EL
POETA 2019
Apuleyo
Soto
todo
el día está escribiendo
en
libretas de hule o polipiel
que
guarda en los bolsillos camiseros
junto
al ardido corazón
como
aquel borrachuzo de Bukowski,
aunque
sin su ingenio ni su mala leche.
No
importa,
da
fe de vida,
cuenta
lo que le pasa,
canta
lo que le gusta,
se
enoja ante los malos tragos,
se
ríe de sí mismo
y
pone a caldo a los políticos, los banqueros y los giliprogres.
ni
flores en el pelo
ni
abuela que le alabe;
por
no tener no tiene
ni
perro que le ladre o le haga pis en los zapatos.
Anda
solo a menudo
pero
se fija en todo:
en
la acera bacheada y descompuesta,
en
la alambrada del jardín vecino,
en
la escuela de música,
en
la cigüeña de la iglesia
y
en los cigoñinos del paseo de los chopos y los fresnos.
Cuando
va por el río
tira
piedras al agua
y
se moja en sus ondas
y
se pincha los dedos
auscultando
los ramos
de
las zarzamoras.
Si
pisa un hormiguero le sugiere una fábula,
si
relincha un caballo se entretiene observándolo,
si
ve un huerto se pone verde,
si
encuentra un banco, siéntase a imaginar.
La
pluma no le falta,
el
sombrero tampoco,
la
pipa humea
con
elegancia y discreción.
Bebe
cuanto le place:
whisky,
anís, cocacola,
cointreau,
chartreuse, pipermint,
vodka,
tequila,
cognac,
brandy, cerveza,
cava,
champán,
limoneno,
vermut,
orujo
finas hierbas de Galicia,
aguardiente
tomellosino,
café
irlandés, Martini…
Le
gustan las montañas y los valles,
las subidas y las bajadas,
los
puertos marítimos y las olas tempestuosas,
el
sol y la luna,
la
noche y el día,
la
línea recta y la línea curva…,
ama
los girasoles y las violetas:
es
contradictorio, claro,
y
tuvo amores, cómo no,
muchos
de ellos de papel fracturable
o
platónicos, simplemente.
Usa
la cabeza, los pies y el corazón
y
no se para en barras ni cerrojos
cuando
de hablar de libertad se trata.
Le
obsesionan los peces
por
su resbaladiza ubicuidad,
y
asimismo los cangrejos atrasados,
las
elásticas ranas saltarinas,
los
topos de tunelado terciopelo,
las
mariposas de vuelo efímero,
los
gatos, los leones y los linces.
Detesta
sin embargo a las serpientes
ondulantes
y sinuosas
y
a los mosquitos traidorzuelos
Mira
por los agujeros de las puertas
y
mira por los espejos enmarcados,
mira
por todas partes, con los ojos
cargados
de lagrimones desde niño;
mira
detrás de sí, pero también delante y de lado a lado.
Le
sientan superiores los abrigos, los pantalones y los sombreros,
cada
vez más grandes,
ya
que su cuerpo mengua
y
apenas le obedecen
los
músculos rosados…,
mas
se mantiene erguido,
bien
alzada la frente,
alisados
los pómulos
y
la barba esparcida en la mamola.
Conoció
a grandes hombres,
charló
con ellos
y
aprendió a escuchar.
Umbral,
Gerardo y Dámaso
fueron
algunos de sus maestros más conspicuos,
y
luego él
fue
también un gran maestro
pero
solo de letras, las primeras letras:
las
que enseñan a enderezar la adolescencia.
le
regaló un prólogo a sus farsas
y
se lo leyó en su casa humilde de Hermanos Miralles
antes
de imprimirlo en Espiral Fundamentos.
“Nada
vale la pena”, piensa a veces,
y
no obstante, sigue escribiendo y escribiendo.
En
los bares de pueblo
ha
consumido muchas horas
oyendo
las leyendas de amor de los viejos
antes
de que se eclipsaran
en
la boca de lobo del alzheimer
con
los dientes corroídos del color del azufre.
Sabe
que no es Shakespeare ni Dante,
ni
Calderón ni Lope,
ni
Lorca ni Machado,
ni
San Juan ni Teresa
y
ni siquiera Campoamor;
tampoco
Lawrence Durrell,
Baudelaire
o Flaubert,
William
Saroyan o Hemingway,
Pero
qué lo vamos a hacer.
“Hojas
de hierba” son sus hojas en todo caso
y
se adapta a la vida más corriente:
baja
la basura,
saluda
a los amigos,
canta
de cuando en cuando,
llora
a mares…
es
puntual y ordenado,
se
atiene a lo que le echen por la espalda sin rechistar.
Un
pájaro rojo
le
revolotea en la cabeza,
un
urogallo se le empina,
un
unicornio sueña en él persiguiendo a Utopía
Dejó
colgado un candil en el sobrao
que
aún le alumbra
con
el aceite de Baena
de
su amada Ana.
Orilló
en el trastero
sus
máquinas de escribir
(unas
veinte de distintas marcas),
sus
álbumes de fotos
(otros
veinte o aún más)
y
toda la ferralla de la ferretería del corral de sus padres,
en
el que el ocio entretenía en los veranos juguetones:
martillos,
puntas,
tornillos,
alicates,
sierras
y palas y azadones,
azadas
y azagayas…
con
los que componía un carricoche
con
ruedas de madera traverseras
que
siempre tropezaban en el barro
y
en cualesquiera piedras,
llevando
solo heno.
También
llevó al trastero de los útiles viejos
los
lápices de Alpino,
las
gomas de borrar Milán no sé qué numero
y
los comics de fieras
que
entre naranjas y castañas y peroperas de don guindo
le
traía de Cuéllar
en
el carro del burro Ocicomono,
totalmente
obediente
y
más manso que el Buche.
aquí
detiene sus recuerdos.
Aquí
se planta.
La vida le llevó siempre adelante
por
caminos inciertos y dudosos,
pero
supo arriesgarse y triunfar.
Ahora goza —escribiendo todavía—
de
una píngüe pensión,
con
Dios mediante y el gobierno de turno.
Nadie
le niegue un óbolo
para
embarcar a la inmortalidad.
¿Digo
su nombre?
Lo
adivinasteis ya.
¡Qué
poeta que fue,
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