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75 Cosas de A. Montero


Si singulares somos todos nosotros, Antonio es particularmente singular.
Perdonádselo. No le hagáis caso o hacedle el caso que os parezca.
Lo suyo es hablar y hablar, escribir y escribir, incansable.
Yo solo os digo, primero, que uno no tiene mérito en llegar a nonagenario.
Y, segundo(os lo he dicho muchas veces), la grandeza no está en nosotros,
sino en la hermosa y gran Causa a la que venimos intentando servir:
el Reino, España, el magisterio, la lengua, el estilo. CUR.


A TI Y A TODOS LOS QUE ESTUVISTEIS...  

Jamás se pagan los servicios hechos al justo precio,
ni al debido tiempo (J. SETANTI)

Noventa años solo se cumplen una vez. Dirán que esto es una obviedad. Pero no todos tienen el premio de llegar a esa edad en plenitud de facultades. 

Nunca es demasiado el agradecimiento. Hay hombres grandes, no solo de cuerpo, de alma, también. Aquellos, para quienes lo espiritual es más poderoso que cualquier fuerza material o premio perecedero; y que piensan que son las ideas las que mueven el mundo.

Asistí al homenaje de Carlos Urdiales en su nonagésimo cumpleaños. Es un hombre grande de cuerpo y de alma. Merece el elogio de Shakespeare que, referido a los hombres dijo: “Algunos nacen grandes, otros ejecutan grandes cosas…” Grande es y grandes cosas hizo –quizás sin ser consciente de ello–, porque los maestros que bebieron en La Salle, son –por convicción–, humildes. Y por eso, quise y quiero ser agradecido haciendo público ese beneficio que recibí de Carlos y de otros maestros; y, si alguna vez lo olvido, no olvidaré a la persona benefactora. 

Cuando comenté a Carlos, que iba a escribir unas líneas de su cumpleaños, celebrado en Madrid el 30 de octubre, me dijo que algunos iban a pensar que ya estaba bien de homenajes. No, Carlos. Dichoso tú que puedes recibirlos con noventa años, y tienes a tantas personas que te agradecen el haberte conocido y haber recibido tus enseñanzas. No se trata de un homenaje. No soy un alumno que quiera enseñar al maestro. Pero el agradecimiento de este radica en aceptar con sencillez –como tú lo haces–, lo bueno que de él se dice. Y no quiero que, en ti, se cumplan las palabras que dejó escritas Plauto, en Poenulus: “Si haces algún bien, la gratitud suele ser ligera como la pluma…” Y nuestro Quevedo decía: “Pocas veces quien recibe lo que no merece, agradece lo que recibe”. Y, ¿cómo olvidar al Duque de Rivas? “Porque el ser agradecido / la obligación mayor es / para el hombre bien nacido”. A todos me uno. Quiero ser agradecido. Y quiero pensar –y desear–, a cuantos compañeros fueron profesores hayan recibido el homenaje que, con toda seguridad, merecieron.

Hubo alguna persona que asistió, por primera vez, a un encuentro como el que tuvimos en Madrid, de hombres y mujeres que hemos vivido tanto como para tener memoria. Se extrañó de vernos tan unidos, tan amigos, recordando a un profesor, después de tantos años. A algunos, como a Artacho, a Carlos Alda y quizás a alguno más, no los veía desde que se fueron de Griñón. A Tomás de la Fuente, desde nuestro paso por el Colegio de la Salle, de Melilla. ¡Tiempos felices, aquellos! 

