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84 La mujer en Cela (III)

                         
   

 

         LA MUJER EN CELA (III)


Son numerosas las referencias que en la narrativa de don Camilo pueden encontrarse sobre la condición ética y moral de los personajes, y que van desde la limpieza y el aseo personal, muestra primaria de dignidad, hasta su actitud religiosa, pasando por el reconocimiento de valores morales entre los que se encuentran la responsabilidad ante las obligaciones y la buena disposición para el trabajo, la decisión, fortaleza, tenacidad, capacidad de sufrimiento, delicadeza, templanza, belleza interior, recato, capacidad para distinguir el momento en que ha de aparecer el orgullo o primar la modestia y la humildad, valor, honestidad, decencia, lealtad y respeto hacia sí misma y hacia los demás.

El aseo personal, importante en cualquiera que se respete y quiera respetar a los demás, parece particularmente exigible en la mujer, que nunca habrá de bajar la guardia, aun cuando no represente ya condición necesaria para la seducción y la conquista. Parecía tenerlo muy en cuenta Leocadia Criado, y por ello andaba siempre muy curiosa y aseada y hasta se lavaba los pies y los sobacos de vez en cuando; ella no era como otras que, en cuanto se casan, se abandonan y se presentan hechas unas zarrapastrosas. También la limpieza es digna de valoración, y así se reconoce en la Carlotita, de quien se afirma que no es limpia, sino relimpia, y se pasa el día sacándole brillo a algo y explicando a las vecinas que otra cosa, no, pero que limpia, es más limpia que nadie y está dispuesta a demostrarlo. E idéntica cualidad tiene doña Fe: es muy relimpia y hacendosa, de su casa podrán decir lo que quieran menos que no está limpia y con cada cosa en su sitio y todo en orden.

En la narrativa de Cela se valora a la mujer hacendosa. La señora de don Ibrahim hacía calceta, sentada al brasero, mientras su marido peroraba. Cuando don Filiberto baja a la cuadra y se encuentra a Lancero con las crines trenzadas y con un ramito de rosas sabaneras en la chocontana, no puede menos que reconocer el esmerado trabajo de Pipía y exclamar: ¡Guá, la catira! ¡Qué ángel! La botiquinera Margarita Blanca, negra, retinta, potente y pechugona, mujer de rompe y rasga, fustán y medio y ojo pelao, se muestra igualmente dispuesta y despacha cachiquel, vende chimó, trafica en bestias, contrata maraqueros, alquila mozas y casa voluntades. La Balbina, fea como todas pero buena muchacha, atiende a Sebastián, le regala manzanas, le da café con leche y le fríe torreznos. A Balbina no le faltan condiciones ni buena voluntad. En la misma obra, Purificación, hermana de Visitación, está cargada de hijos y tiene que arrimar el hombro ganándose el jornal en el matadero, donde lava tripas a destajo y, eso sí, con tanta habilidad como prontitud. Con ello contribuye a la economía familiar, pues su marido está delicado de salud y no puede hacer horas extraordinarias. En otros personajes femeninos se reconocen méritos semejantes. De la Aurorita, por ejemplo, se dice que es muy dispuesta y hacendosa y en su casa reinan el buen sentido y el orden; que si el señor Wencesalo Colomeco Sánchez, el tío del Ustazanes, lleva las camisas limpias y zurcidas es gracias a sus cuidados, y que a fuerza de trabajos y privaciones pudo hacer frente a la vida y levantar la cabeza. Y Pepita, de ‘”San Camilo 1936”, da clases particulares; no pagan mucho pero como tiene pocas necesidades se va arreglando bien y hasta puede dar algo en su casa.
Hacendosa y bien dispuesta es la secretaria que siempre viaja con don Teófilo, una chica mona y modosita, que toma cartas en taquigrafía y las pone después a máquina con mucho cuidado y con el margen de la izquierda siempre en el mismo sitio; las vendedoras que madrugan para levantar sus puestecillos de frutas en la calle del General Porlier; Esperancita, la novia de Agustín Rodríguez, la mujer que puede acompañarle en su trabajo y ayudarle a ser feliz, un auténtico ángel, buena y hacendosa y tan lucida como honrada; Evelina, mujer que si supiera leer y escribir hasta podría hacer carrera, pues tiene mucho instinto, mucha vocación, y a quien lo que más le gusta es oír la radio y si pudiera oiría hasta las noticias, lo que pasa es que su señorita no le deja.
¿Y la Valentina? Como ella no hay dos. ¡Si usted viera el punto que da al arroz con leche! O doña Petra Duque, ‘Vaquilla’, dama prolija y dilatoria, patrona de pensión pobre, que a pesar de sus esfuerzos no consigue -¡y bien que lo siente!- hacer realidad el consolador milagro de los peces y los panes.
En “Cristo versus Arizona” aparece la figura de Violet, viuda de Augustus Jonatás, que tras la repentina muerte de su esposo vive todavía y sigue linda y brava, compra y vende y cambia caballos. Tiene una cantina en Bisbee, y va de látigo, porque en la cantina es necesario mantener el orden. Y en “El asesinato del perdedor”, Soledad Navares, novia de Mateo Ruecas, alegre por lo discreto y prudentemente hacendosa. En “Madera de boj” se cuenta cómo las mujeres de los pescadores bajaban a hacerles una caldeirada caliente cuando volvían de la mar; se vierten elogios sobre sus condiciones culinarias, su arte de escabechar perdices y codornices, sardinas y atún. Y en “Cristo versus Arizona” se alaba la buena disposición de Lupe Sentinela, que miraba por la hacienda y procuraba ahorrar y no malgastar.
Mujeres esforzadas, volcadas en su trabajo. Como La Paca, mesonera infatigable, que repartía improperios mientras trajinaba de un lado para otro; Pipía Sánchez, la catira, que en Potreritos trabajaba de la mañana a la noche; la señora Jacinta, esposa de Florenciano Guadalén Mogón, alias Chaqueta, mujer que con eso de que lleva ya tantos años preocupándose por la provisión del puchero –su marido vale para poco- ha adquirido tal práctica en lo de fregar despachos, que friega ya despachos como nadie, trabaja demasiado, siempre tiene sueño y mientras su marido sueña en alto y, en sueños, siempre discursea con verdadera brillantez, ella ni se despierta siquiera; la verdad es que la pobre trabaja como una burra, suele caer rendida al fin de la jornada; Doña Sacramento, mujer trabajadora y amante del orden; Cloe, mujer dura que supo tener compasión de sí misma –cuando Pierre la dejó en la miseria- y seguir trabajando con ahínco; o la prima Etelvina, que trabajaba por horas como asistenta, como mujer de la limpieza, señora de la limpieza, donde la llamaban, y de quien sus señoritas estaban muy contentas porque era incansable.

