Buscar este blog

20201111

93 AFDA

                                                                     Diciembre, 2020


ÍNDICE PRINCIPAL


Pregón: Quousque tandem abutere...?

Desde el margen: Pandemia, escuela y acto pedagógico. Teódulo GR

En homenaje a Cervantes: Cervantes explicado por mi madre (III) A. Gómez Moreno

Hemos leído: El Cega Ciego. Apuleyo Soto

La mujer en Cela, XII: Maternidad. Aspectos negativos. ÁH

Soneto desde el sentimiento: Del lazo al abrazo. ÁH

Rincón de Apuleyo: Dios sobre la nieve. Medianoche de diciembre, 2020.

Educación física: Incremento cualidades físicas y especialización deportiva.  F. Sáez

Acuarelas: Liberación. Teódulo GR

Feliz Navidad. Ya he montado mi belén. ÁH











Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?


El Año 63 a. C, en Roma, en el foro romano, en su Senado, empezaba así su primera catilinaria Cicerón. Se estremecía la Urbe. Abrimos las páginas magnas de la historia, a más de veinte siglos de distancia, y aun resuenan interrogantes y fuertes las palabras del gran orador.

La pregunta iba dirigida a Lucio Sergio Catilina, su mayor enemigo, personaje corrupto, que había acudido al soborno para lograr el cargo de cónsul, conspiraba para dar muerte a Cicerón, planeaba una insurrección en Italia, pretendía incendiar Roma y acabar con cuantos senadores le fuera dado acabar. Una linda pieza de político.

Hoy, sobre la España del 2020, Imperio creador de veinte naciones, dos Siglos de Oro, etc., no parece sino que gravita el mismo interrogante esperando que alguien, con suficiente voz, vuelva a clavar su Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?, sobre la piel de nuestro toro.

Se diría que, a estas alturas de nuestra vida, retirados, por los años que dejamos atrás a la retaguardia de la vida, sin acción directa sobre ninguna parcela de la sociedad, sin tener que responder ya de casi nada, sentados al pie del castillo de nuestra propia historia, no nos queda sino que presenciar en caída el general desmoronamiento de lo que fue nuestro mundo y nucleó nuestra Patria.

Nuestro Cristianismo no se hunde porque tiene de su Fundador la seguridad de prevalecer frente a las puertas del Infierno.

Pero se nos deshace España, de qué manera y con qué deprisa. Y, con ella, Europa, la Europa que creció en América y misionamos por el redondo mundo.

Adiós a su Historia, adiós a sus santos, a sus poetas y a sus héroes. De enorme talla tantos de ellos, adiós a sus gestas, a sus creaciones, a sus conquistas, a su dolor, a su pasión, a la luz y al fuego que llevaron al mundo... Sólo quedará constancia escrita en los libros de la Historia que ahora se cierran con llave. Que callen para siempre. Que no se hable más de ellos ni que en adelante se pueda oír el grito de su triunfo y el de la verdad a la que sirvieron.

¡Vuelta a las cavernas! ¡Desmoronamiento general!

Y ante esta escombrera general: ¿qué nos cabe?, ¿hay algún margen para el mundo de los que seguimos centinelas de los valores de nuestra Patria, la española y de la universal patria del mundo?


El monigote que pintó Goya en los Fusilamientos del 3 de mayo es nuestra AFDA. No tenemos mayor voz. Pero aquel grito de Independencia es un eco el nuestro de hoy.

Pero, mientras, ¿dónde está el Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? rotundo, sonoro, bronco, imparable, definitivo… de la Asamblea de obispos españoles, del cuerpo silencioso de intelectuales de primera línea, de la Academia Española, de las Academias, del Banco de España, de las Universidades, de los colegios profesionales, de los tres ejércitos españoles, de las 17 Autonomías, de las Órdenes religiosas, de las Cofradías, de los Conventos, de los Museos…?

Los que tienen voz potente, callan, petrificados como profetas mudos. Y esta vez, mientras callan, no hablarán las piedras hijas de Abrahán.





Desde el margen


Pandemia, escuela y acto pedagógico  



Estamos de nuevo sufriendo los duros golpes de la pandemia. Tuvimos una primera ola, durísima y letal, y nos prometían que íbamos a salir “más fuertes” y que nuestra vida iba a cambiar de manera no drástica, pero sí significativa; que el cambio iba a afectar a la forma de vivir, de trabajar, de relacionarnos con los otros, de apreciar la urgencia de los verdaderos valores. Y sin embargo no parece que haya sido así: cuando gozamos de libertad nos entregamos a la vida de siempre… y no siempre en sus mejores versiones.

Sentado junto al río, desde su margen, en este caso de la educación, me encontré con un viandante, viejo conocido de mis años de profesor de Magisterio. Se llama Philipe Meirieu y es una persona que sabe de educación, sobre todo ue conoce el mundo de los educandos y que ha navegado por las aguas, tranquilas a veces y revueltas otras, del mundo de los liceos franceses. No en vano ha sido durante largos años profesor del Liceo de Lyon. He leído algunos de sus libros y tengo uno, sencillo pero sabio, titulado “Referencias para un mundo sin referencias”. Pero no es a esta obra a la que deseo referirme, sino a un artículo reciente (“La escuela después… ¿con la pedagogía de antes?”, Publicado por MCEP de Madrid el 20 de abril de 2020)1 , escrito al finalizar la primera ola del coronavirus. De entre su rica reflexión educadora deseo tan solo comentar, desde el margen del río educativo, sus reflexiones acerca de algo que a muchos ha parecido evidente pero que él no lo ve tan claro: el cambio de las clases presenciales por otras de modo telemático a que nos ha obligado el confinamiento y la pandemia. Ello, dicen los defensores de esta modalidad docente, ha sido un hallazgo positivo que nos obligará a cambiar radicalmente nuestra forma de dar la clase (faire la classe) y de crear eso que llamamos escuela (faire l’école).

