EL
ÁRBOL
Clase
de redacción. Hemos llevado a nuestros alumnos a observar y luego a
describir un árbol o los árboles. Los han visto en cuatro momentos:
la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Nos ha satisfecho
lo que, ya iniciados, escribieron. Por ejemplo, en invierno les
pareció que alzaban sus brazos sarmentosos, sin hojas, increpando al
cielo desde su mondada desnudez. En el otoño los han visto inclinar
sus copas grávidas de frutos en muda adoración…
Terminada
la clase de redacción, a su final u otro día a la hora del amanecer
de la jornada escolar, damos un paso más hacia el árbol y los
bosques de arboles. Hacia la totalidad de su ser de árboles.
Disparamos
nuestra reflexión de la mañana al corazón mismo del
misterio del árbol.
Hemos apuntado a su misma diana.
Desde
la prehistoria el árbol es misterioso. Así, alguien entre los
hindúes se detiene ante el prodigio de la higuera silenciosa y ve en
ella el signo claro de la fecundidad, pronto muchos perciben esa
misteriosa fuerza presente en la higuera; las regiones escandinavas
alcanzan a ver que el roble sostiene el mundo con sus raíces; en el
culto del griego Atis, el pino es la inmortalidad… Con frecuencia y
por doquier se le da culto al árbol, en la prehistoria y ya en la
historia, símbolo también de la rueda de la vida e imagen del
misterioso crecimiento del hombre… El árbol es para los hombres un
heraldo del Misterio. Él es misterioso, fuerte y depositario espejo
de los inefables misterios del cosmos.
En
el Paraíso había un árbol de la vida, Antiguo Testamento. En el
Nuevo Testamento, el árbol de la vida es el árbol de la cruz. Como
tal habríamos de verlo, no dos meros palos rectangulares de los que
pende el Hijo de Dios.
El
árbol de la cruz de Cristo sí que es un misterio. Magno. Misterio
del tamaño de Dios.
Ante
este árbol doblamos la rodilla o de rodillas pegamos nuestra frente
al suelo. Y decimos: ¡Gracias, Señor!
CUR
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