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72. Mi casa de campo


                                               MI CASA DE CAMPO

Este mes he estado atareado en otros menesteres y he dejado de lado la literatura. Y me ha pillado el toro. Carlos Urdiales echará de menos mi colaboración. La casa de El Ortigal Alto ha ocupado todo mi tiempo: más de ochos horas diarias. Y ella va a ser el objeto de mi colaboración. Esta vez breve, amigo Telesforo, y con fotos con las que hubiera podido llenar muchas páginas. A ver si algún día te animas y atraviesas el charco.

   Voy a escribir de mi casa de campo, situada junto a una pequeña colina que se conoce como Fagundo (por eso se llama la finca Iruya, en guanche ‘colina)’, y desde su cima se ve uno de los paisajes más hermosos que he visto. La vista abarca un gran círculo que limita La Laguna, el mar, el Teide majestuoso, de nuevo el mar y la capital, Santa Cruz de Tenerife. El Ortigal Alto es un pequeño pueblo que apenas tiene dos calles y una ermita de Nuestra Señora de la Milagrosa). Desde la azotea puedo contemplar hermosos paisajes, el campo de golf y una vista de lo que fue una fértil vega y hoy es el Aeropuerto de los Rodeos. Y el Garrafón que cuando se cubre de nubes blancas que arropan sus crestas, es señal de buen tiempo y de calor. A la entrada del pueblo hay una fuente que mana cuando quiere, pero de agua muy buena. A ambas márgenes de la carretera que viene desde La Esperanza–El Rosario, un tapiz verde cubre los campos. Y antes de que aquella –la carretera–, se haga calle, elevan sus troncos rectos un conjunto de eucaliptos que talan una y otra vez antes de dejarlos ser árboles adultos. Desgraciadamente, una casa antigua de labranza, con un patio central que escondía un gran aljibe, y que había frente a la mía, fue destruida y su lugar ocupado por otra más moderna. La casa de labranza la conocía el pueblo como la del marqués de El Ortigal, aunque desconozco si realmente existió tal marqués o lo llamaban así porque era dueño de una gran extensión de terreno. A él pertenecían los casi tres mil metros cuadrados que tiene mi finca, así como el terreno comprendido entre las dos fuentes: la de Zamorano y la de El Ortigal, un kilómetro aproximadamente. 
Composición: casa, parte del patio, detalles y piscina.
Vista parcial exterior del estudio de pintura.

