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20200129

86 AFDA

Febrero, 2020
 ÍNDICE PRINCIPAL

Pregón: Ingenieros bíblicos y escuadrones de teólogos
Cuadros sobre el más allá (V): Juicio final de Miguel Ángel. E. Malvido
Páginas recuperadas (4): Gusdorf, El papel del maestro.Teódulo G.R.
Alta política con estilo. La política como monacato. R. Duque de Aza
Casicuento: Odiar no nos corresponde. Á. H.
Estilo español: En homenaje a Galdós. Á. Hdez.
Soneto desde el sentimiento: Febrero, mes sereno. Á.H.
Rincón de Apuleyo: Rimas concertadas. Y poetas: Pinceladas A.M.S.
Afderías, 5: La mosca. CUR
Educación física: Diversos enfoques.  F. Sáez


INGENIEROS BÍBLICOS

Y ESCUADRONES DE TEÓLOGOS



En nuestra Escuela de Magisterio se nos alertó: no bastará con que logréis hacer de vuestros alumnos sabias personas cultas y sensatos cristianos practicantes. Sois jóvenes y por ello, ambiciosos (“La juventud -se nos decía y repetía- sólo tiene suficiente ambición, cuando tiene demasiada”). Lo que convendrá al futuro de la España a la que vais a dar clase es que pongáis la meta de vuestra tarea educadora en suscitar ingenieros bíblicos, que sepan manejar las Sagradas Escrituras, y doctos escuadrones de teólogos de los dogmas que le den rumbo y vigorosa marcha dentro de una sociedad que alegremente descansa hoy en su fe. Maestros y militantes del Reino de Dios, se nos decía, no contentaros con menos que con formar ingenieros de la Biblia y alféreces tridentinos y potstridentinos del Dogma católico.

Empezaréis a dar clase con alumnos pequeños de seis, siete y ocho años. Tocadles con una visera tal que ya desde esa tierna edad les lance, bajo ella, su mirada a los más ambiciosos horizontes culturales y religiosos.
Entonces, vivíamos dentro de una patria que se proclamaba oficialmente católica. Gran parte de aquella sociedad se contentaba con seguir integrada por españoles católicos practicantes más que por católicos creyentes. Las costumbres cristianas eran su preocupación primera.
La cultura, en los colegios, venía a ser un trámite digno, con el que bastaba cumplir, sin que ni comprometiera ni apasionara. La teníamos a la espalda -rico tesoro en baúl-, era nuestra, ahí estaba, bastaba conservarla noble en las bibliotecas y hecha piedra en viejas catedrales e históricos castillos.
La inteligencia de la fe religiosa, en general, no dedicaba entonces como profesorado a los mejores cerebros del país, que hubiera sido lo suyo. A veces, el encargado de la asignatura en los colegios era un sacerdote que no había estudiado ni Catequesis ni Pedagogía, pero que necesitaba unas pesetas para completar sus mermados ingresos. El obispo proveía.
Hay que reconocer, en descargo de aquella miopía fatal, que hubo movimientos y creaciones ambiciosos, como el Instituto Superior de Ciencias Religiosas y Catequísticas San Pío X, en Salamanca.
Pero llegado el nihilismo imperante, se vio y comprueba hoy que no fue suficiente.
Volveremos sobre el tema. Queda mucho por decir.





CUADROS SOBRE EL MÁS ALLÁ
(V)



¿ES CRISTIANO EL JUEZ DEL “JUICIO FINAL”, DE MIGUEL ÁNGEL?


Miguel Ángel Buonarroti (Caprese-Florencia 1475 - Roma 1564)
Juicio final” (1537-1541)
Técnica pintura al fresco, 13,70 m x 12,20 m


