La bóveda celeste, en las noches rasas del invierno y en las cálidas del verano, contemplada sobre la cima de una montaña, tras la salida de la caverna en la que se refugia el hombre primitivo, en la meseta silenciosa y dilatadísima… despertó en el hombre la conciencia de una transcendencia. Realmente fue así.
La
apariencia de lo que el hombre veía tenía un más allá o un más
adentro de lo que estaba viendo, una Realidad que sobrepasaba la
inmensa piel del cosmos, tan deslumbrante.
Todo
era más que lo que parecía: las estrellas, las infinitas motitas de
luz quietas, la luna creciendo y menguando, el espacio dilatado sin
cercos que lo limitasen.
Y
es que lo real no se posee del todo hasta que no se alcanza su
sentido, su razón de ser, su condición de singular y divina vasija
de barro hecha por el divino Alfarero.
Sin
este corazón de las cosas del Universo, sin su transcendencia, las
realidades son meras apariencias, no son realidades del todo.
Nos
asomamos a la noche estrellada de fray Luis esta misma noche y le
gritamos al inmenso vacío del cielo, desde el fondo de vuestra
persona, y le llamamos a Dios por su nombre inefable, ¡Dios!
Nos quedamos a escuchar su respuesta.
Nos quedamos a escuchar su respuesta.
CUR
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