Hace años que abandoné la finalización de un estudio de pintura. No lo había rematado porque la mujer que lo disfrutaría conmigo – por esa injusticia que a veces comete el tiempo–, se fue de una manera inesperada. Y, en finalizar dicho estudio y rematar y reparar otras cosas, he empleado unos veinte días. La pertinaz lluvia me ha acompañado y una temperatura muy baja. Es algo extraño. El Ortigal está a menos de veinte kilómetros de Santa Cruz y en el verano hay que dormir con dos mantas; y se agradecen las sábanas de franela.
Hace tiempo, tenía un jardinero. Era un hombre muy peculiar. He escrito de él en alguna novela. Se llama Ursicino –digo llama, aunque no sé si vive aún–. La primera vez que oí este nombre él me dijo: –“Dos veces sí y una vez, no, Don Antonio”. Se jubiló y cayó enfermo y no le he vuelto a ver. Tenía un carácter en el que nunca cabía el enfado. Había estado en Argentina y allí aprendió una creencia que él llamaba “Espiritualismo Universal”. Escuchándole hablar uno pensaba en el panteísmo. Su experiencia fue la siguiente: “Estando en la Argentina, me encontraba muy mal. Tanto era así, que salí a la calle con la determinación de arrojarme al suelo cuando pasara la guagua. Pero un señor que vendía libros llamó mi atención. Cogí un ejemplar y lo adquirí. En el viaje en la guagua (yo vivía en una urbanización que se llamaba El Cementerio–yo me sonreí por la coincidencia), no podía dejar de leer. Sudaba. ¿Sabe, Don Antonio? Fue el Espíritu el que me salvó aquel día. Y aprendí que nadie se muere si antes no ha encontrado la paz en esta vida. (Esto último me extrañó más que el panteísmo que profesaba y trasmigración de las almas). Pues si no la alcanza volverá a reencarnarse y vivir sucesivas vidas hasta hallarla”. Un hombre extraño, Ursicino. Era aficionado a la ópera que interpretaba con cierta perfección. Y hablaba con las plantas como si fueran personas. No dejaba crecer una zarza. Era como la hiedra. He observado que esta planta y las zarzas se comportan como dos enemigos. La hiedra termina con ellas. Las cubre de tal manera que no deja que reciban la luz del sol.
Horno rectangular con bóveda de ladrillo refractario
y cubierta en el exterior de piedra volcánica (picón)
Un día dije a mi jardinero: “–Ursicino, límpieme este trocito de terreno para hacer un horno”. Cuando volví para pagarle, el agujero que había hecho era demasiado grande para el horno que yo quería hacer. “–Ursicino, que yo quería hacer un hornito, no uno para asar un vaca. Pero bueno, “burro grande ande o no ande”. Él se rió. Y, pasado el tiempo, me alegré de su capacidad. ¡Cuántas hojas de eucalipto han ardido en él! Con el calor almacenado al quemarse estas, en veinte minutos se asan las papas.
Mural tras la puerta del estudio.
No es el horno como era el de Griñón... Recuerdo que, en una víspera de fiesta, un grupo estábamos haciendo la tarta. Creo que uno de los que cooperaba era Pedro Carpintero. Las milanas estaban dentro del horno. Pero se nos quemó la masa. Y ¡qué mala pata! Apareció el hermano Casiano. Alguien lo entretuvo, mientras otros echábamos varios haces de sarmientos en el horno para disimular el olor de la masa que se había quemado. Y de nuevo, doscientos huevos, otras tantas cucharadas de harina y azúcar, aceite... Pero hubo tarta.
Y sigo con la labor de estos días pasados. El estudio que casi he terminado es especial para mí. Yo había visitado Barcelona. La madrina de mi hija y su marido nos acogieron con el cariño que siempre nos han manifestado. Fueron quince días inolvidables. Yo recorrí Barcelona día tras día. Y cuando contemplé el parque que Gaudí había creado, dije que en algunos espacios de mi casa de El Ortigal yo realizaría otras creaciones sin llegar –como es de suponer–, a las maravillas que imaginó Gaudí.
Escudo de mi pueblo (Cogolludo)
y del apellido Montero (en el estudio).
Hay un rincón, el de la piscina, que me encanta. Tuve que hacerla así porque está en la parte trasera de la casa. Antes era un patio de cemento. Y ninguna pala podía entrar para excavar el vaso. Así que la levanté sobre el patio de cemento. Tardé más de una año en hacerla. Yo solo. Trabajaba los sábados y las tardes. Cuando el día anochecía tarde, estaba más de diez horas. Se preguntarán por qué tiene esa forma. La naturaleza obliga. En este caso, ayudada por una vecina. Se le cayó un muro y, como mi finca no estaba vallada, no encontró mejor sitio para echar aquellos enormes escombros que en mi propiedad. Y ¿quién rompía esos trozos de pared de hormigón? Bueno, allí se quedaron enterrados por mi imaginación y la idea que me dio Gaudí. Y se convirtieron en espacios soleados o protegidos del sol; en una casetita para guardar los utensilios de la piscina y en un lugar protegido del viento, donde se encuentra la ducha, muy soleado, para aquellos que les gusta achicharrarse.
Rincón de la piscina.



Piscina.







Creación que esconde enormes piedras unidas por hormigón.
Un detalle: el agua.














En el pasillo que conduce a la piscina representé una alegoría sobre los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, y algunos signos del zodíaco. Tiene el mosaico forma de un largo tapete extendido con los bordes irregulares, como puede verse en la imagen. (La lluvia volvió a manchar lo que había limpiado). Algunos símbolos son recocidos fácilmente; otros son fantasías. Pero el conjunto resulta interesante. Ahora, cuando lo observo, recuerdo lo que me decían algunos vecinos: “–Don Antonio, usted compra los azulejos nuevos y los rompe”.
El salón de la casa preparado para la boda.
El estudio lo hice con la finalidad de no pintar en la casa. El óleo tiene un olor fuerte. Yo no soy sino un aficionado. Pero pintar, así como escribir o tocar el órgano me entretiene.
Nada me agradaría más que poder celebrar una comida con ustedes en este lugar cuando los guindos y el ciruelo están florecidos, así como los membrilleros y manzanos; y el enorme aguacatero tiene en una sola rama más de cuarenta aguacates; los limoneros y naranjero ofrecen silenciosos sus frutos y los eucaliptos centenarios (mis enemigos porque me llenan de hojas todo), cimbrean sus altas copas que emergen de troncos que me recuerdan, por su grosor y altura, las columnas de la Sagrada Familia de Barcelona. Y acompaña el murmullo del viento el negro alborotar de los mirlos (maestros en dejar las naranjas sin gajo alguno y colgadas sus redondas cáscaras en las partes más altas del naranjero como si fueran los frutos más apetecidos). Y, de vez en cuando, un jilguero ridiculiza la voz ronca del mirlo.


 
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología
 

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