Buscar este blog

83 Leyenda mex-colombiana



       







          


              EL HOMBRE QUE VENDIÓ SU ALMA AL DIABLO


     
La noche siguiente, El Sombrerón dio la bienvenida a los asistentes, y quiso, esta vez, que todo lo que ocurriera en el escenario fuera una sorpresa. No anunció las leyendas que serían narradas. Entre otras cosas, porque ni él mismo lo sabía. Así pues, a las doce en punto, todo estaba preparado. El escenario se iluminó. Representaba un bar. Cerca del proscenio, había colocada una mesa con dos vasos y una botella de ron. Sentados a la mesa, estaban dos espíritus vivientes. Uno de ellos era el de don Vicente Beltrán, El hombre que vendió su alma al Diablo, vestido muy pobremente, con barba de varios días y su cabello parecía no haber sido lavado en mucho tiempo. Su camisa sucia y sus pantalones remendados. Medía más de dos metros de altura, era de complexión fuerte y gruesa, y no temía a nadie. Era de piel muy blanca. El otro, un desconocido hasta ese momento, dispuesto a escuchar a don Vicente.

Una voz, en off, dice:
Esta es la leyenda, en una de sus versiones, de El hombre que vendió su alma al Diablo. Porque, queriendo salir de la miseria en que vivía con su familia, invocó y retó a Lucifer, vendiéndole su alma si le hacía rico para que su familia no pasara más hambre. El encuentro con Lucifer tuvo lugar en un monte, entre el Rancho Cabrera y San Miguel de Allende, ciudad mejicana; pero la leyenda tiene su versión colombiana, con matices, y conservando el fondo y finalidad de la misma. Será el protagonista quien la narre, ayudado por el desconocido.

                                         
               Amecameca (ciudad de Méjico, lugar de la leyenda

(En ese momento las notas del violín inundaron el ambiente. El intérprete hacía llorar y, también reír, a este instrumento como nadie lo había hecho).

No se extrañen –continuó la voz en off–, es música de Paganini, y ninguna más apropiada para esta ocasión. También él, o su madre –dice la leyenda–, vendió el alma al Diablo para que llegara a ser el mejor violinista.
Pero escuchemos la primera narración de esta noche. Su protagonista la narra. Y un hombre colombiano le escuchará atentamente, como, espero, todos ustedes.

(Dialogan un abuelo y el hombre que vendió el alma al diablo).
VICENTE: –Cometí una gran traición.
Quise tener mis potreros
y mis campos ganaderos,
mas me cegó la ambición.
ABUELO: –Dígame, pues, el motivo
de esta, tan amarga queja,
que tiene su alma perpleja
y su corazón cautivo.
VICENTE –Quise ser gran hacendado,
el mayor de la región,
y olvidé mi religión,
cometiendo un gran pecado.
He sido el mayor malvado
que en el mundo haya existido;
por el demonio inducido,
de mi Dios he renegado.
ABUELO: –Beba, señor, beba un trago
y dígame ya la ofensa,
que algo podré en su defensa
aportar en este estrago.
Que si fue grande su error
y, por él, está apenado
y de dolor ha llorado,
le perdonará el Amor.
VICENTE: –Para mí, perdón alguno
encontrar podré en la vida
que es tan profunda la herida
como ningún mar, ninguno.
ABUELO: –Cuénteme, pues, se lo pido.
No desconfíe, señor,
que es divino el defensor,
más que su ofensa haya sido.
(Voz en off) Ante tanta insistencia y, animado por el ron que había bebido, se animó el espíritu viviente de don Vicente a narrar su historia que se convirtió en leyenda.

