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73 Viaje a la Alcarria



                   
            "VIAJE A LA ALCARRIA”

                    DE CAMILO JOSÉ CELA


Un vagabundo vocacional”. Así califica a Cela uno de sus principales biógrafos, García Marquina: “un hombre inquieto que ha recorrido todo el mundo acumulando experiencias y difundiendo su literatura”. A “necesidad de huida” atribuye el crítico el frecuente peregrinaje de don Camilo, “profundamente curioso y degustador de todo lo que se le ofreciera y tuviese olor, color y sabor, hombre lleno de curiosidades y saberes, no solo literarios sino humanos e incluso marginales”.


Gustaba Cela de encontrarse con la gente del pueblo, y era más amigo del trato sencillo y campechano que del encorsetamiento académico o la engolada grandilocuencia. “Estaba más confortado entre los vividores que entre los académicos –comenta G. Marquina- y más a gusto cantando jotas obscenas que ante un cuarteto de cámara”. De ahí la frescura y espontaneidad que impregnan las páginas de sus cuadernos de viajes, hasta una docena de obras que rezuman sencillez, ingenuidad y naturalidad, tanto en la descripción de personas y lugares como en las reflexiones y diálogos. Cabría decir que don Camilo se sentía ciudadano del mundo.

En la introducción a “Viaje a la Alcarria” escribió Camilo José Cela: “El escritor, aun el que más sedentario pudiera parecer, es siempre un irredento vagabundo: ese es su mayor timbre de gloria y libertad". Y más adelante: "el camino se hizo para ser caminado, no para ir a lado alguno sino por el mero y angélico placer de caminar"; los caminos proporcionan –comentará también-"la caricia de la paz".

Cualquier obra literaria representa la suma de las experiencias vitales de su autor. Cela gusta de describir lo que ve y hace uso de la ironía, el humor, el sarcasmo, la escatología incluso, para hacer una crítica, ácida a veces, de la sociedad. Cela gusta de "ir al grano" y pintarlo todo con la mayor sencillez, uniendo a la realidad la imprevisión propia del vagabundo. "Declaro que me apasiona el campo de España –comenta-, declaro también que hago lo posible por demostrarlo”.

Cela considera el Viaje a la Alcarria su “primer libro de vagabundaje por el campo español". “La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”, comentaba en su primer viaje, afirmación que en el segundo él mismo se encargaría de desmentir. En esta obra, que el propio autor califica no de novela, sino más bien de ‘geografía’, la descripción de paisajes, tipos y costumbres está sembrada de comparaciones, aforismos y reflexiones sobre la condición humana.
El viajero parte de Madrid y extiende sus experiencias a las provincias de Guadalajara y Cuenca, recorriendo localidades como Alcalá, Taracena, Torija, Brihuega, Cifuentes, Gárgoles, Trillo, Durón, Casasana, Córcoles, Sacedón, Tendilla, Pastrana o Zorita de los Canes. No es Torija precisamente una de las localidades que ocupen más tiempo a don Camilo en su viaje; pero sí, probablemente, la localidad que mejor respuesta ha sabido darle, dedicando a “Viaje a la Alcarria”, en la torre del homenaje de su castillo, un museo monográfico, donde se ofrece una espléndida colección de recuerdos, objetos personales del autor, ediciones de la obra, mapas, fotografías, muestras artesanales… que ilustran al viajero y contextualizan de la mejor manera posible esta obra celiana.

La necesaria brevedad no nos permite una reseña, por sucinta que esta fuera, de lugares, personas, reflexiones… recogidas en la obra. Nos limitaremos a algunas consideraciones de carácter general.

En su primer viaje, el joven Camilo, con la mochila al hombro y la cantimplora a la cintura, camina tranquilamente, con la necesaria pausa y, aunque pudiera parecer lo contrario, con el viaje organizado, aunque con el deseo, propio del espíritu aventurero, de verse sorprendido. Gusta de conversar con los niños y no pierde cualquier oportunidad que para ello se presente. Conversa amigablemente con todo tipo de personas, sin importarle su condición: el carretero o el humilde agricultor, el algo más acomodado posadero, o curas, médicos y ediles, las ‘fuerzas vivas’ de cada población.