 

Comienza Ph. Meirieu mostrando su escepticismo o, mejor, su certeza de que la pandemia no nos obligará a cambiar nuestros hábitos, no hará que su gravedad y la fuerza con que ha incidido en algunos de ellos vaya a terminar en un cambio permanente. Y menos en el ámbito de la educación. En este campo, dice, la diferencia es enorme entre lo que expresan nuestros deseos, incluso forzados por causas mayores, y nuestros actos: “Esto se debe a que la coherencia entre las promesas hechas y las prácticas aplicadas no es en absoluto la regla: al contrario, es la excepción, infinitamente rara y preciosa, que surge cuando unos pocos individuos o grupos determinados se ponen a trabajar haciendo una pregunta profundamente subversiva que difícilmente toleran los partidarios del «desorden establecido»: «¿Pero por qué no hacemos lo que decimos que haremos?».

Yendo al caso de la enseñanza telemática, modo de aprendizaje obligado en estos días por la necesidad de confinamiento y a la vez por el deseo de no perder el curso, la cuestión planteada es la de si la pandemia nos ha descubierto algo que goza de una excelencia que antes no veían nuestros ojos. Si de ahora en adelante será la vía telemática la que se impondrá sobre el modo presencial de “dar la clase”. Y su respuesta, en coherencia con la distancia entre lo deseado (ahora descubierto) y lo realizado, a lo que aludía anteriormente, es negativa. Y lo es no sólo por la razón apuntada, sino por otra de índole más educativa y menos funcional.


2  El acto pedagógico

Nos habla el pedagogo francés del “acto pedagógico”. Este es algo más, mucho más, que una pura relación mediática o telemática entre un profesor que dicta unos contenidos y unos alumnos, aislados y desconectados entre sí, que toman apuntes o que siguen de manera más o menos anónima al profesor. Para Meirieu falta algo esencial: “el acto pedagógico no es una mera yuxtaposición de intervenciones individuales, por muy afinadas que sean, sino una construcción, tanto material como simbólica de la escuela en su principio mismo: aprender juntos gracias a la figura tutelar del profesor que, al mismo tiempo, crea algo común y acompaña a cada uno en su singularidad”.

Quizás las tecnologías, en especial la informática, aplicadas a la enseñanza -o a la educación- nos han encandilado más de lo normal. Quizás las dificultades didácticas creadas por la pandemia hayan incitado a profesores y alumnos a destacar su eficacia. Y han ponderado los resultados del aprendizaje en términos puramente objetivos, si es que esto es posible. Pero no han pensado en lo que el profesor de Lyon define como “acto pedagógico”, en el cual la presencia humana física es esencial. Para Meirieu las tecnologías digitales “se basan en su mayor parte en una lógica individual y técnica”. Esto y los intereses comerciales puede que desnaturalicen los objetivos que dicen querer conseguir. Porque un uso tal devalúa de manera definitiva la figura del maestro, del educador. No se trata sólo de lograr unos objetivos que el alumno podría lograr desde su casa, imitando al llamado teletrabajo: la casa, dice Meirieu, no puede sustituir a la escuela. El profesor no está para dictar sus clases sino para lograr que, entre todos, y gracias a su sabiduría, se logre “la construcción de lo común”.


3  Prerrequisitos u objetivos

Pero lo peor de todo es que la “educación a distancia” puso muy rápidamente en primer plano cuestiones que, si bien eran conocidas, se revelaron, a veces cruelmente, a todo el personal docente. En una de esas cuestiones, la de que “cuando el alumno no esté presente y la interacción pedagógica es, de hecho, particularmente reducida, podemos ver cuán serio es transformar nuestros ‘objetivos’ en ‘prerrequisitos’”. ¿Qué significa esto? Confundir lo que es objeto de la educación con un dato previo, un requisito que se supone adquirido por quienes siguen, por ejemplo, los cursos de manera telemática (aunque haya otros alumnos con menos posibilidades económicas que no puedan seguirlos). “Hay demasiada tendencia en nuestras instituciones a olvidar que la motivación, el sentido del esfuerzo, la autonomía y la autosuficiencia no pueden ser requisitos previos para entrar en una actividad docente, sino que son los objetivos mismos de esa actividad, inseparablemente liga a la adquisición de conocimientos”. Y, por lo tanto, “hacerlos requisitos previos significa reservar la actividad pedagógica a los que ya están ‘educados’, y preferiblemente ‘bien educados”. En el fondo, esto sería fomentar las desigualdades en lugar de crear oportunidades iguales para todos y facilitar, en el cara a cara entre maestro y alumno, el ejercicio de esa oportunidad.


**** **** ****

Hay otros aspectos en el artículo del profesor Meirieu. Valgan estas breves observaciones para, al menos, clarificarnos algunas ideas y observaciones sobre la enseñanza telemática. En la enseñanza actual, debido a la pandemia, hay alumnos que se ven obligados a seguir algunas de sus clases por vía telemática. Y en los próximos meses tenemos el riesgo de volver a un confinamiento que obligue a todos los alumnos a prescindir de la presencia física del profesor. Los profesores deberán saber que, aunque actuales y de vanguardia, los medios informáticos no pueden superar lo que constituye el meollo de la educación: el contacto humano, afectivo y cercano, imprescindible para el logro de lo que se da a veces por supuesto, cuando es la esencia misma, el objetivo de la educación. Esto no quiere ser una minusvaloración de los medios técnicos e informáticos en la escuela. Sólo pretende reconocer que, aun utilizando esos medios, el alumno ha de contar con la presencia, la acción, la orientación y la ayuda del profesor.

1  Movimiento Cooperativo de Educación Popular

TEÓDULO GARCÍA REGIDOR

Profesor del Centro Universitario La Salle



CERVANTES EXPLICADO POR MI MADRE


(III)

.

