EL HOMBRE QUE VENDIÓ SU ALMA AL DIABLO
La
noche siguiente, El
Sombrerón dio la
bienvenida a los asistentes, y quiso, esta vez, que todo lo que
ocurriera en el escenario fuera una sorpresa. No anunció las
leyendas que serían narradas. Entre otras cosas, porque ni él mismo
lo sabía. Así pues, a las doce en punto, todo estaba preparado. El
escenario se iluminó. Representaba un bar. Cerca del proscenio,
había colocada una mesa con dos vasos y una botella de ron. Sentados
a la mesa, estaban dos espíritus vivientes. Uno de ellos era el de
don Vicente Beltrán, El
hombre que vendió su alma al Diablo, vestido
muy pobremente, con barba de varios días y su cabello parecía no
haber sido lavado en mucho tiempo.
Su camisa sucia y sus pantalones remendados. Medía más de dos
metros de altura, era de complexión fuerte y gruesa, y no temía a
nadie. Era de piel muy blanca.
El otro, un
desconocido hasta ese momento, dispuesto a escuchar a don Vicente.
Una
voz, en off, dice:
–Esta
es la leyenda, en una de sus versiones, de El
hombre que vendió su alma al Diablo.
Porque, queriendo salir de la miseria en que vivía con su familia,
invocó y retó a Lucifer, vendiéndole su alma si le hacía rico
para que su familia no pasara más hambre. El encuentro con Lucifer
tuvo lugar en un monte, entre el Rancho
Cabrera y San
Miguel de Allende,
ciudad mejicana; pero la leyenda tiene su versión colombiana, con
matices, y conservando el fondo y finalidad de la misma. Será el
protagonista quien la narre, ayudado por el desconocido.
Amecameca
(ciudad de Méjico, lugar de la
leyenda
(En
ese momento las notas del violín inundaron el ambiente. El
intérprete hacía llorar y, también reír, a este instrumento como
nadie lo había hecho).
–No
se extrañen –continuó
la voz en off–, es música de Paganini, y ninguna más apropiada
para esta ocasión. También él, o su madre –dice la leyenda–,
vendió el alma al Diablo para que llegara a ser el mejor violinista.
Pero
escuchemos la primera narración de esta noche. Su protagonista la
narra. Y un hombre colombiano le escuchará atentamente, como,
espero, todos ustedes.
(Dialogan
un abuelo y el hombre que vendió el alma al diablo).
VICENTE:
–Cometí una gran traición.
Quise
tener mis potreros
y
mis campos ganaderos,
mas
me cegó la ambición.
ABUELO:
–Dígame, pues, el
motivo
de
esta, tan amarga queja,
que
tiene su alma perpleja
y
su corazón cautivo.
VICENTE
–Quise ser gran hacendado,
el
mayor de la región,
y
olvidé mi religión,
cometiendo
un gran pecado.
He
sido el mayor malvado
que
en el mundo haya existido;
por
el demonio inducido,
de
mi Dios he renegado.
ABUELO:
–Beba, señor, beba
un trago
y
dígame ya la ofensa,
que
algo podré en su defensa
aportar
en este estrago.
Que
si fue grande su error
y,
por él, está apenado
y
de dolor ha llorado,
le
perdonará el Amor.
VICENTE:
–Para mí, perdón alguno
encontrar
podré en la vida
que
es tan profunda la herida
como
ningún mar, ninguno.
ABUELO:
–Cuénteme, pues,
se lo pido.
No
desconfíe, señor,
que
es divino el defensor,
más
que su ofensa haya sido.
(Voz
en off) –Ante
tanta insistencia y, animado por el ron que había bebido, se animó
el espíritu viviente de don Vicente a narrar su historia que se
convirtió en leyenda.
VICENTE:
–Pasados los treinta años,
siendo
un pobre campesino,
tan
duro era mi destino
y
tantos mis desengaños,
y
estando desesperado,
viendo
a mi bella Agustina
que
nada me recrimina,
pero
su cuerpo cansado,
y
mis seis hijos hambrientos,
el
uno recién nacido,
que
llora, del hambre, herido,
convulsos
mis sentimientos,
tomé
una resolución.
ABUELO:
–Grave debió ser,
mi amigo,
que,
ni siquiera conmigo,
piensa
que tenga perdón.