Decisión, fortaleza, tenacidad, capacidad de sufrimiento, dureza de carácter, virtudes que aportan a la mujer la necesaria seguridad en sí misma y que tienen como fruto la mayor eficacia. Decididas eran, sin duda, la mejicana Margarita, mujer muy caraja a la que no se le ponía nada por delante; la catira, Pipía Sánchez, que tras meterle seis balas en el cuerpo a don Froilán se volvió por el pisao a Potreritos y no iba llorando, porque sabía estar en su papel; la Engracia, miliciana que viste de mono y gorrito de cuartelero y que sobre el hierro gris del tanque pinta dos siglas UHP-JSU, o las mozas valientes y decididas que cuando murió uno de los aviadores lo enterraron, unas hermanas que se enfrentaban con la vida a cuerpo limpio, a cuerpo descubierto, que es como hay que plantarle cara a las circunstancias.
La tenacidad se pone claramente de manifiesto en mujeres como Belencita Catarroja, de quien se asegura es inasequible al desaliento. La misma dureza de carácter atribuye don Job a Pipía Sánchez: No es hembra pa andá e broma, pues le pegó muy dura la vía y se ha endurecío. Como dice el autor en “Tobogán de hambrientos”, las mujeres, según demuestra la experiencia, son más duras de lo que suelen parecer a primera vista.
Fortaleza de espíritu demuestra tener la señorita del 37, en “Pabellón de reposo”, al saber tragarse las lágrimas cuando cuenta los vaivenes, las intermitencias de su salud. Porque suele estar triste, a veces muy triste, pero no llora. El llanto –comenta el narrador- es sabido, es para las noches, y por el día, a pesar de su pena, sonríe siempre con su graciosa sonrisa de florecilla silvestre.