 

Dejemos descansar a Sancho por un instante, aunque enseguida volveremos a él para ver en qué consiste su frugal comida. Antes deseo comentar el trabajo de Francisco Rico, «Las siestas de la venta (Don Quijote, capítulo 32, 1605)», incluido en un homenaje a Jaime Moll (Rico, 2012). Aquí, Rico se ocupa de un escollo textual del Quijote que, de haberse preservado la memoria de la vida campestre, con sus labores y sus ritmos, no habría sido tal. Como dice Rico, las fiestas de ese capítulo son una errata por siestas:

Y, como el cura dijese que los libros de caballerías que don Quijote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero: –No sé yo cómo puede ser eso, que en verdad que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros muchos. Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las siestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas. A lo menos, de mí sé decir que, cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.

Antes de aducir sus razones, Rico apela a una aguda afirmación de su amigo Joaquín Forradellas, a quien gustaba decir que, para entender el Quijote, hay que ser de pueblo. Por lo visto hasta aquí, ni siquiera precisaría aclarar que coincido plenamente a ese respecto. Desde luego, en lo que a la hora sexta se refiere (las doce o mediodía), no puedo estar más de acuerdo: era el momento de descanso, con la comida principal (no el almuerzo, como ahora dicen tantos ejecutivos agresivos y desinformados) y la cabezada corta; era también la ocasión para amenizar la ingesta de los alimentos con chistes y relatos de toda índole. Ese tiempo de descanso lo marcaba, como recuerda mi madre, el más sencillo y eficaz de los relojes solares: el astil de un azadón, sobre el que a menudo se posaba un pajarillo que ellos conocían como cagastiles, la tarabilla común (Saxicola torquatus).



Tarabilla común o «cagastiles» (Saxicola torquatus)


Atendamos, como ya anunciaba, a uno de esos momentos de descanso. Parémonos en concreto en el c. 13, 1615; en él, Sancho y el escudero del Caballero del Bosque, que no es sino Sansón Carrasco, hablan de sus respectivos señores. Luego, Sancho acepta de mil amores la invitación de su compañero de oficio (más adelante, sabremos que, en realidad, se trata de su vecino Tomé Cecial), pues sus alforjas van cargadas de ricas viandas. Sancho las compara con lo poco y malo que contienen las suyas:

Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta, y dijo: —Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo a lo menos; y no como yo, mezquino y malaventurado, que solo traigo en mis alforjas un poco de queso tan duro que pueden descalabrar con ello a un gigante; a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces.

En este punto han tropezado todos cuantos han medido fuerzas con el Quijote. Ni el citado discurso del profesor Ceballos, ni el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Castilla-La Mancha, tan preciso en el resto de los casos, distinguen entre la algarroba castellana, modesta planta rastrera, y la algarroba levantina, fruto de un sólido árbol de hoja coriácea. Lo último que al respecto se ha escrito es obra de Moreno (2006), un bonito trabajo que mejora algunas de las fichas del maestro Luis Ceballos, aunque aporta algunas incorrectas y deja otras incompletas. En Ceballos, una está por otra, craso error; en el Atlas, ambas aparecen mezcladas de manera inadvertida, a pesar de que el algarrobo, esto es, el árbol de las algarrobas, tiene una entrada aparte.

Las «cuatro docenas de algarrobas» que come Sancho no son fruto del algarrobo (Ceratonia siliqua), árbol que medra sobre todo en la Comunidad de Valencia y en las Islas Baleares, sino el que produce la leguminosa del mismo nombre (Vicia articulata o la variedad cultivada Vicia sativa), conocida también como «algarroba de Castilla» o «algarrobilla» y estrechamente emparentada con la arveja (de hecho, hay zonas de España en que se le da ese preciso nombre) y el yero. Esta especie, además de servir de alimento al ganado, en La Mancha quitó el hambre de la población más humilde en tiempos tan difíciles como los de la cercana Posguerra. Yo conozco las algarrobas desde niño porque mi madre me hablaba con frecuencia de las que sembraban para los animales; de la otra, no sólo me consta el uso del dulcísimo garrofín en repostería sino que las he comprado de niño en los puestos de dulces y chucherías.

Por cierto, Miguel Delibes, a quien, frente a lo que comúnmente se piensa, se le coge de vez en cuando en renuncio en sus alusiones a la avifauna española, atina cuando se trata de las variedades vegetales más comunes. Como es la segunda vez que me refiero a ello, me siento obligado a señalar al menos un caso: el del búho nival, que nadie podrá ver en zona alguna de España; de hecho, quien desee ver esta rapaz nocturna en libertad habrá de desplazarse a latitudes mucho más frías, en los Estados Unidos o Canadá, en Escandinavia o Siberia.* En cambio, Delibes no marra al referirse a la le guminosa que nos ocupa y demuestra estar más informado que muchos biólogos, pues todos cuantos ponen nota a las algarrobas del Quijote fracasan. Así, en Castilla habla (Barcelona, Destino: 184), leo: «Hace tiempo, la alternativa del cereal era la algarroba o la veza». Los sinónimos veza y vezo, tan próximos al étimo, son también de uso común donde la especie se cultiva.



Algarroba castellana (Vicia articulata)


Cervantes no se confunde: se confunden sus lectores y se han confundido todos sus críticos, incluido el profesor Ceballos. Frente a lo que erróneamente se sostiene, el conocimiento que Cervantes muestra tener de otras especies deriva tan sólo de la cultura popular, transmitida oralmente. Muchas veces, detrás de sus comentarios se intuye poco más que un dicho o refrán, como ocurre en las referencias que hace a la tuera y el tártago. Al amargor de la tuera (Citrullus colocynthis), se alude en el Quijote, c. 39, 1615, y también en la Galatea, I, 37, de un modo que coincide por completo con el dicho popular, que recojo de mi madre, «Amarga como la tuera». En este caso, una consulta a Google confirma que su testimonio, en este caso, no es el único.

