los
de Alcocer los llaman "acelgueros",
por ser famosas las acelgas y las espinacas de sus huertas; a los de
Auñón, “tierra de poetas”, les llaman ahumados y son tenidos
por muy valerosos y cabales.
Tampoco
podían faltar los apodos a las personas, siempre presentes en
cualquier pueblo que se precie: Félix Marco Laína, popular
personaje que controla el ir y venir de las gentes, es apodado “El
Rata”. El Merdá, tipo feo donde los haya, tiene pulgas, una pata
de palo mal sujetada, una cicatriz que le cruza la frente y una nube
en un ojo…
Sirvan
estos ejemplos como muestra del desenfado y naturalidad con que Cela,
enemigo de cualquier tipo de eufemismos, aborda la descripción de
personas, usos y costumbres.
ÁNGEL
HERNÁNDEZ EXPÓSITO
Maestro.
Doctor en Ciencias de la Educación y estudioso de Cela
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