Ya no son aquellos niños, adolescentes o jóvenes –yo, tampoco–, que corrían –corríamos–, por La Atalaya, vendimiábamos, trabajábamos en la huerta, íbamos al Guadarrama, jugábamos, rezábamos, estudiábamos; engañábamos al hermano enfermero, frotando el termómetro para simular que teníamos fiebre cuando –cansados de tanto madrugar–, queríamos dormir algo más. Era la época de la gripe que nosotros exagerábamos. El dormitorio, sobre las diez de la mañana, se convertía en el campo de batalla de las “Guerras Pánicas”, que llamábamos – que no Púnicas–, porque las balas eran pedazos de pan duro. Y tras horas –si no venía antes el Hermano Director y nos mandaba a clase–, se firmaba, con un apretón de manos entre los dos inventores del juego (uno, recuerdo, era Eutimio Vitón), La Paz de Tras-tabique. Los firmantes de la paz se colocaban uno a cada lado del pequeño tabique que separaba las hileras de las camas (creo, dos a cada lado). Y uno decía, con la seriedad del buen Hermano Bartolomé: –Toda falta cometida en el dormitorio reviste caracteres de singular gravedad. Mientras los demás lanzábamos al aire las almohadas, con gritos de júbilo. (Cuando me aprendí el reglamento, singular gravedad no lo entendía, pero no pregunté el significado. Y ¡quién puede ser humano y no recordar con nostalgia esos tiempos!



Ya ves, Carlos. Siempre que me encuentro con compañeros, recuerdo alguna anécdota. La vida no deja de ser un conjunto de anécdotas que escribimos con la tinta de la alegría o del dolor. Y yo –y espero que todos los que lean esto–, he escrito más con la primera. Tengo la suerte de tener compañeros de La Salle que son mis amigos. Decía Voltaire: “Cambiad de placeres, pero no cambéis de amigos”. Y, aunque no esté de acuerdo con muchas de las cosas que escribió el francés, he cumplido este precepto. 

Pero en el restaurante, durante la comida y los postres, intentaba recordar alguna anécdota vivida con los compañeros presentes cuando éramos niños o adolescentes. Desgraciadamente, ninguno era de los que tenían más trato conmigo. Eran solo nombres que recordaba haberlos oído. Mis compañeros de alegrías y de fatigas eran: Juan Antonio Clemente Paniagua, Sabino Olalla, que tenía un pie de gigante, o eso nos parecía; Martín Delgado Mariscal, Estrada, Gervasio (q.e.p.d.), Lisardo, Segismundo Pecharromán, Rina, Tobías (q.e.p.d.), Vicente González Pérez, Aragón, Diego Coca (q.e.p.d.) Navarro, Arrobas. Mendicuti, Santiago Josa… que los recuerdo desde la infancia. Ángel Hernández se examinó conmigo –o yo con él, que no nos vamos a enfadar por eso–, de Reválida de Magisterio. Hasta ahí llegó nuestra andadura de Griñón.



Algunos teníamos como himno, que cantábamos cuando salíamos de las matemáticas o del latín: “Que tras estos apuros otros tiempos vendrán”. De los que estaban presentes recordaba –pasados unos años–, las actuaciones de Gregorio Díez en el teatro que eran dignas de actores consagrados, como Bódalo; las peleas –siempre sin llegar a nada serio–, de Fermín con Telesforo en el fútbol –una patada con aquellas botas de militar era una marca que duraba tiempo y lo “mono” que estábamos con aquellos monos de gimnasia, de los que algunos se avergonzaban–; los versos de Apuleyo en el estanque, y como algunos se reían de la “la brisa verde”. Recuerdo a Gonzalo –que caminaba muy deprisa en las galerías– siempre muy sonriente. Poca cosa. Ellos eran los veteranos y nosotros, pobres reclutas. 
Espero que algunos compañeros más se animen y asistan al próximo Encuentro de Primavera.

Este escrito, Carlos, no es un homenaje. Es un recuerdo de agradecimiento a ti y a todos los que estuvieron presentes en tu cumpleaños. Estoy lejos de Madrid y de los lugares donde viven tantos compañeros. Es otra de las lejanías que tiene el alma. Pero eso no significa que les olvide. Griñón nos hizo, más que amigos, hermanos.


ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología

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