Mayor importancia tiene otro dicho de mi madre en referencia al tártago (Euphorbia lathyris), especie citada también en el Quijote. En el c. 11, 1615, es donde Cervantes precisa que Sancho sentía ciertas pesadumbres como «tártagos y sustos de muerte». A la toxicidad del tártago se aludía antaño en una frase hecha, dar tártago, que el maestro Gonzalo Correas incluye en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627); al respecto, vierte la siguiente glosa: «Tártago es una planta ke lleva unos granos buenos para purgar, pero fatigan a kien los kome». Más que de observación directa o uso de fuentes concretas, las referencias vegetales de la obra cervantina, someras y obvias, solo precisan, como aquí y otros lugares que enseguida veremos, de la sabiduría popular. Venga en auxilio el dicho de mi madre, que alude al látex de esta especie, un potente veneno que se utilizaba, entre otras cosas, para eliminar las verrugas: «Tener peor leche que el tártago»

En el conjunto de la obra cervantina, y frente al parecer de toda la crítica que de ello ha tratado, tan sólo se vislumbran dos pasajes concretos en los

Tártago (Euphorbia lathyris)

que su autor bebe con seguridad de una fuente escrita: el Dioscórides glosado por el doctor Andrés Laguna (1555). La primera es una alusión jocosa (Quijote, c. 18, 1605):

¿Que te faltan las alforjas, Sancho? —dijo don Quijote.

Sí que me faltan —respondió Sancho.

Dese modo, no tenemos qué comer hoy —replicó don Quijote. —Eso fuera ―respondió Sancho― cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan malaventurados andantes caballeros como vuestra merced es. —Con todo eso ―respondió don Quijote―, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna. Mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí; que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua; y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos.

Más bueno era vuestra merced ―dijo Sancho― para predicador que para caballero andante.

El segundo testimonio es el eco cierto de la glosa de Laguna en el pasaje del Coloquio de los perros en que la Cañizares habla de la pomada que las mismas brujas fabrican, que les provoca alucinaciones como la de que vuelan sobre escobas:

Este ungüento con que las brujas nos untamos es compuesto de jugos de yerbas en todo estremo fríos […]. Pero dejemos esto y volvamos a lo de las unturas; y digo que son tan frías que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente.

Contrastémoslo con la glosa que Laguna dedica al venenoso solano y no tendremos ninguna duda sobre la fuente de la novelita cervantina (cito por el facsímil de la príncipe de 1555: 422):

Entre otras cosas que se hallaron en la hermita de aquellos bruxos fue una olla medio llena de un cierto ungüento verde, como el del populeón, con el cual se untavan, cuyo olor era tan grave y pesado que mostrava ser compuesto de yervas en último grado frías y soporíferas, quales son la cicuta, el solano, el veleño y la mandrágora. Del qual ungüento, por medio del alguazil, que me era amigo, procuré de haver un buen bote, con que después, en la ciudad de Metz hize untar de pies a cabeça la muger de verdugo. […] De donde podemos conjecturar que todo quanto dizen y hazen las desventuradas bruxas todo es sueño, causado de brevages y unctiones muy frías, las quales de tal suerte las corrompen la memoria y la phantasía que se imaginan las cuitadillas, y aun firmíssimamente creen, haver hecho despiertas todo quanto soñaron durmiendo.

No llegan mucho más lejos (y eso que apuran los términos de comparación) López Muñoz y Álamo (2007); de hecho, de las referencias que, en su opinión, podrían proceder del Dioscórides solo la anterior parece segura. Las virtudes purgativas del ruibarbo (Rheum rhabarbarum), pongo por caso, eran de común conocimiento, como leemos en el Marco Aurelio de Guevara; por lo que al romero se refiere, su uso en forma esencial para bajar inflamaciones llega hasta hoy mismo, mientras la aplicación directa de sus hojas la encuentro en la Historia de las yerbas y plantas (1557) de Juan de Jarava, entre otras fuentes. A ninguno se escapa, eso sí, el pasaje en que don Quijote define el oficio de la andante caballería al Caballero del Verde Gabán (c. 18, 1615) y le hace una relación de las disciplinas que debe dominar: «ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure».

Tuera (Citrullus colocynthis)

Ceballos atina al afirmar que solo una cuarta parte, a lo sumo, de las referencias a plantas en el Quijote son paisajísticas, pues dominan las relativas a «alimentos, cultivos, útiles, aromas, medicamentos, etc.» (p. 11). De su relación, no obstante, hay que quitar la que él tiene por planta de flor, y no es tal: la «margarita preciosa» de El curioso impertinente, pues, en latín y en romance (en toda la Edad Media y, como vemos, todavía en época de Cervantes), el término vale lo mismo que ‘perla’. Yo pondría énfasis en el hecho de que en el Quijote la desnudez vegetal es sorprendente, pues la mayor parte del tiempo transcurre en el campo.

Los ojos del narrador ven lo que todos conocen: encinas por doquier (primera especie en orden de frecuencia, con 38 alusiones) y alcornoques en zonas adehesadas (segunda, con 20 citas). Por lo demás, hay citas únicas de cambroneras, cabrahígos, retamas, romeros y otras hierbas conocidas. También hay giros y expresiones apoyados en plantas, pero quedan fuera de mi interés. A pesar de que el número de citas de términos botánicos en la obra de Cervantes es de 835, a partir de un total de 150 especies, según el recuento de Morales Valverde (2005), la pobreza de la flora cervantina resulta incuestionable. La misma operación, con todas las citas, mapas y un glosario, ha ofrecido hace poco Moreno, en un bonito trabajo que mejora algunas de las fichas de Ceballos, aunque también aporta algunas incorrectas y deja otras incompletas.