Más que las pinturas de Miguel Ángel recordaba yo sus obras escultóricas: La Piedad, David, Moisés… Hasta incluso recordaba vagamente que Miguel Ángel decía que el mármol contiene la imagen más bella que el escultor es capaz de imaginar y de amar y que su trabajo consiste precisamente en liberarla de la piedra sobrante.
De hecho, nuestro genial florentino se sentía escultor en primer lugar. Probablemente porque las esculturas griegas y romanas eran más hermosas y atractivas y mucho más duraderas que los legados pictóricos de la antigüedad clásica. Las pinturas que nos han llegado de griegos y romanos en jarrones y vasos de cerámica, o en mosaicos, o sobre tabla son pocas y en condiciones de deterioro debido a que se trata de materiales perecederos.
Sí, al joven Miguel Ángel Buonarroti le atraían y fascinaban las esculturas conocidas de Fidias, Praxíteles, Mirón… y las de autoría discutible como, por ejemplo, la del grupo “Laocoonte y sus hijos”.
Desde sus años juveniles Miguel Ángel estudia las esculturas antiguas en el Jardín de los Medici.
Lorenzo de Medici, el Magnífico, lo acoge en su palacio. El genial escultor toma contacto en la Academia de los Medici con los humanistas de abierta orientación platónica: Poliziano, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola… Sus primeras obras (ver en Google “la Virgen de la escalera”, “la lucha entre griegos y centauros”) despiertan la atención y la admiración de los teóricos del arte y de los artistas consagrados.
Un artista del talento de Miguel Ángel captó pronto la importancia del “concepto”, de claras reminiscencias platónicas, y supo llevar dicho “concepto” a la realización artística como ninguno de sus teóricos formadores ni de los escultores contemporáneos. Nadie como Miguel Ángel para extraer el arquetipo de lo bello, de lo sublime, que está oculto en el bloque de mármol, imperceptible a los sentidos.
Y así fueron saliendo de sus manos creadoras escultura tras escultura, todas ellas nacidas para perpetuarse entre los mortales seres humanos (ver en Google: La Piedad del Vaticano, David, Moisés, Cristo de la Minerva, la tumba de Julián de Medici con Noche y Día, la tumba de Lorenzo de Medici con Crepúsculo y Aurora…).
Aunque el Genio de Caprese prefería la escultura a la pintura, el Papa Julio II logró comprometerlo a pintar la bóveda de la Capilla Sixtina, obra que empezó en 1508 y la terminó en 1512. A sus 33-37 años, el que consideraba la pintura como un arte secundario para él y sin apenas haber practicado antes la técnica al fresco, dejó a la posteridad uno de los monumentos pictóricos más maravillosos que existen.
Miguel Ángel Buonarroti, como Platón, infravaloraba la pintura en comparación con la escultura porque aquella resalta la apariencia a costa de la interioridad, el color en perjuicio del impulso creador de la mente, pero la verdad innegable es que la pintura del techo de la Capilla Sixtina insufla una vitalidad en todos los cuerpos, vestidos o desnudos, alterando con mil movimientos distintos las poses estáticas de las esculturas de Miguel Ángel.
No obstante la visión simultánea de temas del libro del Génesis, de los siete Profetas del AT, y del mundo pagano de las cinco Sibilas, el espectador goza de un espectáculo grandioso y amable.
Esta no es, en cambio, la impresión que produce en el espectador la pintura al fresco del “Juicio final”. El Maestro florentino llevó a cabo dicha obra entre los años 1537 y 1541, cuando nuestro artista tenía 62-66 años, 25 años más que cuando pintó la bóveda de la Capilla Sixtina. ¿Qué había pasado para plasmar en la pared frontal de la misma Capilla Sixtina un panorama religioso tan diferente, e incluso tan opuesto, al pintado en el techo de la Capilla del Papa Sixto IV? ¿Se trata de un simple cambio de expresión formal artística o más bien de una actitud religiosa diferente, que separa el antes del después en la relación de Miguel Ángel Buonarroti con el Dios cristiano?
La figura central que hace girar a todos los grupos es la de Jesús, Juez universal y definitivo de la humanidad. Los grupos que se extienden en paralelo a su izquierda y a su derecha corresponden a los salvados. El gesto de condena que dibuja el brazo derecho levantado está dirigido a los que, a su izquierda, son precipitados a las tinieblas y al fuego del infierno. La madre de Jesús retira su mirada de los condenados porque no puede ya haber perdón para ellos.
Debajo de Cristo Juez, en el centro abajo, están los ángeles del Apocalipsis anunciando con sus trompetas que el último Día ha llegado. A la derecha abajo de estos ángeles está teniendo lugar la resurrección de los muertos. A su izquierda, los conducidos por Caronte, el barquero de los muertos pecadores, a su destino infernal, y sobre ellos los condenados por Cristo Juez, mientras que los resucitados justos, a la izquierda del espectador, son llevados al cielo.
En la atmósfera se palpa más la condena de Cristo que su salvación. Además, los colores fríos (azul, verde y amarillo) congelan la mirada y encogen el ánimo.
¿A qué se deberá que predomine el Cristo condenador sobre el salvador?
Para responder a esta pregunta, los expertos acumulan sus explicaciones. Unos aseguran que la Iglesia católica había caído en graves abusos de poder y en la corrupción más abyecta por hacerse con dinero para la construcción de la basílica de san Pedro mediante la venta de las indulgencias.
Otros consideran a Lutero y a sus seguidores como los principales fustigadores de la Iglesia paganizada de la Roma del Renacimiento.
Tampoco faltan investigadores, como G. Papini, que atribuyen el tono frío y desesperanzado del “Juicio final” al eco que dejó en el joven Miguel Ángel la ardiente predicación del fraile dominico Savonarola contra la corrupta sociedad florentina, y más en concreto contra el lujo y la inmoralidad de los Medici.

Pienso que ninguna de estas explicaciones tan generales aclara que en el “Juicio final” pintado por Miguel Ángel Buonarroti se muestre a Cristo más como temible castigador que como salvador de los justos. Opino que fueron experiencias muy concretas vividas por el artista toscano las que más nos pueden ayudar a entender la figura airada y reprobadora del Cristo Juez.

Afortunadamente contamos con escritos (cartas y “Rimas”) donde el propio Miguel Ángel deja al descubierto aspectos muy íntimos e inquietantes de su compleja personalidad.

Comencemos por transcribir esta confesión tempranera del artista: “Ya a los 16 años, mi mente era un campo de batalla: mi amor por la belleza pagana, el desnudo masculino, en guerra con mi fe religiosa. Una polaridad de temas y formas, una espiritual y la otra terrenal”.

