Buscar este blog

117 Cuento

                                        

                                                         EL BURRITO SALVADOR



Queridos nietos, ahora que estáis aquí todos, os voy a contar un cuento que estoy seguro os va a gustar.

En un pueblecito precioso, con muchos molinos de viento y un castillo muy antiguo, en la región de La Mancha, había una vez un hombre que tenía un burrito de pelo gris- suave y lanoso, adornado con una franja blanca en sus crines y en su cola. Cabezón como todos los burros, pero inteligente como pocos, valeroso, alto y tan fuerte como un mulo. Cuando rebuznaba, es que te llamaba y deseaba que le acariciaras sus crines y le rascaras suavemente su hocico carnoso, peludo y sensiblero.

Se me olvidaba deciros que el burro se llamaba Orejoncillo.

Todos los días, su dueño Antonio, le echaba la albarda sobre sus lomos, le apretaba la cincha, le ponía la cabezada y ¡hala!, montaba sobre él, y contentos se iban a trabajar al campo.


Cuando llegaba el invierno era lo peor, porque en La Mancha hace mucho, pero que mucho frío. Antonio y Orejoncillo se levantaban al amanecer y se iban al monte a cortar leña para calentarse en la cocina y para poder hacer la comida. La madre, Manuela, y su hermana Trini, siempre lo estaban esperando en la puerta de su casa. Así durante todo el crudo y frío invierno.

- Pero escuchadme bien lo que un día sucedió.

- ¿Qué sucedió, abuelo?- interrumpió Lucía impaciente.

- Escucha, Lucía.

Ese día se levantaron muy temprano, como siempre. Antonio, puso una vieja manta sobre los lomos del burrillo, lo aparejo como de costumbre, y salieron a la calle.

El cielo estaba cubierto por un manto oscuro. Lloviznaba suavemente y hacía un frío que pelaba. Podéis imaginaros el frío que hacía, pues el agua de un cubo que habían dejado por la noche en el patio de vecinos, estaba totalmente congelada; era una piedra de hielo. Por unos momentos dudaron si salir al monte o quedarse en la casa. Todavía quedaban algunos haces de jara en la sarmentera del corral, suficientes para no tener que salir. Pero pudo más la costumbre y la valentía de desafiar al mal tiempo, y abrigado Antonio con su vieja pelliza de pana, emprendieron la marcha. Antonio iba detrás de Orejoncillo, y no había que llevarle del ramal porque sabía su camino igual o mejor que su amo.

El tiempo empeoraba más y más. Ahora caían pequeños copos de nieve y soplaba un viento racheado con fuerza. El burro marchaba con lentitud, desafiando la ventisca y cabeceando de vez en cuando para librarse de la nieve congelada que casi lo iba convirtiendo en un burrito polar.

Llegando al monte apenas pudieron cortar leña, pero la pericia de hacerlo todos los días, superó las malas condiciones de trabajo, y pudieron hacer los haces de jara, que cargó sobre su compañero de fatigas y las ató bien fuerte. Más empeoraba el tiempo. Más copos de nieve, ahora congelados, caían sobre nuestros dos amigos, mientras regresaban a casa. Casi no veían el camino a unos metros. El frío se le metió a Antonio por todo el cuerpo, y sus pies, cubiertos por las albarcas y las polainas de tela se le habían congelado. Ya no podía más. Todos sus músculos se le atrofiaron.

- Eso se llama hipotermia, abuelo- interrumpieron Rafa, Elena y Alberto, que son mis nietos mayores.

- Buena aclaración- les dije yo y seguí el cuento que ya apuntaba tener un final triste y amargo.

Hizo un esfuerzo pero todo fue inútil. Nuestro joven labrador se rindió. Casi inconsciente, se acurrucó sobre la pared de un corral abandonado a las afueras del pueblo. Sintió que se moría.

- ¿Qué pasaba con Orejoncillo?- preguntaban Irene y Marcos un poco asustados.

Yo seguí la narración para responder a su pregunta.

El burrito, sin levantar la cabeza, sin notar que Antonio ya no le seguía, barruntando su soledad y la desgracia que se avecinaba, llegó a la puerta de la casa, agotado. Dio, como nunca, un rebuzno prolongado, con una melodía, si así puede llamarse, triste, melancólica y apenada. Manuela y Trini, que esperaban con impaciencia su llegada, se sorprendieron, cuando después de un largo rato, Antonio no aparecía. Alarmadas, aterrorizadas, y muy preocupadas, descargaron los haces de leña y, cogiendo a nuestro burrillo inteligente y valeroso por el ronzal, siguieron las huellas de sus pezuñas, que en la nieve helada habían quedado grabadas. Algunos vecinos amigos los acompañaron en la búsqueda dolorosa.


Muy pronto dieron con Antonio, recostado sobre la pared del viejo y derruido corral. A primera vista no respiraba. Pensaron que estaba muerto. Endurecidas sus ropas y amoratada su cara y sus manos. El profundo silencio se interrumpió con el llanto angustioso, inconsolable y desesperado, sin que nada ni nadie pudiera dar respuesta al dolor tan amargo de Manuela y de Trini. Entre todos lo arroparon con mantas, y muy cerquita, rodeando su cuerpo, encendieron una lumbre, esperando desesperadamente que el cuerpo inerte pudiera dar alguna señal de vida.

Por un movimiento, casi imperceptible de párpados y de los dedos de un pie, empezó a nacer una esperanza gigante de vida. La esperanza se fue convirtiendo en una realidad visible. Abrir un poco los ojos y cerrarlos; ahora mover las manos y realizar algunos movimientos del cuerpo. Lo inerte se iba convirtiendo en un mundo animado. ¡Era posible el milagro!

Del llanto desesperado, se estaba pasando a las alegrías de consuelo. Manuela y Trini lloraban abrazadas a Antonio que esbozaba una leve sonrisa. Los vecinos también lloraban y se abrazaban de alegría.

¿Y Orejoncillo? ¿Dónde estaba Orejoncillo?

¿Dónde estaba uno de los salvadores de Antonio? ¿Se había enterado de algo? Nuestro inteligente burrito también soltó sus lágrimas de alegría.

      Y colorín, colorado,

      el cuento de Antonio y su burrito,

      ¡qué bien ha terminado!



                                TELESFORO MORENO
                                  Maestro. Cuentacuentos. Radio


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Envíanos tus comentarios

117 AFDA

        ÍNDICE  PRINCIPAL                              ____________________________________   Pregón:  Educación y expertos. Libertad       ...