Todos, por lo tanto, tropiezan en las mismas dificultades que Ceballos, incluido el término alcacel alcacer, que, frente a lo que afirman, no sirve sólo para aludir a la cebada verde sino a cualquier cereal temprano y, por extensión, a la tierra en que se cultiva (de ese significado más amplio tengo algún testimonio más, perteneciente a otras zonas de España). De nuevo viene en mi auxilio uno de los innumerables refranes de mi madre (única fuente que conozco en este caso): «Casa y alcacer, lo que sea menester». La explicación del término me la ha ofrecido ella al preguntarle qué es exactamente un alcacer. Todos los editores del Quijote, sin ningún tipo de indagación adicional, han seguido a Diego Clemencín, que explica lo que tiene todo el aspecto de ser otro refrán en el capítulo 72, 1615, que suena así: «está ya duro el alcacer para zampoñas».

Así las cosas, los conocimientos que Cervantes demuestra tener de la botánica son muy superficiales, pues no van mucho más allá de lo más inmediato y elemental (con la encina al frente de un número limitado de especies bien conocidas), de la referencia literaria (con el haya en la misma posición hegemónica) y hasta del puro lugar común, que cuaja en un refrán o en un dicho (como la tuera o el tártago). En ese sentido, Cervantes no marcó distancias con sus lectores, a quienes dio en el gusto al acumular refranes, utilizar expresiones de todos conocidas y servirse de un léxico marcadamente popular. Me serviré de otro dicho de mi madre alusivo a la parte alta ―llámese cámara, desván o troje― de las viviendas rurales. A ella he oído el doble giro caramanchón y camaranchón, aunque, como Cervantes, prefiere el primero; así, de alguien huraño dice que se ha criado «como gato en caramanchón». Nada tiene, pues, de extraordinario que también Cervantes opte por la forma caramanchón en tres casos de cuatro.

Cervantes tuvo presentes paremias y apotegmas, refranes populares y proverbios cultos, en un sinfín de momentos. Más allá de las incontables ocasiones en que se ofrecen de manera diáfana, los presentimos aquí y allá. Por ejemplo, una vez que Juan Haldudo, el rico, natural de Quintanar de la Orden, ha prometido a don Quijote que pagará a Andrés, su gañán, lo que justamente le corresponde, pide al chiquillo que lo acompañe para satisfacer la deuda. Sus palabras no engañan a Andrés, mientras para el lector son un aviso de lo que finalmente acabará pasando: que no habrá paga sino una nueva ración de palos. Así se explica el hacendado (capítulo 4, 1605):

No niego, hermano Andrés —respondió el labrador—, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.

Del sahumerio os hago gracia —dijo don Quijote—: dádselos en reales, que con eso me contento.

El supuesto aroma de las monedas ha dado bastante juego en la cultura occidental, que ha acuñado frases como «oler el dinero» para aludir a la capacidad que algunos poseen para detectarlo por muy oculto que esté. Ahora bien, estoy seguro de que Cervantes también conocía la célebre anécdota del emperador Vespasiano y de Tito, su hijo, avergonzado por el impuesto con que su padre gravaba el uso de las letrinas públicas. La respuesta de Vespasiano, Non olet pecunia, «El dinero no huele», lo dice todo. Creo que, en la cabeza de Cervantes, se entremezclaron esa cita y el sentido jocoso de la palabra sahumerio, con que se alude precisamente a lo contrario de lo que en puridad significa: no el grato olor del incienso sino el desagradable tufo de las heces. Al respecto, me basta citar a José Joaquín Fernández de Lizardi en El Periquillo Sarniento (1816 y 1830-1831), donde alude a «los estornudos traseros que disparaban y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos».

En casos como este, la impregnación, manifiesta o no, parece proceder de un entrecruce entre lo culto y lo popular. En otros, este último ingrediente pondera aparentemente mucho más que el primero. Pienso, en particular, en un momento de la primera salida de don Quijote que sigue al que acabamos de recordar: el encuentro con los mercaderes, cuando el caballero les pide que compartan con él su fe ciega en la beldad sin par de la simpar Dulcinea. La respuesta de uno de los mercaderes es mansa, pero su solicitud de pruebas enrabieta a don Quijote. Estas son las que le pide:

Señor caballero –replicó el mercader–, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, por que no carguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

No le mana, canalla infame –respondió Don Quijote, encendido en cólera–, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la de mi señora.

No, no es tuerta ni corcovada, a diferencia de la mujer con que se desposa Aurelio en El alcalde mayor de Lope de Vega, en palabras del gracioso Beltrán: «Mas la desposada // era tuerta y corcovada // y parienta de Caifás». Una vieja coplilla recogida por Joaquín Díaz dice lo mismo: «Tengo una novia, señores, // llena de dolores // tuerta y jorobada». Una facecia rimada de mi madre lleva la deformidad de la recién casada mucho más lejos, y lo hace sin necesidad de describirla. Respecto de su testimonio, sólo apostillaré que conozco otros de Castilla y León con la rima Segovia-novia y Gerovia-novia. Por lo demás, reparen en el condicional en –ie propio del Oriente toledano, que tengo más por marca de una repoblación vascongada y riojana que por rasgo mozárabe, frente a lo que piensa Francisco Moreno:

Leonardo se fue a casar

a la ciudad de Escalona.

Era tuerto y jorobado.

¿Qué tal seríe la dona

cuando él era el engañado?

Para el final, he dejado una ficha valiosísima, prueba irrefutable del modo en que El licenciado Vidriera, enriqueció la cultura oral española. Sabemos que la narratividad de esa obrita es mínima y que todo se resume en que su personaje principal, Tomás Rodaja, enloquece tras beber el filtro amoroso con que una prostituta pretendía doblegar su voluntad. Hasta que recupera el juicio, Rodaja, que ahora se llama el licenciado Vidriera, da en la locura de creer que está hecho de vidrio y puede quebrarse al menor golpe que se le dé. Pues bien, cuando alguien se queja por un simple roce, mi madre se sirve de un dicho que le he oído desde muy pequeño: «Ni que fueses el delicado Vidrieras, que se escostilló al estornudar».              Muchas gracias.