VICENTE: –Pasados los treinta años,
siendo un pobre campesino,
tan duro era mi destino
y tantos mis desengaños,
y estando desesperado,
viendo a mi bella Agustina
que nada me recrimina,
pero su cuerpo cansado,
y mis seis hijos hambrientos,
el uno recién nacido,
que llora, del hambre, herido,
convulsos mis sentimientos,
tomé una resolución.
ABUELO: –Grave debió ser, mi amigo,
que, ni siquiera conmigo,
piensa que tenga perdón.
VICENTE: –Grave lo fue, y más que grave.
Y más que altura mi cuerpo,
que solo yaciendo muerto,
habrá alguien que me agrave.
ABUELO: –Que lo jure no hace falta,
que es corpulento el verraco.
(dice, dirigiéndose a los asistentes)
VICENTE: –¿Decía algo? No me aplaco.
ABUELO: –No. Es de estatura muy alta.
VICENTE: –Sigo, pues, con mi relato.
Salí entonces de aquel rancho,
monté en mi caballo, y pancho,
hablar con el Diablo trato.

(Dice dirigiéndose a los espectadores, sonriendo).

ABUELO: Es verdad. A nadie teme.
O es un gran insensato.
VICENTE: –¿Algo le resulta grato?
ABUELO: –Es usted un gualiqueme.
VICENTE: –Me rebaja. Soy más fuerte
que ese árbol colombiano.
ABUELO: –Y yo no lo duda, hermano.
Es difícil contenerte.
VICENTE: –Sigo, pues; y no interrumpa.
Llegué a lo alto de un cerro,
pidiendo audiencia, a gritos,
con Luzbel, sin que este irrumpa,
como esperaba, al momento.

ABUELO:(dice a los asistentes).
No me extraña que haya pocos,
a no ser que sean locos,
que osen con este elemento,
a puñetazos luchar.
VICENTE: –Pero, ¿qué masculla tanto?
Debería de ser llanto,
de sus ojos, mi pesar.
ABUELO: –Perdón, amigo, prosiga.
Pero uno no oye a menudo,
(y me ha dejado usted mudo),
invocar al Diablo… Siga.

VICENTE: –Lo invoqué por la miseria.
Y apareció bien vestido,

en negro alazán subido,
y no con cara muy seria.
Retumban sus carcajadas,
cascos y abotonadura,
siendo noche tan oscura,
desprenden las llamaradas
de ese tan temido Averno.
Vino vestido de charro,
elegante, con cigarro,
con el olor del infierno.
Le rodean muchas brujas,
que a azufre huele su aliento.
Mareado yo me siento
con el olor y granujas
mujerzuelas que son feas,
malolientes, con escobas,
de color de las caobas,
que, del infierno, eran reas.
Pero ni el Diablo me asusta
y le solté a bocajarro
a aquel presumido charro:
“–Quiero que la vida justa
conmigo y familia, sea.
Si me das tanta riqueza,
para gastar con largueza,
como es esta bruja, fea,
te vendo, Diablo, mi alma.

  

(Entra el Diablo y dice con voz estridente)

DIABLO: –Sea, pues, cuanto me pide.
Pero el trato no lo olvide.
Viva con riqueza y calma.
(La voz en off dice:)

Y Vicente Beltrán, regresó a su humilde casa en su caballo Relámpago. El Diablo prohibió a las brujas que molestaran a Vicente durante los trece años que durara el pacto. Al llegar, se encontró con la pobreza de siempre. Su esposa estaba echada en la cama con los seis hijos. El pequeño lloraba como siempre.
Vicente llegó mareado por el olor a azufre. Y, en seguida, la casa se llenó de ese mismo olor. Él solo pensaba en acostarse. Pero se fijó en las sacas que llevaba para vender los frutos en el mercado, con las que jugaba una de sus hijas. Estaban todas llenas de monedas de oro. Era rico, infinitamente, rico. Jamás podría gastar toda aquella riqueza. Y se olvidó de lo que había sido hasta ese día. Porque Vicente sabía quién era, un pobre de solemnidad; y conocía también aquello que le faltaba. Compró muchas fincas, empleó a cientos de trabajadores, a quienes pagaba sueldos de miseria como habían hecho con él cuando era pobre.
El tiempo trascurría. Se cumplían los trece años. Tenía que cumplir la promesa que tenía pendiente con el Diablo. Unos minutos antes de cumplirse las doce, llegó al cerro donde le esperaba Luzbel.