Ya hemos dicho que Miguel Ángel no solo hizo suya la cosmovisión griega de la Academia Platónica de los Medici, sino que supo plasmarla en sus esculturas. En la pintura de la bóveda de la Capilla Sixtina continuamos contemplando el amor de Miguel Ángel por la belleza pagana, en particular por el desnudo masculino. En este monumento pictórico no se advierte la batalla que dice Miguel Ángel que se engendra en su mente entre el concepto pagano de belleza y el de su fe cristiana.

En la inmensa y repleta escenificación pictórica del “Juicio final”, en cambio, el espectador recibe otras sensaciones muy diferentes: primeramente de mareo, de desorientación, y después de inquietud, de irritación, de repulsa… al ver sobre nosotros el brazo cargado de ira y castigador de Cristo Juez. Tardamos un poco en serenarnos pensando que el pintor toscano hace descargar el gesto decidido de condena de Jesucristo únicamente sobre los pecadores empedernidos. ¿Estamos seguros de que el autor de ese Cristo amenazador no se sentirá incluido entre los condenados?

La mente del artista de Caprese había captado y asimilado bien el deseo del amor divino de las enseñanzas de Marsilio Ficini, el autor de la “Teología platónica”, y su mano prodigiosa logró expresar en sus atléticos desnudos humanos la belleza interior. Pero en la vida personal del genio florentino resultaba muy difícil compatibilizar el deseo del amor idealizado con la hermosura física real de sus modelos masculinos.

Son las “Rimas” del propio Miguel Ángel las que nos revelan la admiración y la angustia que vivió en su relación con jóvenes de cuerpos dotados de atrayente belleza externa e interna. El carácter íntimo y privado de los poemas que el maestro les dedica explica que no fueran publicados en vida del poeta del amor. En esas rimas, que han sido conocidas después, aparecen los nombres de Cecchino dei Bracci, Giovanni da Pistoia y sobre todo el nombre de Tommaso dei Cavalieri. Este último era un noble romano de 22 o 23 años a quien conoció el artista toscano a sus 57 años en 1532, cuando andaba en preparativos para abordar la representación pictórica del “Juicio final”. Hay composiciones poéticas en las que nuestro original poeta se ve llevado a aspirar a la bondad divina a través de la belleza reflejada por el Creador en Cavalieri. Pero nos encontramos con unos dibujos regalados al amado (ver en Google “El rapto de Ganímedes”, “La caída de Faetón”, “Los arqueros”) y con versos que transpiran ardiente pasión sexual del poeta para con “il mio signore”. Miguel Ángel dice querer unirse al cuerpo de su amado con estos términos nada platónicos:

Ojalá fuese solo mi piel hirsuta/ la que, a su pelo tejida, hiciese tal saya/ que con ventura estrechase seno tan bello/ y hasta de día estaría contigo; o las zapatillas/ que le sirven de basa y de columna/ con lo que al menos le llevaría dos inviernos”.

Pienso que, cuando el artista florentino habla de que durante muchos años de su vida ha tenido que sostener una cruenta batalla entre la concepción pagana de la belleza y la concepción de su fe religiosa, se está refiriendo precisamente a este campo de su sexualidad.

En las mismas “Rimas” el inmenso poeta que es también Miguel Ángel Buonarroti se califica repetidas veces de pecador. En uno de sus sonetos se lee: “carico d´anni e di peccati pieno”. Y cuando su vida está llegando en frágil barca al puerto común de la muerte, escribe seriamente turbado: “Los amorosos pensamientos, alegres y vanos/ ¿qué harán si a dos muertes me aproximo?/ De una estoy cierto, la otra me amenaza”.


Volvamos de nuevo al espectacular “Juicio final”. Después de las intimidades que nos han revelado los escritos, sobre todo las poesías de Miguel Ángel Buonarroti, me parece consecuente pensar que el propio autor del mural se sienta aterrorizado ante el brazo amenazador de Cristo Juez. Su retrato que aparece dibujado en la piel de san Bartolomé, que muestra al Juez el cuchillo con el que fue desollado, transmite crispación, desolación. El brazo del Juez justiciero cae en línea directa sobre el rostro de Miguel Ángel y sobre el condenado corpulento que mira horrorizado el fatal destino que le aguarda.

Llegados a este punto, debemos evaluar desde la teología cristiana de la Iglesia primitiva el contenido significativo del “Juicio final” pintado por Miguel Ángel Buonarroti.

Los primeros cristianos unían la venida gloriosa de Jesús resucitado (=parusía) con su misión de Juez. Si el Hijo unigénito del Padre se hizo hombre fue para salvarnos, para darnos vida y vida en abundancia. Con mayor razón, la primera generación cristiana ansiaba esa comparecencia gloriosa de Jesucristo como Juez para participar con él plenamente del reino definitivo de Dios. El “maranatha” de la liturgia eucarística primitiva era el grito esperanzado de los cristianos en que el Juez supremo que iba a venir culminaría definitivamente la historia de los hombres de acuerdo con el plan salvífico de Dios.

Con el paso de los años, debido probablemente al estilo judicial de los romanos en todos los ámbitos de la vida, los cristianos fueron olvidándose del contenido esperanzador y gratificante que traía consigo la venida gloriosa del Señor y fueron dando prioridad a la función del Juez para dictar sentencias. En el himno latino medieval “Dies irae, dies illa” (“Día de ira aquel día”), parusía y juicio aparecen totalmente separados.