La mujer autoritaria, dominadora, se deja ver también con relativa frecuencia en la obra de Cela. El más claro ejemplo está en Pipía Sánchez, la catira. Tenía firme –y quizás un poco cruel- el pulso de gobernar. Cuando en Potreritos daba una orden, invocaba siempre al patrón. […] Cuando en el Pedernal daba una orden, no invocaba a nadie. Su actitud era tal que, tartamudeando de solo pensarlo, decía Dorindito a Zorobabel Agüero: si mi mi se se señora se pone brava, lo me me mejó es juí. La catira -comenta don Job a don Juan Evangelista- va camino e llegá a reina e toos estos horizontes. Es mujé templá, don, usted lo ha visto, y tiene ya muchas leguas de tierra. Otra mujer de talante claramente autoritario es Transfiguración Culebras Calamocha. Asomada al mostrador de su prendería, semeja un emperador romano dando órdenes desde su palco de circo: a este que lo dejen vivo, a este otro que se lo coman las fieras y que se aguante. Actitud que parece debería estar reservada al varón: La Transfiguración Culebras, según es sabido, era un tanto virago, tiene un aire ecuánime de hombre de acción: de corsario, de capitán negrero o de agitador fascista. En definitiva, se concluye, la Transfiguración Culebras es todo un carácter. Y no perdamos de vista a Consolación Madrigal, alias Gas-oil, viuda de Giménez, de voz tonante y autoritaria; a doña Belén trainera de Catarroja, alias Jarandilla, quien no obstante sus pijamas morados y rameados es una patrona como Dios manda y gobierna con férrea mano la fonda ‘La Luminosidad’; a doña Teresa, la viuda de un capitán de artillería muerto en África, que gobierna la fonda con mano dura y no permite que nadie se desmande; a la Eusebia, que tras la prolongada enfermedad de doña Matilde fue cobrando poder, cada día más poder; a Chuchita, a quien aunque era bravo no podía sujetar el calvo Fidel, o a la mujer de traje sastre que mandaba la instrucción como un sargento de caballería.
Si en “Historias de Venezuela” es la catira quien se muestra autoritaria, y no admite réplica, no se queda atrás doña Rosa, en “La colmena”. Quien manda aquí –dice bien a las claras y para cualquiera de sus empleados que quiera oírla- soy yo, ¡mal que os pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie. Y si me da la gana, tiro la botella contra un espejo. No lo hago porque no quiero. Y si quiero echo el cierre para siempre y aquí no se despacha un café ni a Dios. Y acaba esgrimiendo la que considera razón inapelable: Todo esto es mío, mi trabajo me costó levantarlo.
La descripción del autor sobre las evoluciones de doña Rosa en su ir y venir repartiendo órdenes, no puede resultar más expresiva: doña Rosa respira y vuelve a la carga. Respira como una máquina, jadeante, precipitada: todo el cuerpo en sobresalto y un silbido roncándole por el pecho. Como expresiva es la exclamación de Martín al observar tamaña excitación: ¡A ver qué se le ocurre ahora a ese jabalí!
La reacción de Mauricio Segovia, cliente bondadoso y que como todos los pelirrojos no puede aguantar las injusticias, es la de levantarse y marcharse del café, mientras comenta para sus adentros: Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o toda esa caterva de gaznápiros. ¡Si un día le dieran entre todos una buena tunda! Y a renglón seguido, el autor justifica la indignación de don Mauricio: si él preconiza –comenta- que lo mejor que podían hacer los camareros era darle una somanta a doña Rosa, es porque ha visto que los trataba mal.

