¡DIOS,
DIOS, DIOS! VII
Este
grito nuestro fue antes, clavado en la cruz sobre el monte Calvario,
un supremo clamor tuyo, a punto ya de expirar tras una pasión de
tortura más allá de todo lo imaginable: Eloí,
Eloí, lemá sabaktani.
Cuando
estudiábamos en clase la novela cumbre de Unamuno, sabes el desgarro
que nos originaba el párroco de Valverde de Lucerna, el pueblo de
San Manuel Bueno Mártir, cuando en Semana Santa le veíamos ahogado
por una profunda angustia religiosa. Aún me parece seguir oyendo
aquel grito de San Manuel Bueno, cuando lo recuerdo. Jamás oí un
alarido más hondo y más de animal herido.
Tarde
entendí que Tú, con tu Eloí Eloí, ni gritabas desgarrado,
ni menos te quejabas a Dios Padre de que te hubiera abandonado. Se lo
había oído en clase a Spadafora, pero no caí en la cuenta. Hablaba
Spadafora de que estabas recitando el mesiánico salmo 22, el que
tenía adelantados mil detalles de tu pasión santa: la burla de tus
enemigos, el sorteo de tu túnica, el que no te quebrarían los
huesos…
El
recitado de este salmo desde el madero de tu cruz, en verdad era una
súplica y una acción de gracias. No expresabas una desesperación
sino la confianza propia de un fiel judío que cree que Yahvé es su
Dios, el Hijo que tiene derecho a esperar de su Yahvé,
según la promesa de la Alianza, la salvación prometida a Israel. Le
estás diciendo a Dios Padre (a tu Abba, Padrito del alma), desde tu
profundo dolor “Tú eres el Dios de mi salvación”. Pensabas en
nosotros.
Contigo,
y queriendo darle el sentido que le dabas en la cruz, que nunca se
nos alcanzará del todo, seguimos nosotros diciendo:
¡Eloí,
Eloí, Eloí, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
CUR
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Envíanos tus comentarios