Terminamos haciendo nuestra la evaluación de J. L. Ruiz de la Peña:

La más acendrada expresión plástica de esta teología del juicio la ha acuñado Miguel Ángel en el Cristo juez de la Capilla Sixtina, que separa con el puño crispado a los buenos de los malos.”

EDUARDO MALVIDO
Maestro, catequista y teólogo



PÁGINAS RECUPERADAS (5)


Georges GUSDORF:

EL PAPEL DEL MAESTRO



1 Uno de los cambios más notables que se están instalando en el mundo de la enseñanza es el de la intensa presencia de los medios tecnológicos e informáticos. Se emplean estos por dos razones fundamentalmente: por su modernidad y por su eficacia. Los tiempos actuales y la presencia omnímoda de la tecnología en el conjunto de la vida se imponen también en la enseñanza con extensión e intensidad crecientes; la eficacia no es algo que se dé por descontado, sino que se considera probado en aquellos lugares y actividades donde se han aplicado. Los nuevos gestores de la enseñanza así lo creen y así lo enfatizan.
Sin embargo, no todo el mundo aprueba esta presencia sin reservas. No es que algunos rechacen la tecnología aplicada a la enseñanza –y a la educación- sino que denuncian la existencia de un fenómeno que suele ser frecuente en los cambios sociales y pedagógicos: la sencilla ley del péndulo. La puesta en práctica de una realidad tiende a desplazar a otra o a otras que habían sido, hasta su desplazamiento, positivas, eficaces. Es más: para algunos pedagogos ciertas realidades educativas eliminadas o desplazadas eran -y siguen siendo- básicas e imprescindibles en la educación.
Otra razón a favor de la tecnología suele afirmar que aprender es un acto más bien mecánico y que cuanta más facilidad se emplee en el acto de aprender, -eliminando o disminuyendo el esfuerzo en lo posible- mejor aprendizaje se conseguirá. Se suele obviar, en el fondo, el factor humano directo y esencial: la acción directa del profesor y la relación maestro discípulo.

2 Pues bien, las páginas recuperadas de hoy tienen que ver mucho con lo anterior y pertenecen a uno de los pensadores (filósofo y pedagogo) que a mí más me han ayudado a repensar la educación: Georges Gusdorf. Este eminente filósofo de la educación, profesor durante décadas de la Universidad de Estrasburgo, escribió, entre otras obras más importantes, un ensayo titulado ¿Para qué los profesores? (1963). En este pequeño libro “aborda este importantísimo asunto sin tapujos, sin miedo y sin concesiones. Sus análisis de las figuras del maestro, del discípulo, del espacio escolar y su sociología, y su indagación sobre la naturaleza y función de la pedagogía, (...) sus lúcidos ataques a la concepción técnica de la pedagogía... no sólo no han envejecido con su obra, sino que se muestran sorprendentemente actuales”.

3 Una da las dimensiones la acción educadora del maestro es la
aceptación de su persona por parte de los alumnos. Este encuentro afectivo y empático tiene mayores efectos incluso que un buen método: “ Los mejores métodos no salvarán a quien no ha sabido reconocer su autoridad, dirá Gusdorf; mientras que los métodos más arcaicos y groseros harán maravillas en el caso de un profesor aceptado y estimado por los discípulos” (Para qué los profesores, 49).
Otra –la más importante, quizás- es la palabra del maestro: “El maestro, dice Gusdorf, no habla como un libro; el maestro es una presencia concreta, cualitativamente diferente de las presencias abstractas y ausentes que puedan procurar las técnicas audiovisuales, tan de moda hoy en día. El maestro habla, pero la palabra docente no es solo una palabra ante la clase, es una palabra en, con y para la clase...” (Id. 51).
La palabra del maestro debe incitar al diálogo y a la generación de la personalidad del alumno; está más allá de los programas y de los tiempos: la función de éstos “es posibilitar el encuentro furtivo y azaroso, el diálogo del maestro y el discípulo, es decir, la confrontación de cada uno consigo mismo. Los años de escuela pasan y se olvidan la regla de tres, las fechas de la historia de Francia y la clasificación de las vértebras. Lo que resta para siempre es la lenta y difícil toma de conciencia de una personalidad” ( id, 55).
Pero ha de ser una palabra que no invite a ser una mera repetición por parte del alumno; más bien ha de provocar una respuesta propia, creativa. Eso es lo que desea el auténtico maestro y lo que constituye la condición de discípulo: “Así pues, la condición de discípulo conduce a todo, a condición de salirse de ella. Más allá de todas las lecciones enseñadas y aprendidas, la mejor enseñanza que un maestro puede dar es la enseñanza misma del magisterio. Únicamente es preciso un maestro excepcionalmente clarividente para resignarse a esa enseñanza. La eterna tentación del maestro es enseñarse él mismo, dando así el cambio sobre la verdad y sobre sí. El maestro verdadero se reconoce él mismo como el servidor y el discípulo de la verdad; invita a sus alumnos a buscar por su parte y según sus propios medios” (pp. 178-179).

