ERMITAS
Dentro del mundo cristiano difícilmente se encontrará jovencita que en su preadolescencia no haya soñado con ser monja como Santa Teresa o misionera como miles de heroicas mujeres en África.
Entre
los cristianos adultos tampoco es infrecuente el caso de quien ha
imaginado su vida transcurrida en paz y devoción al cuidado de una
ermita, como ermitaño de la Virgen o de un santo en olor de
multitud, lejos de poblado, en la soledad del campo. Un tenue deseo o
una santa admiración y envidia del solitario ermitaño, hijo del
desierto de la Tebaida o émulo de la vida de San Antonio Abad,
(Antonio de Egipto, siglo IV, “padre del desierto”), del
legionario San Pacomio, de Santa María Egipcíaca, del gran Casiano…
La
ermita fue y sigue siendo un lugar sagrado, un santuario. Un espacio
de majestuoso respeto. Un surtidor de vida en pleno campo de labor,
escondido entre las breñas de la selva o cerca del cielo en lo alto
de una sierra. Durante siglos uno se podía acoger en ella a sagrado
y era de alguna forma intocable porque le cubría con su techo sacro
un recinto religioso, propiedad de Dios, de la Cruz de Cristo, de la
Gloriosa Madre de Jesús o de alguno de sus Santos.
No
hay ermita que no sea un manantial más o menos borbolleante de
milagros, algunos recientes. Son la debilidad del Cielo. En ellas
parece que tiene su despacho de casos perdidos y de urgencias que
apremian la Gloriosa o el Santo que allí puso una mansión de
urgencia y
consentida. En el descampado o en el rincón perdido en que se
encuentra la ermita, no parece sino que el Cielo oye mejor los
anhelos que se susurran o los desgarros del alma que se rinde ante lo
sagrado.
Penetremos
en la que nos sea más familiar. Dentro de su recinto de piedra o
ladrillo pisamos un suelo santo y adivinamos otra ermita que no
vemos, razón de ser de la primera. La mantienen en pie nuestros
antepasados. Si algún día rodara por los suelos el edificio
material en el que estamos, permanecería en pie el otro más sutil
de anhelos humanos, más aéreo y a la vez más luminoso y sólido.
Sobrecoge el alma pensar en las rodillas dobladas en adoración sobre
estas losas frías, en las oraciones musitadas por antepasados
nuestros, en los suspiros allí exhalados que sólo Dios escuchó,
los anhelos profundos, las quejas de animal herido, las peticiones
urgentes al Santo Patrono... Hombres y mujeres, con nuestros mismos
apellidos, niños, adultos y ancianos durante siglos han ido
desfilando por el silencio de aquel recinto. Nosotros somos los
últimos.
¡Benditos
lugares sagrados en los que se toca el Cielo!
CUR
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