*«Para la Columba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chasquido frenético del chotacabras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni el seco ladrido del búho nival».

 

ÁNGEL GÓMEZ MORENO

Catedrático de Literatura Española

Universidad Complutense




     
  
El Cega Ciego
APULEYO SOTO
Oportet Editores, 202


nuestro amigo Apuleyo nunca le resbaló la literatura. En aquellos lejanos tiempos de la Escuela de Magisterio hizo con nosotros, despaciosamente, las marchas de Judíos, moros y cristianos al paso del mejor Cela. Aprendió con su lectura y trabajo lo que no estaba escrito ni acertaron a enseñarle. Le tomó el pulso y el paso a los caminantes y siguió escribiendo y leyendo a Cela en su Viaje a la Alcarria. Hoy, a ratos, iguala y hasta supera al Nobel con su Cega Ciego.

 

La afición a los ríos a lo mejor le empezó -yo fui profesor suyo- a partir de aquella didáctica infantil de la redacción sobre carriles, con El río de tema: El río pasa entre montañas, por valles... (nombres); el río puede ser caudaloso, truchero… (adjetivos); el río salta, se remansa, muere en el mar (verbos)…

Esta vez, Apuleyo, que fue cocinero antes que fraile, nos hace seguir desde la sierra de Guadarrama, río adelante, el curso entero del río Cega, río que dicen que tiene “vocación de cartujo” y termina entregando en silencio sus aguas al Duero, en la Castilla de Valladolid.

A sus veinte jornadas, por las que discurren sus 237 páginas, les pone prólogo un escritor segoviano, Ignacio Sanz Martín. El epílogo lo escribe el profesor Fermín de los Reyes, de la Universidad Complutense.

CUR








     A MUJER EN CELA (XII)


                      MATERNIDAD


2 ASPECTOS NEGATIVOS


La maternidad, considerada como la capacidad de la mujer para concebir, gestar, parir y criar nuevas vidas, ha de ser considerada en sí misma –lo es en la narrativa celiana- como un don de la naturaleza, positivo en cualquier caso. Pero las circunstancias en que la función materna se desarrolla pueden ofrecer aspectos que cabría calificar de negativos. En unas ocasiones la actitud de la madre y en otras la de los hijos, resultan reprobables.

Por lo que a la madre se refiere, la extensión de la prole, las dificultades económicas, la penuria incluso, pueden estar en el origen de actitudes negativas que van desde la falta de atención a la desidia o, en el peor de los casos, al abandono. Por lo general la tensión originada por este tipo de problemas suele resolverse favorablemente.

Es el caso de doña Pepita, personaje de “Tobogán de hambrientos”, madre de trece hijos, quien, con su Maximiliano ‘meditando a la sombra’, las pasó moradas para darles de comer. Al final, como Dios aprieta pero no ahoga, todos acabaron vivos aunque de milagro. Otras veces, más que en la falta de solvencia, está en la desidia, cuando no los vicios de la madre, el origen de la censurable despreocupación. Así, en “Mazurca para dos Muertos” al tiempo que se nos habla de Loliña Moscoso Rodríguez, mujer de Baldomero Gamouzo, alias Afouto, que lleva a sus cinco hijos relucientes, se afea la conducta de Rosa Roucón; sus hijos, que son otros cinco, andan con el culo al aire y las velas colgando. Claro que –añade el autor, aclarando pero no justificando- cada una es como Dios la hizo y el anís tampoco se reparte de balde. Otro caso semejante es el de los hijos de la chola Azotea, personaje de “Cristo versus Arizona”, de hábitos nada recomendables: lucían tan zurrados que semejaban almas escapadas del purgatorio. A la desidia se une el maltrato; censurable en cualquier caso, se agrava cuando supone un desahogo de los propios malos humores o frustraciones, y más aún cuando la víctima del maltrato es un hijo deficiente. La madre de Roquiño Borrén, cuando se quema, o se le derrama el aceite, o se corta pelando patatas, le arrima una tunda al parvo para buscar consuelo.

En ocasiones el problema se agrava, y se llega al abandono, sobrevenido por causas muy diversas y a las que generalmente se busca alguna forma de justificación. Ofelita Garellas es parva –en su caso la grave deficiencia psíquica resulta claro eximente- y se abre de piernas debajo de quien la tumba. Está siempre pariendo, y a los hijos los deja en la inclusa porque ella no tiene para darles de comer. Josefa Pérez, hermana de Lola, personajes ambos de “La Colmena”, fue criada durante bastantes años en casa de doña Soledad Castro de Robles; de vez en cuando decía que se iba al pueblo y se metía en la Maternidad a pasar unos días. Llegó a tener cinco hijos que le criaban de caridad las monjas de Chamartín de la Rosa. No parece la inclusa, a juicio del autor, la mejor solución. La Aurorita, de “Tobogán de hambrientos”, como los hijos de Josefa, se crio también en la inclusa, donde creció lozana como la venenosa flor de la adelfa –es un decir- y si no crio peores intenciones de las que cabe suponer fue porque era de buen natural. Pero no es mejor opción la elegida por la madre de Lazarillo, el protagonista de “Nuevas andanzas y desventuras…” Así nos lo refiere él mismo: Nací, mamé los pechos de mi madre durante dos semanas la leche que quiso darme, y como al fin de este tiempo apareció una casa de Salamanca donde la patrona encontró más cómo dejarme a mí en ayunas que amamantar a su hijo, para allá se fue, dejándome tirado al amparo de unos pastores que tan escasos recursos tenían como buena voluntad para mi desgracia. Más reprobable y estremecedora resulta la decisión tomada por la madre de Fofiño Manteiga, el tonto de Prouso Louro. Este pobre disminuido, de clara deficiencia mental, aúlla por su madre que lo dejó en la playa de Seiside de recién nacido para que se lo comieran las ratas, lo salvó una sirena que miraba dulcísimamente. Contrastan ambas actitudes, y la manifestada por la sirena proporciona alivio y tranquiliza el ánimo del lector.

