EL TUNJO DE ORO
Queridos nietos, este cuento es de un país muy lejano que se llama Colombia; me lo contó un buen amigo mío que viajó por aquellas preciosas tierras americanas.
- Pero abuelo, ¿era un muñeco o un niño? -dijo Lucía un poco confundida-
- Ni siquiera yo sabría decírtelo, Lucía.
La mujer lo cogió entre sus brazos, lo besó y lo apretó contra su cuerpo dándole calor maternal.
Para que aquel niñito les cambiara la vida y les hiciera ricos, sólo tenían que cuidarlo con mucho cariño y alimentarlo con diminutas semillas. Así lo hicieron, pero, ¡oh, maravilla!, las semillitas que le daban de comer, el Tunjo -que así se llamaba el pequeño y generoso muñeco- las echaba de su cuerpo convertidas en pepitas de oro puro. Sin trabajar eran ricos, muy ricos; eran las personas más felices del mundo.
Pasado mucho tiempo, un día, el matrimonio decidió hacer un largo viaje, ellos solos, por tierras muy lejanas. Se gastaron todo el dinero que tenían pensando en lo fácil que les sería recuperarlo al volver a casa, alimentando a su querido Tunjo con las pequeñas semillitas.
El Tunjo, metido en su arcón de oro y plata, adornado con perlas, diamantes, esmeraldas y rubíes, se quedó muy solo.
Nadie lo acariciaba, nadie arrullaba sus sueños, nadie lo cogía en brazos ni lo apretaba contra su cuerpo; sus ropas quedaban sucias y nadie se las lavó. Se puso tan triste y desconsolado que aquella casa de enormes tesoros y de lujosos muebles comenzó a inundarse con las lágrimas del atribulado Tunjo; el arcón donde vivía se rompió y hasta la casa entera se hundió. El pequeño y regordete muñeco volvió a quedarse otra vez oculto entre el barro y las piedras de aquellos desolados lugares.
- Abuelo, ¿qué le pasó al matrimonio cuando a casa regresó?-interrumpió Irene muy preocupada-.
- Pues volvieron a ser pobres, pero la pena mayor fue no poder escuchar a Tunjo que les dijera: “¡Te quiero, mamá, te quiero, papá!”.
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