4 Los párrafos anteriores no quieren ser un menosprecio a la tecnología y a la informática presente y dominadora en muchas de nuestras aulas. Tampoco que el maestro haya sido eliminado a favor de los medios técnicos o informáticos. Tan sólo he querido evocar algunas frases de quien se supo maestro y de quien nos recuerda hoy que por encima de cualquier medio técnico el maestro sabe que se debe a la verdad y que en su relación con el alumno ésta no debe ser ”reproducida” o “copiada”, sino buscada –y encontrada- por él. Y para ello debe ser estimulado y guiado por una persona: la persona del maestro: “el discípulo se equivocaría sobre sí, sobre el maestro y sobre la verdad, si considerase al maestro como la verdad encarnada y el fin que se espera” (id, 235). Porque el maestro no es un modelo al que imitar; al pretender imitar al maestro se aparta de él en realidad, “pues el maestro... no es modelo, es original” (id, 237). ¡Ojalá que en la emergencia de los nuevos métodos de enseñanza no se pierda ni si difumine la presencia y la acción radical del maestro!
Teódulo GARCÍA REGIDOR
Maestro. Profesor del Centro Universitario La Salle



     LA POLÍTICA COMO MONACATO


El Espíritu Santo, providente, conduce la Historia de la Humanidad. Los cristianos lo sabemos. Quienes no lo saben podrán negar este hecho, pero no cambiar su realidad.
En cuanto la Historia viene conducida por el mismo Dios, la Historia es sagrada y ha de marchar bajo su Cielo. Por parte de los hombres, que pueden decirle a Dios el non serviam del Príncipe de las Tinieblas, militar en el gobierno de la cosa pública, es decir, en la elaboración del plan divino de la Historia, equivale a entrar en una orden religiosa. Su ingreso y profesión tiene la alta nobleza de la medicina, del magisterio y del monacato.
Cuerpo y alma lo entregan y rinden a la misión. Todo en el político ha de supeditarse al hecho de facilitar el mantenimiento de un alto orden social y moral querido por el Creador. Profesará nuestro político una concepción de la Historia, del mundo, de la Patria, de las personas y de la Naturaleza que sintonice con la idea que el mismo Dios tiene de estas realidades que creó y dirige.
Nuestro político de altura, en efecto, pensará que la vida humana y la sociedad han de tener la plenitud de su mediodía al sol de la sabiduría clásica y bíblica. Su camino será el del sabio griego, romano, hispánico y bíblico.
Un clarinazo de verdad y de exigencia ha de presidir toda su acción. Ha de estar convencido de que aun desde la entraña de sus luces y sombras y desde la fibra más sensible de sus entusiasmos y limitaciones está sirviendo a altísimos destinos y que su dedicación a ellos vale más que su misma existencia. En su mente profesará el ideal del clásico de que vale la pena dar “la existencia por la esencia”.
Nuestro político ideal sabe que trabaja y lucha por misiones temporales que tienen carga de eternidad y que no despertará a la inmortalidad hasta cumplirlas, si es lo que debe. Nadie podrá mermar ni su ímpetu ni su dedicación.
Nuestro político empieza estando a bien con Dios y sin dejar de mirar al suelo, tener los ojos puestos en el Cielo al que sirve. En este su camino sagrado podrán romperlo sus enemigos o sus amigos bienintencionados, pero estos han de estar convencidos de que no le doblegarán nunca.


RAMIRO DUQUE DE AZA
Maestro. Profesor de Teoría del conocimiento
Bachillerato Internacinal