No parece hayan de tenerse en cuenta, en lo que a malquerencia hacia lo hijos se refiere, las palabras de Mrs. Caldwell, nacidas del despecho y la desesperación: A mí me hubiera gustado ser una mujer fecundísima y nada delicada, o tan delicada quizá, que pudiera semejar una pétrea pirámide, y haber sido madre de muchos hijos, a los que no hubiera querido nada, hijo mío, porque todo mi cariño hubiera seguido centrado en ti.

Como contrapunto a la desidia total o al abandono, se dan actitudes maternales nacidas de la incomprensión, cuando no del exceso de celo, actitudes ambas igualmente censurables. Tal es la adoptada por la madre de Victorita, en “La Colmena”. Victorita está convencida de que en su casa no puede seguir por más tiempo, pues su madre le hace la vida imposible, todo el día con el mismo sermón. Tensión que llega incluso al maltrato físico y psicológico: -Si te deja en estado, aquí no pises. Victorita se puso blanca. -¿Eso es lo que te dijo tu abuela? La madre se levantó y le pegó dos tortas con toda su alma. Victorita ni se movió. -¡Golfa, mal educada! ¡Que eres una golfa! ¡Así no se le habla a una madre! Victorita se secó con el pañuelo un poco de sangre que tenía entre los dientes. –Ni a una hija tampoco.

Reprobables son también los celos de la madre hacia la mujer por quien el hijo se interesa. Para la madre celosa, esta nueva relación significa una amenaza hacia su condición de madre sobreprotectora. El rechazo se expresa como manifiesta descalificación. Yo recuerdo como si hubiera sido ayer –comenta Mrs. Caldwell a Eliacim, su hijo ausente- la noche que te pasaste bailando valses vieneses con aquella insignificante muchacha a la que envidié y odié con todas las fuerzas de mi corazón. En otra ocasión le recrimina haberse dejado embaucar por ‘la vieja Isabel’. No será –le dice en un alarde de celo maternal- porque no esté constantemente, ¡ay!, encima de ti. Que tiene airosa figura, es cosa que ya sé. También sé que es de buena familia, que está bien educada, que aún no hace mucho tiempo tuvo éxitos considerables en las playas del Canal. No importa: yo sigo creyendo que los seis años que tiene Isabel son ya excesivos.

Esos mismos celos le hacen sentirse desplazada ante la nueva imagen de mujer que el hijo persigue: Tú publicaste, Eliacim, en la sección correspondiente, un anuncio que me llenó de dolor: Deséase amante de cintura estrecha. […] Tu madre, Eliacim, tuvo durante muchos años una estrecha cintura por todos admirada […] Aunque sin cintura estrecha, Eliacim, una mujer puede hacer muy feliz a un hombre, tan feliz que no llegue a saber, de una manera rigurosa, cuáles son las cinturas estrechas y las cinturas anchas.

Dentro de este apartado, en el que venimos analizando lo que de negativo puede aparecer en las relaciones materno-filiales, y tras observar algunos aspectos de las actitudes mostradas desde la madre hacia sus hijos, nos fijaremos en las que, recíprocamente, manifiestan en ocasiones los hijos hacia sus madres.

Negativo es, sin duda, el desagradecimiento. Así lo siente doña Lola Jubilla de Borrego, en “Tobogán de Hambrientos”. Esta buena mujer hace equilibrios chinos para dar de comer a su cohorte de hijos con los escasos cuartos que maneja. La pregunta de rigor surge de inmediato: ¿Se lo agradece alguien al menos? La respuesta, descorazonadora: ¡Qué preguntas! A doña Lola nadie, absolutamente nadie, le agradece nada. Cuando está de suerte, se lo perdonan y, a veces, ni aun eso. Igualmente desagradecida se muestra María Pía, la hija de Betty Boop; no le hacía ni caso, la verdad es que no le hacía caso alguno. No es menor la desconsideración de Carlotita, en “Tobogán de hambrientos” hacia doña Felipa, su madrastra: respaldando a las vecinas, aunque más callada que un muerto, conspira la Carlotita, ese arenque. En las complejas y pacientes artes de la guerra fría, la Carlotita es una verdadera maestra. Si la frialdad y la sordera hubieran sido valores rentables, la Carlotita sería, a estas alturas, millonaria.

Frecuentemente la evolución de los hijos y sus decisiones vitales no cubren las expectativas de la madre. Y ésta, desde su perspectiva, califica tales actitudes de erróneas y negativas. A la señora Fernanda, en “Tobogán de hambrientos”, le preocupan sus hijas, que salieron ligeramente más frescas de lo necesario. Cuando María Angustias, personaje de “La Colmena”, se lio la manta a la cabeza y se largó con un banquero de Murcia que se llamaba Estanislao Ramírez, la pobre madre se quedó tan seca que ya ni lloraba. Mrs. Caldwell, con el corazón destrozado por la ausencia del hijo que no volverá a recobrar, no puede evitar echarle en cara el desapego que en su día le mostró; si bien desearía recobrarlo, para abrazarlo con fuerza y no dejarlo marchar: Quisiera ser sucio pulpo del abismo, hijo mío, para poder abrazarte, para poder decirte al oído: ahora ya no te podrás escapar jamás. Aunque sé bien que no me habías de oír, que siempre te hiciste el sordo a las palabras de tu madre, Eliacim.

ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO

Maestro. Doctor en Ciencias de la Educación y estudioso de Cela



                                  DIOS SOBRE LA NIEVE
Museo de belenes. Mollina

 

Estaba el Niño Jesús

caído sobre la nieve

de la Virgen al trasluz…

y el diablo Coronavirus

de pronto apagó la Luz

              que se encendía en la tierra

              por el Norte y por el Sur,

              por el Este y el Oeste,

              cargándole con la Cruz

              y más tarde coronado

              con espinas mi Jesús.

              ¡Oh qué triste oscuridad

              la del año 2020!

Museo de belenes. Mollina
                             ¡Ni Belén se liberó

de la mortandad creciente

sobre tumbas, tumbas, tumbas

llenas de gente inocente!

Hoy estamos todos, todos

gimientes y penitentes!

¡Que suenen, que suenen

campanas con parabienes

por el que vino y continúa

viniendo a nosotros siempre!

¡Que se oigan los Villancicos,

que campen Niños de mieles!



             MEDIANOCHE DE DICIEMBRE 2020

  A la medianoche

de un 24 de diciembre,

Padre Dios hizo un derroche

de estrellas, lunas y soles…

y nos las dejó luciéndose

para siempre eternamente.

Museo de belenes. Mollina (Málaga)




76 Los contenidos de la E.F.
Cuarta etapa 
(16-18 años)


Incremento de las cualidades físicas 

y especilización deportiva



Los quince o dieciséis años es la edad aconsejable para que los adolescentes se especialicen en un deporte, que practicarán ya durante la última etapa escolar y que les sirva como medio de educación física, complementado con el trabajo cada vez más intenso de desarrollo de las cualidades físicas; es a partir de ahora cuando pueden incrementarse considerablemente la fuerza, la velocidad y la resistencia.

A esta edad, el adolescente es socialmente expansivo. Le atrae la convivencia y la comunicación con los demás. Experimenta la vida social dentro de las múltiples agru­paciones en las que logra integrarse. Se siente identifica­do con el grupo. Pero esa identificación no difumina los contornos de la personalidad individual. Tiene necesidad de liberar energías en forma de expre­sión de habilidades y destrezas. A través de ellas consigue aliviar la presión de la carga emocional.

 

El deporte cumple aquí un objetivo muy importante puesto que es el cauce natural por el que va a discurrir el adolescente. Es indiferente que el deporte que elija sea individual o colectivo. Todos cumplen la función ambivalente de in­tegrar a la persona y definir su individualidad.

Durante esta etapa van a aflorar en los chicos y chicas una serie de aptitudes hacia el ejercicio físico que determinarán en el futuro su deseo de beneficiarse de todos los aspectos positivos de la educación física; o por el contrario, se orienten hacia esquemas de vida se­dentaria que les cierren el camino hacia una experiencia vital especialmente importante para la persona humana.

Los resortes de motivación en esta etapa están relacionados con intereses muy directos y desea que se satisfagan lo antes posible. Los factores que movi­lizan la conducta hacia el ejercicio físico son: a, dominio sobre la tarea que tenga que realizar; b, poderío físico so­bre el medio -este tipo de motivación suele encontrar más eco en los chicos que en las chicas-; c, influencia positiva del ejercicio físico sobre la estética personal.


Una equilibrada carga de contenidos de deportes –tanto individuales o colectivos–, como de desarrollo de las capacidades condicionales –fuerza, resistencia, velocidad y flexibilidad–, establecerá una óptima plasmación de la educación física en esta etapa. Pero por desgracia, no siempre se aplican estos criterios en esas edades. Existe tendencia por parte del profesorado específico a impartir sesiones muy dirigidas, más propias de etapas anteriores, limitando el potencial del alumnado en este ámbito.


Francisco Sáez Pastor

Universidad de Vigo


                                              TEÓDULO


       2 Liberación


Encerrados, confinados -cuerpo, espíritu y alma-

en los monótonos muros domésticos

explosionó el sentimiento en ansias de libertad.

Frente a las crudas imágenes realistas -dolor, sufrimiento, muerte-

en la pandemia… uno sentía un increíble impulso a vagar por lo nebuloso, 

a fundirse con el azul del mar…

Recuperar la libertad, vencer el miedo

y desaparecer entre las nubes imprecisas hacia cielos imaginados…









           
YA HE MONTADO MI BELÉN



                   
          Ya se escuchan los panderos,

zambombas y cascabel,

ya llegan las Navidades,

ya he montado mi belén.

 

Con su castillo de Herodes,

-dos soldados de cuartel-

y sus montañas de corcho,

que la nieve ven caer.

 

Lavanderas junto al río

de estaño,  y nadando en él

una familia de patos,

un cisne blanco y un pez.

 

                 
 Y junto al río, un molino

que el agua mueve al correr

y que hace rodar la piedra

que la harina ha de moler.

 


Herrero tiene la fragua

y carpintero el taller;

el alfar tiene alfarero

y el mielero dulce miel.

 

En un rincón, los pastores

y el arcángel San Gabriel

que les anuncia la nueva:

Ya vino el Niño a nacer”.

 

Sendas de musgo y serrín


                                     conducen gente de bien

                                    al portal donde está el Niño

                                    con su Madre y con José.

 


Duerme el Niño en un pesebre

que mullidito se ve,

al calor que, muy honrados,

le dan la mula y el buey.

 

Y al fondo, lejos aún,

tres Reyes que sin perder

un instante, en sus camellos

caminan hacia Belén.

 


                                        Guiados por una estrella,

                                      llevan sus manos los tres

                                 llenas de  oro, incienso y mirra

                                   que al Niño van a ofrecer.

 

Ya llegan las Navidades,

ya he montado mi belén.

Sólo le falta un detalle:

yo no tengo caganer.


Ángel Hernández, pastorcillo en Belén


   


     

117 AFDA

        ÍNDICE  PRINCIPAL                              ____________________________________   Pregón:  Educación y expertos. Libertad       ...