Lleva alerta los cinco sentidos, atento al zumbido de la abeja, el olor del heno, el frescor de la fuente, el sabor de la hortaliza recién cortada, los ladridos del perro, el silbido de la lechuza o al canto del grillo. Y permanece particularmente atento al gesto elocuente, el dicho inteligente o el sabio proverbio que encierra la sabiduría popular. Tradición, sencillez, veracidad, valores que considera inestimables: “El pueblo de Castilla –afirma- es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan y al vino, vino”. Y en esta obra, como en la generalidad de su bibliografía, Cela no tiene el menor reparo en censurar los vicios y errores de la sociedad en que se mueve.
Si el “Viaje a la Alcarria” de 1946 fue ‘de morral y alpargata’, el que cuatro décadas más tarde decidirá reemprender don Camilo, con parecido itinerario, resulta bien distinto. Aparte de alguna cuestión formal, como el hecho de que en este segundo periplo resulte difícil reconocer a los interlocutores, existen otras cuestiones de fondo. El paso del tiempo cambia a las personas y modifica las circunstancias. Aquel treintañero “joven, alto y delgado”, en 1985 es ya casi septuagenario. El entonces escritor novel, tiene ahora claro reconocimiento internacional. Tampoco el físico acompaña: “Sigo con la misma estatura de entonces –confiesa-, pero engordé más de la cuenta, cuarenta kilos largos, y estoy fondón y más torpe de movimientos de lo que quisiera y fuera menester”. Cela quiere repetir aquel viaje que tanto rédito le supuso, como persona y como escritor. Y patrocinadores no le han de faltar. Ya no caminará a pie por caminos y trujales, sino en un espléndido Rolls, que él califica no de lujo sino de beneficiosa comodidad.
Era lógico suponer que el cambio experimentado habría de resultar evidente. Cambio en lo que el escritor observa, y cambio en su relación como viajero. Esta vez no inicia su viaje en el anonimato, sino desde un hotel con el vestíbulo repleto de periodistas. Si en la primera narración introdujo versos, propios o ajenos, como recurso para amenizar el relato, ahora se hará acompañar de juglares que actuarán donde y cuando le apetezca. La frugalidad de aquel viaje se torna en copiosos ágapes a los que en ningún caso está dispuesto a renunciar. Y si entonces le resultó difícil contar con la aquiescencia de los alcaldes, estos no dudan ahora en recibirle con la mayor consideración.
La sociedad ha cambiado. La Azuqueca de los años cuarenta, pongamos por caso, ha pasado de tener algo menos de mil a más de diez mil habitantes. El pueblo se ha tornado en ciudad, y ha perdido gran parte de su encanto. Muchos de aquellos con quienes conversó han pasado a mejor vida. Muchos de los lugares que recorrió, cuentan con alguna calle, placa o monumento que evocan el recuerdo de su paso, como la azulejería que en Torija conmemora su estancia en la posada.
El cambio presenta aspectos positivos: los ascensores son ahora también descensores; las fondas, aunque menos pintorescas, resultan más funcionales e  higiénicas; pueblos antes “miserables”, como el Olivar, están manifiestamente mejorados
Pero hay aspectos que, lejos de representar una mejora, suponen claro deterioro: en Gualda, pongamos por caso, el reloj de la iglesia está roto y el reloj del ayuntamiento también; la gente escapa de la tierra y eso es malo para los pueblos que viven de lo que da la tierra; antes, todos se quedaban a trabajarla, ahora prefieren la ciudad; la gente pasa demasiadas horas frente al televisor, lo que hace que cada vez más parezcan cortados por el mismo patrón; decrece el espíritu aventurero, y menudean los veraneantes aburridos. La descripción de la naturaleza se acompaña de la crítica al paulatino incremento de la basura. Y se critica la falsa cultura moderna: “Para mí que la raza se va enfriando con tanta coca-cola, tanta vacuna y tanta monserga”.
Concluiremos este comentario, con una curiosa observación. Llama la atención el uso de apodos, que Cela recoge y que considera representativos de la persona o de la sociedad. A los de Azuqueca les llaman ‘cluecos’, porque acostaron a una gallina clueca con doce huevos y no lograron, a pesar de los esfuerzos, conseguir los trece que pretendían; los de Casasana son ‘cuclilleros’, porque duermen en cuclillas para madrugar y salir temprano a trabajar el campo (aunque eso era antes –comentará en el segundo viaje-, porque ahora duermen en colchón flex); a los horchanos también les llaman ‘cabezudos’, quizá por cabezotas; a los aloceños les llaman esculaos., pues para subir y bajar por estos reventaderos no conviene que a uno le pese demasiado el culo; a los de Alcocer los llaman "acelgueros", por ser famosas las acelgas y las espinacas de sus huertas; a los de Auñón, “tierra de poetas”, les llaman ahumados y son tenidos por muy valerosos y cabales.

Tampoco podían faltar los apodos a las personas, siempre presentes en cualquier pueblo que se precie: Félix Marco Laína, popular personaje que controla el ir y venir de las gentes, es apodado “El Rata”. El Merdá, tipo feo donde los haya, tiene pulgas, una pata de palo mal sujetada, una cicatriz que le cruza la frente y una nube en un ojo…

Sirvan estos ejemplos como muestra del desenfado y naturalidad con que Cela, enemigo de cualquier tipo de eufemismos, aborda la descripción de personas, usos y costumbres.

ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
Maestro. Doctor en Ciencias de la Educación y estudioso de Cela

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