EL
FALSO FEMINISMO, UNA CUESTIÓN CANDENTE
No
creo que el enfrentamiento entre hombres y mujeres solucione la
cuestión del feminismo –y más si es mal entendido–; ni tan
siquiera una ley –que pudiera haber nacido “injusta” desde un
principio–, puede acabar con la lacra de comportamientos que están,
la uno y lo otro, muy lejos del respeto y valoración de la persona
humana; y especialmente si es mujer. El respeto no es otra cosa que
ver en el otro ser humano, un ser igual a ti, en derechos y en
dignidad. Sin embargo, no todas las opiniones son respetables, por
más que se repita el tópico. Y quienes más lo repiten son,
generalmente, quienes no respetan a las personas.
Las
personas tienen derechos porque, a su vez, tienen deberes. El
problema que surge en esta sociedad postmoderna es el siguiente: Se
ha olvidado que los derechos se fundamentan en la naturaleza humana.
El derecho natural regulaba y debería seguir siendo así–, la
relación de las cosas según su naturaleza. Esto parece que se ha
olvidado. Ahora son algunas clases sociales (quizás las que más se
hacen notar, pero las menos entendidas y más ideologizadas
políticamente, aunque lo nieguen, por no decir, más ignorantes) las
que quieren imponer una serie de derechos que nada tienen que ver con
la dignidad de la naturaleza humana, ni con los derechos humanos.
El
derecho –además de tener su correlato en el deber–, debe tener
su fundamento en los valores. Y valor es aquello que perfecciona al
ser humano, como tal, y a la sociedad en que vive.
La
vida de las mujeres no ha sido fácil en tiempos pretéritos, ni para
muchas actualmente; las mujeres se han visto desamparadas, cuando no
sometidas, por quienes debían tratarlas como a un igual, sea el
esposo, el estado o las leyes; incluso otras mujeres. No haber
reconocido, en la ley, que ellas son las que hacen, verdaderamente,
el hogar, es una ceguera social, así como lo es no ayudarlas a ser
madres cuando lo necesitan.
Pero
en todos los tiempos ha habido mujeres que han sabido defender su
dignidad, su capacidad intelectual, sus dotes para el mando y para
dirigir empresas, y en tiempos difíciles. Y se han dado a conocer
–no por sus manifestaciones, a veces vergonzosas y soeces, y otras
necesarias–, sino por su ciencia y descubrimientos, su trabajo, por
sus servicios a los demás, por ser madres y esposas ejemplares.
El
feminismo no puede ser una revancha contra el hombre. La ley debe ser
igual para todos (sea hombre, sea mujer) y si se reconoce este
derecho en la constitución, ¿por qué no se cumple?
Los
políticos se muestran satisfechos con la Ley
del Cupo, que debería
avergonzar a las mujeres. ¿No les parece que entrar la mujer en un
puesto de responsabilidad en una empresa, en un partido, en una
institución o gobierno –porque tiene que haber un número x de
mujeres por ley–, es rebajarlas? Si, en una empresa, en la que
abundan hombres, la más preparada es una mujer, esta debe ser la
presidente, simplemente porque es la mejor preparada, la que más
vale, no por un cupo absurdo.
Si
la ley es igual para todos, si los empresarios pagan menos a las
mujeres que a los hombres, por ejemplo, ellos son los que cometen
esta injusticia. Pero ¿qué hace la ley? ¿Por qué no se legisla
para que el salario sea el mismo para aquella persona que desempeñe
la misma función, sea mujer o sea hombre?
He
sido profesor de Filosofía, y el profesorado no tenía sueldo mayor
por ser hombre. Sí –algo más, no mucho–, por desempeñar un
cargo que podía ostentarlo tanto una mujer como un hombre. Son los
políticos quienes tienen que legislar para que la ley sea justa y la
justicia hacer cumplir lo regulado.
La
lucha de las mujeres –el verdadero feminismo–, no debe ser contra
los hombres, sin más. Hay mujeres que acosan más sutilmente, como
hay hombres; hay mujeres que no ven en el otro un igual, como hay
hombres. Hay mujeres y hombres que ven un derecho, en aquello que
nunca podría serlo por estar fuera de la ética, que debería tratar
de conservar todo aquello que merece la pena.
El
verdadero feminismo es aquel, en que tanto mujeres como hombres, van
de la mano y, en una misma dirección, para conseguir cambiar
aquellas leyes que discriminen, para hacer cumplir las justas, para
que la mujer tenga las mismas oportunidades si tiene las mismas
capacidades y preparación. Y esto debe legislarse y hacer cumplir la
ley.
La
lacra de la “violencia de género” que se da hoy día (no
solamente contra mujeres, sino en hombres, aunque sea menos)
manifiesta el fracaso de la sociedad. Y, solo se acabará con ella,
actuando desde la familia y desde la escuela, enseñando y
adquiriendo valores que hagan al individuo un ser con principios, que
le repugne la violencia. El hombre y la mujer se complementan. Y no
debería haber ni machismo ni feminismo. El hombre debería tratar de
adquirir esas cualidades (que son muchas) en las que las mujeres
aventajan a los hombres, y estas algunas del hombre, aunque sean
menos. Porque, como dice Lope de Vega: que
de una mujer que es buena / mil cosas buenas se aprenden.
He
dicho que es la mujer la que crea el hogar. Es la mujer la más
intuitiva, la que antes advierte las preocupaciones de su hijo o hija
adolescentes, la que más sufre sus fracasos. El hombre que maltrata
es un monstruo y nunca ha sabido qué es amar. Una mujer buena hace
un hombre bueno, a no ser que este no tenga remedio. Recuerdo que
Fray Luis de León dijo de la mujer: “Y,
a la verdad, si hay debajo de la luna cosa que merece ser estimada y
apreciada, es la mujer buena; y, en comparación de ella, el sol
mismo no luce y son oscuras las estrella”. (“La perfecta casada”.
Introducción).
Y
quiero terminar recordado a todas las mujeres que han sido madres, lo
son o lo serán, dedicándoles un poema, sentido, y con mi mayor
admiración.
A
ti, que fuiste madre
Cuando
maduro el fruto de tu seno
clamaba
por venir,
tú
te sentías madre.
Cuando
te dio aquella su sonrisa,
la
primera de ángel,
fuiste
madre.
Balbuceó
mamá
y
te sentiste madre.
Y
te hizo mil reproches
porque
no lo entendías…
y
solo, con amor, le reprendías.
Y
así te hiciste madre.
Y
cuando te dijo: “¡Adiós”
y,
cual quien vida estrena,
de
ti, raudo, voló,
entonces
fuiste madre.
Cuando
la libertad le diste
y
te dio aquel disgusto,
y
aquel día bebiste
la
agonía del fruto,
entonces,
sí,
se
sintió muy feliz,
te
miró con ternura
y
solo dijo: “¡Madre!”
Y,
de tus ojos,
–luceros
de diamante–,
dos
perlas de rocío,
surcando
tu semblante,
abrigaron
el corazón del hijo.
Y,
entonces, más que nunca,
olvidaste
quién eras
y
solo fuiste madre.
ANTONIO
MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
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