      ODIAR NO NOS CORRESPONDE



Amaneció un día soleado aquel 31 de octubre. Como cada año por esas fechas, me levanté con intención de acudir al camposanto donde reposan mis padres y mi abuela materna. Mis abuelos paternos descansan en otro cementerio; Francisco, el padre de mi madre, no sabemos dónde. Fue una víctima anónima entre los miles de combatientes enfrentados en una guerra civil que se llevó por delante la vida y las ilusiones de miles de españoles. Él fue llamado a filas en una de las levas que, mediado el conflicto, se llevaron a cabo. El azar, solo el azar hizo que, al figurar en el padrón municipal de Zaragoza, le tocase vestir el uniforme de las tropas ‘nacionales’ y le llevara a combatir en las trincheras del frente de Teruel, contra los defensores de la República. De haber residido en algún otro lugar no demasiado distante, el uniforme y el objetivo hubieran sido diferentes. En su caso, como en el de un gran porcentaje de combatientes, no fueron la ideología personal ni la militancia política, sino el capricho del azar, quienes determinaron su destino. Tenía entonces veintiséis años, y hubo de dejar atrás una esposa joven y un niño de apenas dos años: mi padre. Hoy, tras ocho décadas de paz y cuatro de democracia consolidada, y cuando creía superados los odios y rencores nacidos de aquel enfrentamiento cainita, se me retuerce el alma ante la inconsciencia de quienes tratan, por espurios intereses, de avivar el rescoldo de una hoguera que creí apagada. Una bala dirigida o perdida, o la metralla de algún obús, debieron de segar la vida de mi abuelo; ni su esposa ni más tarde su hijo o sus nietos, llegamos a saber dónde, cuándo y cómo cayó ni en qué solar fueron depositados sus restos. Con el paso de los años, el dolor y la indignación fueron cediendo, y la aceptación resignada de los suyos se unió a la de tantas familias de uno y otro bando.
Con el paso de los años, mi abuela, nacida en Aragón, resultó madrileña de adopción; y mi generación y la de mis hijos, de nacimiento. Y es en La Almudena, de Madrid, donde reposan los restos de la abuela y de mis padres, y hasta donde, hace un par de años y como cada final de octubre, dirigí mis pasos aquella fría pero luminosa mañana de otoño. Dejé el automóvil aparcado cerca de la entrada, y abrazado de una mano al ramo de flores que había adquirido minutos antes en una floristería próxima a mi domicilio, y de la otra a Javier, mi segundo hijo, recorrí a pie, entre los cuarteles del cementerio, los aproximadamente trescientos metros que median desde la entrada hasta la sepultura familiar. Luis, mi hijo mayor, quinceañero ya, hacía varios años que eludía la visita; Isabelita, la pequeña, de solo cinco años, quedó en casa con su madre. Al día siguiente, cumpliendo la tradición, acudiríamos la familia al completo al pequeño pueblo de donde es originaria mi esposa y donde reposan los restos de sus padres. El propósito, hacer una visita a la familia y llevar unas flores al camposanto.
Entré con Javier al cementerio. Eran muchas las tumbas que aparecían aseadas, y ramos frescos y coloridos, depositados recientemente por deudos y allegados, se dejaban ver sobre ellas. Como yo, muchos habían optado por adelantar la visita y evitar la incómoda aglomeración del 1 de noviembre. Tan gratificante resulta esos días el espectáculo del jardín pletórico en que se convierte el cementerio, como descorazonador comprobar la soledad y el olvido en que se ve sumido la mayor parte del año.
Tal y como esperábamos, al llegar a la sepultura de los abuelos encontramos a Delfina y Adriá, matrimonio cuyos seres queridos reposan en su panteón familiar, próximo al nuestro. Con ellos, Luis y Marga, sus dos hijos pequeños, de edades próximas a la Javier. Como a mi abuelo Francisco, a Albert, abuelo de Adriá, también le tocó combatir. También en el frente de Teruel, pero en su caso en el bando republicano. Y como de mi abuelo, tampoco de Albert supieron nunca sus hijos o sus nietos dónde y cómo acabó, ni en qué lugar reposan sus restos. De ello habíamos hablado la primera vez que coincidimos. Y puedo asegurar que ni entonces ni cada vez que volvíamos a vernos supuso obstáculo alguno a la relación cordial que surgió y que se mantiene entre nosotros. No fue el odio, ni siquiera la enemistad, sino el azar e intereses políticos que seguramente les eran ajenos, quienes colocaron a nuestros abuelos en trincheras opuestas. Jóvenes españoles, nacidos en una misma nación, se vieron envueltos y enfrentados sin remedio en una lucha fratricida que a nosotros nos resulta lejana y que nuestros padres se esforzaron en hacernos olvidar.
Mientras Adriá, Delfina y yo mismo cambiábamos impresiones y llevábamos nuestra memoria al recuerdo de los nuestros, Javier, Marga y Luis correteaban entre los mármoles y los cipreses. Antes habían entresacado algunas flores de nuestros ramos y, en un gesto inocente de solidaridad, las depositaban aquí y allá en un generoso obsequio a quienes, en su soledad y por el evidente descuido de las lápidas, parecían más olvidados.
Observando a los pequeños y a la vista de la armonía que se evidenciaba en ellos y en los generacionalmente les precedíamos, no pude sino congratularme por ello y lamentar profundamente la actitud de quienes, con evidente irresponsabilidad, esgrimen de modo demagógico y torticero la Ley de Memoria Histórica.
Dejemos a los muertos descansar en paz. Rescatemos a cuantos podamos de cunetas y fosas comunes y démosles digna sepultura. Pero no utilicemos su sacrificio, forzado o voluntario, para reabrir heridas sobradamente cicatrizadas, provocar dolorosos enfrentamientos y abrir nuevas brechas en aras de una pretendida rentabilidad política.

En nombre de aquella sufrida generación de nuestros abuelos, de la nuestra y la de nuestros hijos, quisiera, a través de este ‘casicuento’ que estoy seguro no es simple fruto de la imaginación, sino que evidencia la verdadera realidad, clamar desde el más profundo anhelo de paz y de concordia: perdonemos y, a ser posible, olvidemos; pero en cualquier caso, tengamos claro que ODIAR, NO NOS CORRESPONDE.
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO 
Maestro. Doctor en Ciencias de la Educación. Emérito UCJC
Ciudadano del mundo
                         
                    


         
       EN HOMENAJE A GALDÓS


Aunqu'esta vida d'honor tampoco no es eternal ni verdadera;
mas, con todo, es muy mejor que la otra temporal, peresçedera.


   Sirvan hoy estas palabras, con las que honraba Manrique la memoria de su padre, de rendido homenaje a don Benito Pérez Galdós, insigne canario, madrileño de adopción, y de reconocimiento a la permanente dedicación a su vocación de escritor. “El que resiste, gana”: expresión celiana, que en toda justicia cabe aplicar a don Benito. No fue la de Galdós una vida fácil. Décimo hijo en una familia de clase media española, aunque no padeció penalidades económicas hubo de esforzarse para salir adelante. No fue su empeño alcanzar la titulación en Derecho que sus padres querían para él; su interés por la literatura le llevó a frecuentar círculos y tertulias, mientras de manera autodidacta bebía en las obras de los clásicos y sobrevivía con pequeñas colaboraciones en periódicos y revistas. Su genialidad y su permanente esfuerzo acabarían alumbrando más de un centenar de obras, entre las que destacan con luz propia sus relatos novelísticos.