(Entran el Diablo y Vicente en el escenario)
Creí que ya no venía, Vicente.
Yo cumplo mis promesas, Diablo. Pero antes de llevarla a cabo, le reto a competir en una carrera con los caballos. ¿Acepta o tiene miedo?
¿Miedo yo? ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Dónde estará la meta?
En el Centro de San Miguel, justo enfrente de la parroquia.
Acepto. Será muy fácil ganar la carrera.
Hay dos caminos para llegar. El de los Rodríguez y el Camino Real. Usted irá por uno y yo por el otro.
Sea pues. Dé usted la orden, Vicente.
(Voz en off)

Ni las llamas detuvieron a Vicente.

Y comenzó la carrera. Relámpago volaba por el Camino Real. Vicente sacó el Rosario y lo besó, rezándolo en el camino y encomendándose a la Virgen. Tardó en llegar a la parroquia, el tiempo que duró el rezo. El diablo nunca llegó.
Y Vicente cambió su conducta. Desde ese día pagaba un salario justo a sus trabajadores, ayudaba a quienes no podían pagarles las semillas, incluso, se las regalaba.
(Los asistentes aplaudieron. No sabían quién era el espíritu viviente que acompañaba al de don Vicente. Y fue él, cuando terminó la narración, quien descubrió el enigma. Se dirigió a los presentes y les dijo:)
Se preguntarán quién soy. Se lo diré. Soy Juan Machete. Yo también vendí mi alma al Diablo en una finca colombiana. No tuve la suerte que acompañó a Vicente. Él fue perdonado. Yo castigado. Esta es mi leyenda:

Yo también diré el motivo
que me llevó a tal acción.
Y, en mí, fuera la ambición
que me tenía cautivo.
Quería tener potreros,
los mejores del lugar;
y, por eso, sin pensar,
fueron mis ruegos primeros,
no a Dios, sino a Lucifer.
Y ocurrió un Viernes Santo,
cuando no es el rezo canto,
día, de Dios, padecer.
Acepté lo que me dijo,
quien nunca aconseja bien
como a Vicente, también–,
Y con reses me bendijo.
En un lugar alejado,
a las doce de la noche
sin hacer ningún reproche–,
cumplí todo lo acordado
con el maléfico ser.
Enterré una gallina
y un sapo, por más inquina,
como dijo Lucifer–,
ambos cosidos los ojos,
y le recé a Satanás
como a Dios no hice jamás,
postrado ante él de hinojos.
Y fue aquella madrugada,
que oí un atroz bramido,
seguidos de otros mugidos
y carreras de manadas.
La noche era muy oscura
y me asomé a la ventana,
sin ver, hasta la mañana,
aquella negra bravura,
en miles diseminadas,
llenando todos mis prados,
que protegían cercados
con los postes y alambradas.
Un toro enorme me mira,
negro como el azabache,
como bisonte de apache
que furia solo respira.
Así viví muchos años,
y vi crecer mi manada
como un regalo de hada,
hasta que vinieron daños.
Y, sin saber el motivo,
el ganado descendía
hasta que llegó un mal día,
que –siendo muy objetivo–,
yo me quedé como estaba:
sin reses y sin dinero,
aunque enterré en el lindero,
el último que quedaba.
Como hay quien cree un tesoro
que yo enterré en mi terreno,
soy como servil sereno
que custodia con esmero,
condenado por mi suerte,
mala desde aquel funesto
día de mi eterno arresto,
de mi condena y mi muerte,
que nadie el lugar frecuente.
Y mi caballo centellas,
deja, en lugar de huellas,
para asustar a la gente.

(Voz en off) Así termina la leyenda de El hombre que vendió su alma al Diablo. A Vicente le salvó la Virgen. La situación de este era desesperada. Apenas tenían comida. Su casa era una chabola inmunda. A Juan Machete lo castigó porque actuó no por necesidad, sino por querer ser más que los demás, sin esfuerzo alguno. El avaro no solo guarda su dinero de los demás, sino de sí mismo. No es lo malo que eche una llave al arcón donde lo guarda. Lo malvado es que cierra con dos su corazón.

ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Envíanos tus comentarios

117 AFDA

        ÍNDICE  PRINCIPAL                              ____________________________________   Pregón:  Educación y expertos. Libertad       ...