VICENTE:
–Grave lo fue, y más que grave.
Y
más que altura mi cuerpo,
que
solo yaciendo muerto,
habrá
alguien que me agrave.
ABUELO:
–Que lo jure no
hace falta,
que
es corpulento el verraco.
(dice,
dirigiéndose a los asistentes)
VICENTE:
–¿Decía algo? No me aplaco.
ABUELO:
–No. Es de estatura
muy alta.
VICENTE:
–Sigo, pues, con mi relato.
Salí
entonces de aquel rancho,
monté
en mi caballo, y pancho,
hablar
con el Diablo trato.
(Dice
dirigiéndose a los espectadores, sonriendo).
ABUELO:
–Es
verdad. A nadie teme.
O
es un gran insensato.
VICENTE:
–¿Algo le resulta
grato?
ABUELO:
–Es usted un gualiqueme.
VICENTE:
–Me rebaja. Soy
más fuerte
que
ese árbol colombiano.
ABUELO:
–Y yo no lo duda, hermano.
Es
difícil contenerte.
VICENTE:
–Sigo, pues; y no
interrumpa.
Llegué
a lo alto de un cerro,
pidiendo
audiencia, a gritos,
con
Luzbel, sin que este irrumpa,
como
esperaba, al momento.
ABUELO:(dice
a los asistentes).
–No
me extraña que haya pocos,
a
no ser que sean locos,
que
osen con este elemento,
a
puñetazos luchar.
VICENTE:
–Pero, ¿qué
masculla tanto?
Debería
de ser llanto,
de
sus ojos, mi pesar.
ABUELO:
–Perdón, amigo, prosiga.
Pero
uno no oye a menudo,
(y
me ha dejado usted mudo),
invocar
al Diablo… Siga.
VICENTE:
–Lo invoqué por la
miseria.
Y
apareció bien vestido,
en
negro alazán subido,
y
no con cara muy seria.
Retumban
sus carcajadas,
cascos
y abotonadura,
siendo
noche tan oscura,
desprenden
las llamaradas
de
ese tan temido Averno.
Vino
vestido de charro,
elegante,
con cigarro,
con
el olor del infierno.
Le
rodean muchas brujas,
que
a azufre huele su aliento.
Mareado
yo me siento
con
el olor y granujas
mujerzuelas
que son feas,
malolientes,
con escobas,
de
color de las caobas,
que,
del infierno, eran reas.
Pero
ni el Diablo me asusta
y
le solté a bocajarro
a
aquel presumido charro:
“–Quiero
que la vida justa
conmigo
y familia, sea.
Si
me das tanta riqueza,
para
gastar con largueza,
como
es esta bruja, fea,
te
vendo, Diablo, mi alma.
(Entra
el Diablo y dice con voz estridente)
DIABLO:
–Sea, pues, cuanto me pide.
Pero
el trato no lo olvide.
Viva
con riqueza y calma.
(La
voz en off dice:)
–Y
Vicente Beltrán, regresó a su humilde casa en su caballo Relámpago.
El Diablo prohibió a las brujas que molestaran a Vicente durante los
trece años que durara el pacto. Al llegar, se encontró con la
pobreza de siempre. Su esposa estaba echada en la cama con los seis
hijos. El pequeño lloraba como siempre.
Vicente
llegó mareado por el olor a azufre. Y, en seguida, la casa se llenó
de ese mismo olor. Él solo pensaba en acostarse. Pero se fijó en
las sacas que llevaba para vender los frutos en el mercado, con las
que jugaba una de sus hijas. Estaban todas llenas de monedas de oro.
Era rico, infinitamente, rico. Jamás podría gastar toda aquella
riqueza. Y se olvidó de lo que había sido hasta ese día. Porque
Vicente sabía quién era, un pobre de solemnidad; y conocía también
aquello que le faltaba. Compró muchas fincas, empleó a cientos de
trabajadores, a quienes pagaba sueldos de miseria como habían hecho
con él cuando era pobre.
El
tiempo trascurría. Se cumplían los trece años. Tenía que cumplir
la promesa que tenía pendiente con el Diablo. Unos minutos antes de
cumplirse las doce, llegó al cerro donde le esperaba Luzbel.
(Entran
el Diablo y Vicente en el escenario)
–Creí
que ya no venía, Vicente.