En otro orden de cosas, dejando a un lado las condiciones externas en que el sentido ético se manifiesta, hemos de fijarnos en el mundo interior que subyace bajo cualquiera de esas manifestaciones. Una forma de belleza seguramente menos perceptible, pero sin duda enormemente valiosa. La catira –dice don Job- no enamora po lo que tié sino po lo que es, ¿sabe? Vestiíta siempre con el mesmo tigüín, la catira seguiría siendo la mesma.
Porque –reconoce el autor- dentro de una mujer desgraciada, honda y tímidamente desgraciada, puede habitar, sin que nadie, ni aun ella misma lo sepa, la temblorosa sombra de una mujer feliz, de una mujer cruel e ignoradamente feliz. Ya en el comienzo de la obra el autor hace de la catira este sentido elogio: La catira Pipía Sánchez llevaba en el alma ese sosiego sin linde, esa paz infinita, ese inmenso y poético estupor que sólo encuentran, tímido como la última florecilla que miran, los paladines de romance, los santos mártires y los grandes criminales. Conciencia serena, alma blanca, como la de doña Lolita, ¡qué bendición de señora!, que tiene el alma pintada de manso albayalde, de violentísimo e inmaculado blanco de España. ¡Así da gusto! Alma delicada también la de Julita, muy artista, mucho más artista, sin duda, que la de su novio.
Aunque -como comprobaremos más adelante- la obra de Cela está sembrada de alusiones, descripciones, justificaciones y juicios sobre la mujer abierta y sin prejuicios, disoluta, provocadora incluso, promiscua en ocasiones y frecuentemente profesional del sexo, existen también referencias de todo lo contrario: mujeres modestas, recatadas y juiciosas, que preservan con celo su
dignidad. La señorita para quien trabaja la Juliana, en “Tobogán de hambrientos”, adopta un aire muy comedido y prócer, muy de mujer cristiana y española. La señora Carlota, personaje de la misma obra, siempre fue muy recatada y decente. Pepita, de “San Camilo 1936”, es muy modosa en el vestir, no se pinta y va siempre de manga larga; Toisha no se dejaría retratar en cueros aunque se lo pidieses de rodillas, hasta ahí podíamos llegar, una cosa es meterse en la cama con un hombre, con un solo hombre y siempre el mismo, y otra muy diferente es dejarse retratar en pelota y apoyada en una palmera, eso es indecencia. Y doña Eduvigis no acompaña al teatro a don Vicente, porque el teatro es una permanente incitación al pecado. Mrs. Caldwell está enamorada del granjero Dickinson, pero no se lo quise decir –confiesa-, por temor a obrar mal. Maruja Bodelón, en “Mazurca para dos muertos”, se bajó el dobladillo de la manga y se dejó el pelo a su color porque, decía, no hay que andar provocando, las autoridades tienen razón, las españolas en algo nos tenemos que distinguir de las francesas o las inglesas, en la decencia sin ir más lejos. En “Madera de boj” encontramos a Dorothy, la mujer de Dick, a la que le espantaban las emociones y no se desnudó nunca delante de ningún hombre, y asistía a los oficios con los ojos cerrados y la cabeza horra de pensamientos. Y de misia Marisela y misia Flor de Oro, alguien comenta que eran tan virtuositas que San Pedro les regaló un cojín de raso pal mecedó e el cielo.
Recato que lleva a la dama a preservar su intimidad y a no compartir con cualquiera lo mejor de sí misma. La señorita del 37, en “Pabellón de reposo”, no se pinta y sufre en silencio, sin insinuarse y caer sobre el ánimo enamoradizo del paciente del 14. Misia Marisela y misia Flor de Oro tenían el alma muy aprensiva y muy escrupulosa. De ellas decía Mister Match que se comprometía a curarles el flato metiéndolas en la cama. Incluso mujeres que habitualmente comercian con su cuerpo, no están dispuestas a aceptar porque sí cualquier cliente. La Caobita no se dejaba invitar por cualquiera: los cuartos te los guardas para comprarle un par de medias a tu señora, que buena falta le hacen; de la Espontánea dice Sara Topete que si tuviera padrinos barrería a todas las demás, lo que le pasa es que es decente y no quiere repartir los cuartos con nadie, y menos dejarse chulear por el primer pardillo que la encandile; y María la Portuguesa, pupila de la Parrocha, prefería pasar hambre que ir al catre con Cirolas; se negó a ir con él simplemente porque no quiso tocar la mazurca ‘Ma petite Marianne’.

Orgullo y humildad se hacen también presentes: frente a Mimí Ortiz de Amoedo, arcaicamente orgullosa, su orgullo hiede a imperio romano, la figura de Cecilia, mujer vital y simpática, síntesis de Buda y San Francisco, pero perfeccionados, en ella se experimenta la nobilísima belleza del amor y la vida sosteniendo como dos firmes columnas a la humildad y la bondad.

