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79 ¡Dios, Dios,Dios!



               
¡DIOS, DIOS, DIOS! VII
 


Este grito nuestro fue antes, clavado en la cruz sobre el monte Calvario, un supremo clamor tuyo, a punto ya de expirar tras una pasión de tortura más allá de todo lo imaginable: Eloí, Eloí, lemá sabaktani.
Cuando estudiábamos en clase la novela cumbre de Unamuno, sabes el desgarro que nos originaba el párroco de Valverde de Lucerna, el pueblo de San Manuel Bueno Mártir, cuando en Semana Santa le veíamos ahogado por una profunda angustia religiosa. Aún me parece seguir oyendo aquel grito de San Manuel Bueno, cuando lo recuerdo. Jamás oí un alarido más hondo y más de animal herido.
Tarde entendí que Tú, con tu Eloí Eloí, ni gritabas desgarrado, ni menos te quejabas a Dios Padre de que te hubiera abandonado. Se lo había oído en clase a Spadafora, pero no caí en la cuenta. Hablaba Spadafora de que estabas recitando el mesiánico salmo 22, el que tenía adelantados mil detalles de tu pasión santa: la burla de tus enemigos, el sorteo de tu túnica, el que no te quebrarían los huesos…
El recitado de este salmo desde el madero de tu cruz, en verdad era una súplica y una acción de gracias. No expresabas una desesperación sino la confianza propia de un fiel judío que cree que Yahvé es su Dios, el Hijo que tiene derecho a esperar de su Yahvé, según la promesa de la Alianza, la salvación prometida a Israel. Le estás diciendo a Dios Padre (a tu Abba, Padrito del alma), desde tu profundo dolor “Tú eres el Dios de mi salvación”. Pensabas en nosotros.
Contigo, y queriendo darle el sentido que le dabas en la cruz, que nunca se nos alcanzará del todo, seguimos nosotros diciendo:
 
                 ¡Eloí, Eloí, Eloí, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
CUR


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