MI
CASA DE CAMPO
Este
mes he estado atareado en otros menesteres y he dejado de lado la
literatura. Y me ha pillado el toro. Carlos Urdiales echará de menos
mi colaboración. La casa de El Ortigal Alto ha ocupado todo mi
tiempo: más de ochos horas diarias. Y ella va a ser el objeto de mi
colaboración. Esta vez breve, amigo Telesforo, y con fotos con las
que hubiera podido llenar muchas páginas. A ver si algún día te
animas y atraviesas el charco.
Voy a escribir de mi casa de campo, situada junto a una pequeña colina que se conoce como Fagundo (por eso se llama la finca Iruya, en guanche ‘colina)’, y desde su cima se ve uno de los paisajes más hermosos que he visto. La vista abarca un gran círculo que limita La Laguna, el mar, el Teide majestuoso, de nuevo el mar y la capital, Santa Cruz de Tenerife. El Ortigal Alto es un pequeño pueblo que apenas tiene dos calles y una ermita de Nuestra Señora de la Milagrosa). Desde la azotea puedo contemplar hermosos paisajes, el campo de golf y una vista de lo que fue una fértil vega y hoy es el Aeropuerto de los Rodeos. Y el Garrafón que cuando se cubre de nubes blancas que arropan sus crestas, es señal de buen tiempo y de calor. A la entrada del pueblo hay una fuente que mana cuando quiere, pero de agua muy buena. A ambas márgenes de la carretera que viene desde La Esperanza–El Rosario, un tapiz verde cubre los campos. Y antes de que aquella –la carretera–, se haga calle, elevan sus troncos rectos un conjunto de eucaliptos que talan una y otra vez antes de dejarlos ser árboles adultos. Desgraciadamente, una casa antigua de labranza, con un patio central que escondía un gran aljibe, y que había frente a la mía, fue destruida y su lugar ocupado por otra más moderna. La casa de labranza la conocía el pueblo como la del marqués de El Ortigal, aunque desconozco si realmente existió tal marqués o lo llamaban así porque era dueño de una gran extensión de terreno. A él pertenecían los casi tres mil metros cuadrados que tiene mi finca, así como el terreno comprendido entre las dos fuentes: la de Zamorano y la de El Ortigal, un kilómetro aproximadamente.
Vista parcial exterior del estudio de pintura. |
Hace años que abandoné la finalización de un estudio de pintura. No lo había rematado porque la mujer que lo disfrutaría conmigo – por esa injusticia que a veces comete el tiempo–, se fue de una manera inesperada. Y, en finalizar dicho estudio y rematar y reparar otras cosas, he empleado unos veinte días. La pertinaz lluvia me ha acompañado y una temperatura muy baja. Es algo extraño. El Ortigal está a menos de veinte kilómetros de Santa Cruz y en el verano hay que dormir con dos mantas; y se agradecen las sábanas de franela.
Hace
tiempo, tenía un jardinero. Era un hombre muy peculiar. He escrito
de él en alguna novela. Se llama Ursicino –digo llama, aunque no
sé si vive aún–. La primera vez que oí este nombre él me dijo:
–“Dos veces sí y una vez, no, Don Antonio”. Se jubiló y cayó
enfermo y no le he vuelto a ver. Tenía un carácter en el que nunca
cabía el enfado. Había estado en Argentina y allí aprendió una
creencia que él llamaba “Espiritualismo Universal”. Escuchándole
hablar uno pensaba en el panteísmo. Su experiencia fue la siguiente:
“Estando en la Argentina, me encontraba muy mal. Tanto era así,
que salí a la calle con la determinación de arrojarme al suelo
cuando pasara la guagua. Pero un señor que vendía libros llamó mi
atención. Cogí un ejemplar y lo adquirí. En el viaje en la guagua
(yo vivía en una urbanización que se llamaba El
Cementerio–yo me sonreí por
la coincidencia), no podía dejar de leer. Sudaba. ¿Sabe, Don
Antonio? Fue el Espíritu el que me salvó aquel día. Y aprendí que
nadie se muere si antes no ha encontrado la paz en esta vida. (Esto
último me extrañó más que el panteísmo que profesaba y
trasmigración de las almas). Pues si no la alcanza volverá a
reencarnarse y vivir sucesivas vidas hasta hallarla”. Un hombre
extraño, Ursicino. Era aficionado a la ópera que interpretaba con
cierta perfección. Y hablaba con las plantas como si fueran
personas. No dejaba crecer una zarza. Era como la hiedra. He
observado que esta planta y las zarzas se comportan como dos
enemigos. La hiedra termina con ellas. Las cubre de tal manera que no
deja que reciban la luz del sol.
Horno
rectangular con bóveda de ladrillo refractario
y
cubierta en el exterior de piedra volcánica (picón)
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Un
día dije a mi jardinero: “–Ursicino, límpieme este trocito de
terreno para hacer un horno”. Cuando volví para pagarle, el
agujero que había hecho era demasiado grande para el horno que yo
quería hacer. “–Ursicino, que yo quería hacer un hornito, no
uno para asar un vaca. Pero bueno, “burro grande ande o no ande”.
Él se rió. Y, pasado el tiempo, me alegré de su capacidad.
¡Cuántas hojas de eucalipto han ardido en él! Con el calor
almacenado al quemarse estas, en veinte minutos se asan las papas.
Mural
tras la puerta del estudio.
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Y
sigo con la labor de estos días pasados. El estudio que casi he
terminado es especial para mí. Yo había visitado Barcelona. La
madrina de mi hija y su marido nos acogieron con el cariño que
siempre nos han manifestado. Fueron quince días inolvidables. Yo
recorrí Barcelona día tras día. Y cuando contemplé el parque que
Gaudí había creado, dije que en algunos espacios de mi casa de El
Ortigal yo realizaría otras creaciones sin llegar –como es de
suponer–, a las maravillas que imaginó Gaudí.
Escudo
de mi pueblo (Cogolludo)
y
del apellido Montero (en el estudio).
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Rincón de la piscina. |
Piscina.
Creación que esconde enormes piedras unidas por
hormigón.
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Un detalle: el agua. |
En el pasillo que conduce a la piscina representé una alegoría sobre los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, y algunos signos del zodíaco. Tiene el mosaico forma de un largo tapete extendido con los bordes irregulares, como puede verse en la imagen. (La lluvia volvió a manchar lo que había limpiado). Algunos símbolos son recocidos fácilmente; otros son fantasías. Pero el conjunto resulta interesante. Ahora, cuando lo observo, recuerdo lo que me decían algunos vecinos: “–Don Antonio, usted compra los azulejos nuevos y los rompe”.
El salón de la casa preparado para la boda. |
Nada
me agradaría más que poder celebrar una comida con ustedes en este
lugar cuando los guindos y el ciruelo están florecidos, así como
los membrilleros y manzanos; y el enorme aguacatero tiene en una sola
rama más de cuarenta aguacates; los limoneros y naranjero ofrecen
silenciosos sus frutos y los eucaliptos centenarios (mis enemigos
porque me llenan de hojas todo), cimbrean sus altas copas que emergen
de troncos que me recuerdan, por su grosor y altura, las columnas de
la Sagrada Familia de Barcelona. Y acompaña el murmullo del viento
el negro alborotar de los mirlos (maestros en dejar las naranjas sin
gajo alguno y colgadas sus redondas cáscaras en las partes más
altas del naranjero como si fueran los frutos más apetecidos). Y, de
vez en cuando, un jilguero ridiculiza la voz ronca del mirlo.
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología
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