Y el valor. El que demostró Pipía Sánchez cuando con el pecho jadeante y el mirar del tigre, hermosa como nunca, le metió una bala de plomo en el hígado a ño Perico; o cuando llevando dentro las desatadas fuerzas de una
loba, a caballo sobre el potro Chumito, semejaba un doncel heroico dispuesto al más gallardo y al más inútil de los sacrificios. Que a la catira no hay que jopeala pa que haga su oficio, porque es mujé con más reaños, pues, que to un persogo e licenciaos. La Valentina, a pesar de lo delgadita que es, tiene tanto valor como presencia de ánimo. Mujer valerosa a la que nada se pone por delante demuestra ser Mimí, tía de Guillermo Zabalegui, cuando tras reconocer en el depósito a su sobrino dirige una mirada de desprecio al miliciano de la puerta y se marcha. Lleva contraída la mandíbula, pero no se le escapa una sola lágrima. El miliciano está pasmado: ¡hay que joderse, qué mujer! Doña Sacra, a consecuencia de la guerra, olvida al yerno, quema a la nieta y entierra a la hija, es mujer valerosa. Con mujeres así hubiera podido escribirse la historia sin ideas madrugadoras. Doña Sacra no se entrega al dolor, se cura el dolor con dolor, y al volver a casa se encierra en su alcoba y se sienta en el sofá, si pudiera llorar seguramente se encontraría mejor, pero no quiere llorar. De Consuelo Barrera dicen Manene Chico que es muy valiente, que sabe el terreno que pisa y que si fuera hombre llegaría muy lejos.
A la mujer fisterrá hay que darle de comer aparte, pues es dama de mucho temperamento y presencia de ánimo, es ágil y valiente y tiene serenidad y aplomo. Mujeres igualmente decididas y valerosas, aunque con aire más violento son la viuda de Tachito Smith, que lleva el revólver que fue de su marido siempre colgado del cinturón y no se lo quita sino para dormir y entonces lo pone debajo de la almohada; Big Minnie, mujer recia y valerosa que si había que poner orden entre bronquistas en la casa de putas o entre alborotadores en el teatro intervenía para restablecer la paz a golpes y a zurriagazos; sabía cuidar de sus intereses y con ella no eran posibles los embarques porque pegaba duro; Florinda, la mujer del droguero Ángel Macabeo, a la que no se ponía nada por delante y que parecía la hermana mayor de Juana de Arco, tenía la voz ronca y las tetas y los pies grandes y era alta y fuerte, decidida, templada y arriesgada, solo le faltaba la armadura de hierro con su flor de lis de plata; la negra Vicky Farley, muy rápida con el revólver y que va siempre armada, o Violet, la cantinera, que cuando cierra la puerta de la cantina se queda sola con su cuchillo y su látigo. Las mujeres son muy valientes –se comenta en “Madera de boj”- parecen cobardes pero son muy valientes, su valor puede rozar la temeridad y a veces ni reparan siquiera en el peligro, hasta parece como si lo buscasen.

Y mujer que se hace respetar. Ningún hombre, salvo Catalino Borrego, podía sentarse delante de la catira sin pedir permiso; la negra Vicky era mujer seria y respetable; Belinda descalabró de un botellazo al Padre Octavio Lagares un día que, medio borracho, la llamó zorra; y Rosalía a Tranqueira se deja invitar a churros y a chocolate, pero no deja pagar a nadie si ella no quiere.

Mujer decente y mujer fiel. Decencia, honradez, fidelidad, virtudes que han de acompañar cualquier relación para que ésta llegue a feliz término, y que se evidencian como joyas que en la mujer alcanzan su mayor lucimiento. Doña Teodosia no está dispuesta a admitir regalos que no vengan de su esposo. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ahora está todo revuelto –argumenta- y manga por hombro, pero la decencia, lo que yo digo, no conoce modas. ¡Pues estaría bueno! Doña Tránsito, aunque guste de gastar bromas a su marido, es mujer decente y seria. Dulcenombre Gazapo, alias Cuquita, separada de su esposo don Ildefonso Galindo, es dama –aunque teñida de rubio- rebosante de resignación y de decencia. La señora Carlota es muy mirada y dice que no se vende por dinero. ¡Eso es honradez! La joven Marta, una chica bien educada y presentable, va casi sin pintar y representa su papel de recién casada con mucha naturalidad y aplomo.

Finalmente, mujer piadosa. Aunque, a decir verdad, es condición esta de la que apenas hemos encontrado referencias; sí, como veremos en su momento, alusiones a actitudes de beatería o mojigatería que, evidentemente, no podemos interpretar como rasgos positivos.
Doña Monserrat se despide de doña Visitación con prisas, porque no quiere perderse la reserva, ceremonia litúrgica que consiste en guardar en el sagrario la Sagrada Forma. Ante lo que doña Visitación no puede por menos que reconocer para sus adentros: Estoy hecha una laica. En fin, ¡que Dios no me castigue!. La señorita Elvira, desazonada sobre la cama –seguramente consecuencia de la cena copiosa-, se pone a rezar el credo hasta que se duerme; hay noches –en las que la situación es más pertinaz- que llega a rezar hasta ciento cincuenta o doscientos credos seguidos.
Conchita, doncella en casa de Maripi, y de la que se comenta que es medio pavisosa, aunque nadie dice que sea muy decente, sí es religiosa y respetuosa ¡no hay que confundir!. Y encontramos, en un signo de maternal religiosidad, a la señorita Marie, que con el niño ciego en su regazo rezaba en francés la triste oración de todas las noches.
Cuando a una mujer –leemos en “La cruz de San Andrés”- le falta el horizonte se refugia en la cama o en la oración.
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
Maestro. Doctor en Ciencias de la Educación y estudioso de Cela
Emérito UCJC

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