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75 ¡Dios, Dios, Dios!



                           
                       

¡DIOS, DIOS, DIOS! (III)

Sin duda que los salmos dicen más de lo que parecen decir cuando afirman que “todo cuanto existe alaba al Señor”.
En el sanctus de la misa cantamos que “llenos están Cielo y Tierra de tu gloria”.







No se trata de un mero deseo del salmista ni de la aspiración del fiel que canta el sanctus.

Es la constatación de que cuanto existe marcha hacia su Creador, su centro de gravedad. Un misterioso impulso divino mantiene todo en su ser de criatura pensada por Dios y firme en su presencia, como las montañas; impulso recitador de salmos de agua y sal en el caso de las olas del mar, y anuncio de la infinita esencia y existencia de Dios en la cascada de estrellas que en silencioso estruendo marchan a velocidades de vértigo por espacios que se miden por años, siglos y milenios de milenios de años luz…
Miramos al cielo, nos fijamos en la tierra: todo guarda sobre la superficie de su piel el calor de las yemas de los dedos de Dios. Todo es una participación de su gloria. Si no se ve así, no es porque no desprenda ese calor. Está presente. Es cuestión de descubrirlo. Es el misterio lo que le da su estructura metálica, que hace de columna vertebral de su entidad. De la ameba al dinosaurio, del niño por nacer al Aristóteles hecho y derecho, del escolar que pregunta al maestro que le enseña a volar, del masón al caballero cristiano.

¡Dios!, ¡Dios!, ¡Dios! 

CARLOS URDIALES RECIO
Maestro. Ciencias religiosas. Univ. Lateranensis

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