La evocación de Galdós aparece indefectiblemente unida a la de sus Episodios Nacionales: cuarenta y seis obras que recogen parte de nuestra historia más reciente, desde la Guerra de la Independencia hasta la restauración borbónica en la persona de Alfonso XII. Los primeros 20 episodios, obra de juventud, reflejan claramente su espíritu inconformista y sus ideas liberales, enfrentados al rancio conservadurismo y al fanatismo religioso de la época. Las otras dos series, abordadas en plena madurez, muestran, aunque en tono más sosegado, su radicalización política, afín al socialismo republicano y con tintes anarquistas. Comulguemos o no con sus ideas, nadie puede negarle su honestidad, su inconformismo, y el generoso esfuerzo por vivir de cerca y retratar la
realidad social y política de una España claramente mejorable. Como a Unamuno, también a Galdós ‘le dolía España’. En sus obras se evidencia el rechazo a la intransigencia, la opresión y la injusticia social, y se ponen en valor la integridad, la compasión, el respeto mutuo, la autenticidad. Obras como Misericordia, Nazarín o El abuelo, entre otras muchas, dan fe de ello. En contraste, la repulsa a las actitudes egoístas que mueven a determinados protagonistas en obras como Doña Perfecta, La familia de León Roch o Marianela, por citar algunos ejemplos. Si bien con los años el estilo de Galdós fue ganando en pulcritud y belleza formal, no fueron estas sus virtudes literarias, ni el rigor academicista o la exigencia estética su principal motivación, sino la espontaneidad, la clara evocación de hechos y ambientes, desde la aguda observación, la caracterización psicológica de los personajes y la aportación de testimonios tomados de documentos históricos y de la tradición oral. Muestra singular de realismo social, una de sus obras más reconocidas: Fortunata y Jacinta.

Fue Galdós hombre sin pretensiones. Y si bien sus méritos le proporcionaron recursos económicos, reconocimiento social y logros como la incorporación a la Real Academia o la nominación al Nobel, vivió una vida sencilla. Murió de edad avanzada, en Madrid, el 4 de enero de 1920, endeudado y prácticamente ciego. A pesar de su manifiesta actitud anticlerical, había en don Benito un hondo sentimiento de espiritualidad y trascendencia, que parece traslucirse en estas palabras de Benina, uno de sus más tiernos y humanos personajes: …yo digo que Dios, no tan solo ha creado la tierra y el mar, sino que son obra suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las casas donde vivimos, los puestos de verdura… Todo es Dios. […] Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima.

ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
Maestro. Doctor en Ciencias de la Educación
Emérito UCJC 















RIMAS CONCERTADAS

AL TIEMPO INDESMAYABLE


Antes, ahora y después
de instantes está hecho el tiempo,
nosotros vamos con él.

Impávido se nos queda
avejentado en el cuerpo
mientras que pasa y nos lleva.

Llegó antes que nosotros
y no se va a marchar nunca
porque tiene mucho morro.

Puede que se apague el sol,
puede que la luna muera,
pero él jamás, nunca, no.

Es pasado y es futuro
Y es presente en todo modo
y es tan claro como oscuro.

Lo contamos como un cuento
de horas, días, meses y años
que no se los lleva el viento.

Y a minutos y a segundos,
con espadas de relojes
marcándole siempre el rumbo.

Y siempre le queda tiempo
por detrás y por delante
aunque se termine el cuento.

Nosotros sí que nos vamos
y un vacío de tristezas
dejamos en los que amamos.

Los árboles no le alcanzan,
los peces no le consumen,
las aves le dan sus alas.

Un poquito cada día
nos encoge, nos arruga,
nos maltrata y nos fatiga.

Pero él siguirá tan pancho
su camino interminable
tanto arriba como abajo.

Al final quedará solo
en el mundo que habitamos
los que tenemos tan poco.

Igual le va a dar al tiempo.
Conoció la soledad
antes de espiarnos muertos.

Dejémoslo que se quede.
Es su esencia perdurable
como la de Dios, indemne.

Apuleyo Soto Pajares

Maestro, periodista, poeta, juglar


PINCELADAS


¡Quién tuviera la lira
del místico para cantar a España
que tanto amor me inspira!
¡Qué noble fue tu hazaña
en cultura y, en bélica campaña!

¡Qué grande fue tu historia!
¡Cuántos literatos te hicieron culta
y guarda mi memoria!
Con Lope, mi alma exulta
y, con su verso, hizo mi rima adulta.

A Calderón me rindo;
de Tirso, la mujer queda cautiva.
Por Machado, yo brindo
porque él, en mí, aviva
la experiencia de Castilla, viva;

y, con Juan Ramón, hizo
que a mi tierra y mi burrito amara.
Quien entuertos “desfizo”
mi padre festejara
y de soñar con él no me cansara.

En Batres, Garcilaso
me enseñó donde nació Nemoroso
y Salustio, acaso.
Y sus versos, ansioso,
recordé, junto a su fuente, dichoso.