–Yo
cumplo mis promesas, Diablo. Pero antes de llevarla a cabo, le reto a
competir en una carrera con los caballos. ¿Acepta o tiene miedo?
–¿Miedo
yo? ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Dónde estará la meta?
–En
el Centro de San Miguel, justo enfrente de la parroquia.
–Acepto.
Será muy fácil ganar la carrera.
–Hay
dos caminos para llegar. El de los Rodríguez y el Camino Real. Usted
irá por uno y yo por el otro.
–Sea
pues. Dé usted la orden, Vicente.
(Voz
en off)
Ni las llamas detuvieron a Vicente. |
–Y
comenzó la carrera. Relámpago
volaba por el Camino Real. Vicente sacó el Rosario y lo besó,
rezándolo en el camino y encomendándose a la Virgen. Tardó en
llegar a la parroquia, el tiempo que duró el rezo. El diablo nunca
llegó.
Y
Vicente cambió su conducta. Desde ese día pagaba un salario justo a
sus trabajadores, ayudaba a quienes no podían pagarles las semillas,
incluso, se las regalaba.
(Los
asistentes aplaudieron. No sabían quién era el espíritu viviente
que acompañaba al de don Vicente. Y fue él, cuando terminó la
narración, quien descubrió el enigma. Se dirigió a los presentes y
les dijo:)
–Se
preguntarán quién soy. Se lo diré. Soy Juan
Machete. Yo también
vendí mi alma al Diablo en una finca colombiana. No tuve la suerte
que acompañó a Vicente. Él fue perdonado. Yo castigado. Esta es mi
leyenda:
–Yo
también diré el motivo
que
me llevó a tal acción.
Y,
en mí, fuera la ambición
que
me tenía cautivo.
Quería
tener potreros,
los
mejores del lugar;
y,
por eso, sin pensar,
fueron
mis ruegos primeros,
no
a Dios, sino a Lucifer.
Y
ocurrió un Viernes Santo,
cuando
no es el rezo canto,
día,
de Dios, padecer.
Acepté
lo que me dijo,
quien
nunca aconseja bien
–como
a Vicente, también–,
Y
con reses me bendijo.
En
un lugar alejado,
a
las doce de la noche
–sin
hacer ningún reproche–,
cumplí
todo lo acordado
con
el maléfico ser.
Enterré
una gallina
y
un sapo, por más inquina,
–como
dijo Lucifer–,
ambos
cosidos los ojos,
y
le recé a Satanás
como
a Dios no hice jamás,
postrado
ante él de hinojos.
Y
fue aquella madrugada,
que
oí un atroz bramido,
seguidos
de otros mugidos
y
carreras de manadas.
La
noche era muy oscura
y
me asomé a la ventana,
sin
ver, hasta la mañana,
aquella
negra bravura,
en
miles diseminadas,
llenando
todos mis prados,
que
protegían cercados
con
los postes y alambradas.
Un
toro enorme me mira,
negro
como el azabache,
como
bisonte de apache
que
furia solo respira.
Así
viví muchos años,
y
vi crecer mi manada
como
un regalo de hada,
hasta
que vinieron daños.
Y,
sin saber el motivo,
el
ganado descendía
hasta
que llegó un mal día,
que
–siendo muy objetivo–,
yo
me quedé como estaba:
sin
reses y sin dinero,
aunque
enterré en el lindero,
el
último que quedaba.
Como
hay quien cree un tesoro
que
yo enterré en mi terreno,
soy
como servil sereno
condenado
por mi suerte,
mala
desde aquel funesto
día
de mi eterno arresto,
de
mi condena y mi muerte,
que
nadie el lugar frecuente.
Y
mi caballo centellas,
deja,
en lugar de huellas,
para
asustar a la gente.
(Voz
en off) –Así
termina la leyenda de El
hombre que vendió su alma al Diablo. A
Vicente le salvó la Virgen. La situación de este era desesperada.
Apenas tenían comida. Su casa era una chabola inmunda. A Juan
Machete lo castigó porque actuó –no
por necesidad–,
sino por querer ser más que los demás, sin esfuerzo alguno. El
avaro no solo guarda su dinero de los demás, sino de sí mismo. No
es lo malo que eche una llave al arcón donde lo guarda. Lo malvado
es que cierra con dos su corazón.
ANTONIO
MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
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