BATRES. FUENTE DE GARCILASO 
PASEO DE LA FUENTE DEL CHORRO
* Háceles compañía,/a la sombra volando/y entre varios olores/gustando tiernas flores/la solícita abeja susurrando /los árboles, el viento/al sueño ayudan con su movimiento.



Romántico Espronceda,
byroniano, el de Diablo mundo,
filosófico queda,
como Rousseau, profundo:
en sociedad, el hombre, un vagabundo.

El canto de Teresa,
el amante de amor más rotundo,
su alma esclava, presa;
bueno es el mundo
¡amor que la vida hace un segundo!

La canción del pirata,
mi mundo cuando tuve fantasía,
que era su historia grata
y, al leer, soñaría
con aquello que real tarde sería…

ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología




      
   









5     la    mosca

  • Se frota con ahínco, denodadamente, las patas traseras. Luego, con las patitas delanteras abraza su enorme cabeza y las agita como si se fuera a degollar. ¿Qué hace?
  • Lleva un rato parada. De pronto, se lanza a volar. Dibuja círculos en el aire de la habitación sin ir a ninguna parte. En horas muertas, gira que gira. No está sola. Hoy son pocas, se entrecruzan solo en media docena de círculos y de parábolas por la habitación.
  • La que sigo, se cansó y ahora se ha ido a posar en la cortina. Continúa con la gimnasia de remos. Se frota y retuerce de gusto.   
  • Al marcharse ha dejado en la tela un puntito negro. ¿Punto final? ¿Punto y seguido? ¿Volverá a terminar su hazaña en puntos suspensivos?
  • ¿Quién sabe si la trompa que ahora aplica al bizcocho no era la misma que hace un rato, sin lavar, aplicaba al arañazo vivo del nieto que hace poco besaba el suelo y hace menos se rascaba la culebrina roja que dice que le pica.
  • Pesadas como moscas. ¡Que llegue San Simón! Que el refrán, además de muy sabio es muy certero: “Para San Simón, una mosca vale un doblón”. No hay moscas por San Simón. Y por San Andrés: “toda mosca muerta es”.

  • Dijo la rana al mosquito: “Canta como yo, bajito”.
  • El profesor pregunta en qué rincón de la literatura hay un convento de dos mil moscas golosas y alegres en adoración. El alumno aplicado y goloso que todo lo sabe: en el panal de rica miel de una fábula de don Félix María.
CUR











70 Los contenidos de la educación física



Diversos enfoques





La Educación física ha llegado a tal grado de complejidad que para que pueda ser entendida se hace necesario establecer diferencias. Éstas vienen dadas, sobre todo, por la edad de las personas a quienes va destinada. No será igual el enfoque que se le da al ejercicio físico de un niño de cinco años que al ejercicio que realice otro de dieciséis; y la de éste será diferente a la que practique un adulto de cuarenta años. Las diferencias han de establecerse tanto por el tipo de ejercicio como por los objetivos a corto y largo plazo. Mientras que el movimiento para un niño de infantil es una necesidad vital imprescindible para su desarrollo, a un adolescente el ejercicio le afianzará su personalidad; para un adulto, el objetivo del ejercicio se circunscribirá más al campo del ocio y de la salud.


Si tenemos en cuenta estas premisas, podremos dividir la Educación física en cinco etapas bien diferenciadas:

1 Educación física de base (EFB), también conocida como psicomotricidad; abarca desde el tercer año de vida hasta los 9 años (3º curso de primaria), umbral de inicio de la pubertad. Sus contenidos se vuelcan hacia el desarrollo de las capacidades perceptivo-motrices.
2 Profundización de la EFB, introducción a los deportes y a las capacidades condicionales. Comienza hacia los 10 años y se mantiene hasta los 12 años (6º curso de primaria).
3 Desarrollo de los deportes y de las capacidades condicionales. De 13 a 15 años (3º curso de secundaria).
4 Incremento de las capacidades condicionales y especialización deportiva. Se extiende desde los 16 años (4º curso de secundaria) hasta los 18 años, fin de la etapa escolar.
5 Educación física para adultos. Desde los 18 años se mejoran o se mantienen las aptitudes físicas como soporte de salud; se produce la integración deportiva.


Estas divisiones no tienen un carácter cronológico fijo, sino que pueden fluctuar en relación con el grado de madurez o las circunstancias de cada persona; no obstante, las divisiones establecidas corresponden a cursos escolares por una cuestión de organización del trabajo. El paso de una etapa a otra se produce de manera paulatina y progresiva, sin cambios bruscos. Se puede hablar con mayor propiedad de las características predominantes en cada etapa de desarrollo de la persona desde el punto de vista del ejercicio físico. Conceptos que ampliaremos más adelante.

 Las cuatro primeras etapas pertenecen al ámbito escolar de Primaria y Secundaria. Desde luego, esas etapas tienen sentido si en cada una de ellas se afronta de manera solvente el trabajo para desarrollar las capacidades y el potencial de niños y adolescentes. Pero si el trabajo de Educación física se hace sin criterios de progresión y sin objetivos de etapa, como desgraciadamente se suele trabajar esta asignatura, dichas etapas quedan muy difuminadas, con tendencia a empezar en cada curso.

Francisco Sáez Pastor


Universidad de Vigo


117 AFDA

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