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20190330

79 AFDA


Abril, 2019 

    ÍNDICE PRINCIPAL  
                                          
Pregón: En la Escuela, la divina semilla de lo social
Ancianos bíblicos (VI): El ochentón Barcilay. Zereutes
Investigación: El Archivo de Indias. Gestión innovadora... Manuel Romero
Joyas teológicas de arte (VII): La Última Cena. Dalí. Eduardo Malvido
Paso a la Patria: En defensa de nuestra nación y de sus símbolos. Á. H.
Soneto desde el sentimiento: Paciente Justicia. Á.H.
Alta política con estilo: España una. R. Duque de Aza
Efemérides: Museo del Prado: doscientos años, miles de sensaciones. Teódulo G.R.
Afderías: Palabras. Escuela. CUR
Rincón de Apuleyo: La caza. Diálogo de pájaros
Educación física: Carácter de los ejercicios físicos.  F. Sáez
Encuentro de Primavera, 2019. Cartel

                   


A su aire “político” y “socialista”, nuestro Ramiro Duque de Aza nos pasa redactado un texto que hacemos pregón de AFDA, 79.


EN LA ESCUELA, 
                   LA DIVINA SEMILLA DE LO SOCIAL


En nuestra juventud se nos hacía distinguir entre la formación y la información de los estudios en los que andábamos metidos. Se nos decía con tesón que habríamos de anteponer la formación a la información. La verdad es que, luego, llegados a los exámenes, se nos exigían informaciones y se nos preguntaba, por ejemplo, por las obras de Lope de Vega, de quien habríamos de citar los juicios críticos que personas sabias habían emitido sobre el Fénix de los Ingenios. Nunca se nos dijo: “Y usted ¿qué tiene pensado o piensa sobre este poeta o punto concreto?”.
Afortunadamente, en medio de aquel quiero una cosa y me aplico a otra en el enfoque de los estudios, nuestros maestros estaban dotados de una saludable filosofía de la vida, que nos transmitían por ósmosis en sus clases y, desde luego, al margen de sus clases. Pidiéndonos información, como era moda en aquella pedagogía, nos venían afilando los ojos para ver por dentro -para “intuir”, nos decían ellos- tanto los contenidos de las letras como los de las ciencias, es decir el corazón palpitante de los programas escolares de aquella época.
Nosotros, por ello, no salimos de aquella nuestra lejana Escuela hechos unos meros procesadores de datos. Nos había importado ya entonces el conocimiento a fondo y verdadero de las cosas. Su meta final como Escuela no era el encaje en un determinado mercado laboral futuro, hacer maestros “profesionales” de por vida... Íbamos a ser maestros sembradores de verdades que empezaban por ser muy nuestras.
Los de letras nos zambullimos entonces en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra y leímos lo que no se sabe de nuestra Literatura. Los de ciencias se sorbían -nosotros también-, entre otras, las revistas científicas que llegaban a la Escuela- como aquella sabia titulada Science et vie.
Quizá el secreto de la fertilidad de aquella Escuela tenía su raíz en la filosofía de la vida a cuya sombra crecíamos: el que el estudio fuera en función de Dios y para bien de los demás, un, digamos, “socialismo católico” de raíz. Llámelo el lector como guste, pero en el fondo algo así como un “nacionalsocialismo” (respecto a la Patria), un “familiarsocialismo” (respecto a la sociedad familiar) y un “amicalsocialismo” (respecto a los centros y grupos en los que nos integraríamos en el servicio de las más nobles causas educativas).
Digamos que el polo opuesto de lo que Azorín definía por aquellas fechas por individualismo: “Alguien que no siente el todo social, que no siente la tradición, la historia, el arte y hasta el paisaje de su patria. Alguien incapaz de abnegación y de sacrificio, en quien los apetitos propios y las pasiones dominan; alguien que va recta y brutalmente a su objetivo, sin importarle nada la solidaridad social ni sentirse ligado a su patria”.



EL ochentón barzilay

Perdido en un rincón de la Biblia, en el segundo libro de Samuel, hay un anciano entrado en años que nos fascina. En nuestra infancia no nos hablaron de él. Para nuestra vejez es un espejo saludable. Conviene que nos miremos en él. Se llama Barzilay. Es un personaje leal a Yahvé y al rey David. Tiene ochenta años.

Absalón, el hijo de David, se ha rebelado contra su padre. Acaba Absalón de pasar el río Jordán. David huye. Barzilay, con otros leales al monarca, está por el ungido de Yahvé en estos momentos difíciles. Piensa en todo y es práctico y realizador:

Trajeron colchones, jarras y botijos; trigo, cebada, harina y grano tostado; alubias, lentejas, miel, requesón de ovejas y quesos de vaca; se lo ofrecieron a David y a la gente que lo acompañaba para que comieran, diciendo: La gente estará cansada, hambrienta y sedienta de caminar por el páramo. (2Sm 17,28-29)

Más adelante, tras la derrota de Absalón, por segunda vez nos cita el libro de Samuel a Barzilay.

Por su parte, Barzilay, el galadita, bajó desde Roguelín y siguió hasta el Jordán para escoltar al rey en el río. Barzilay era muy viejo. Tenía ochenta años”.
David le ofrece un cargo en su corte. Barzilay prefiere la calma de su pueblo al bullicio de la corte, renuncia a una pensión real que se le ofrece. Berzilay juzga con lucidez. Es sensato. Razona su actitud:

¿Pero cuántos años tengo yo para subir a Jerusalén?¡ Cumplo hoy ochenta años! Cuando tu servidor come o bebe, ya no distingue lo bueno de la malo, ni tampoco oye bien a los cantores. ¿Para qué voy a ser una carga más para su Majestad?… Déjame volver a mi pueblo, y que al morir me entierren en la sepultura de mis padres. Aquí tienes a mi hijo Quimeán, que vaya él, y lo tratas como te parezca bien. (2Sm 19, 35-38)

La lección de senectute que nos deja Barzilay en la Biblia es magistral. Se retira a tiempo y se refugia en su espacio propio de anciano:
El rey abrazó a Barzilay, lo bendijo y Barzilay se volvió a su pueblo. (2Sm 19,40)

Zereutes
 Ancien élève de Évode Beaucamp 

y de Francesco Spadafora


Uno de los nuestros, preclaro, Manuel Romero Tallafigo, maestro, doctor en Historia, catedrático emérito de la Universidad de Sevilla, hizo llegar a S.M. nuestro rey Felipe VI el último de sus trabajos sobre la historia del Archivo de Indias.
De su puño y letra, el Monarca se lo ha agradecido. No era para menos, dado el enorme interés de esta su última investigación al sacar a la luz buena parte de la verdad de la mejor Historia de España. 


EL ARCHIVO DE INDIAS:
GESTIÓN INNOVADORA EN UN MUNDO ATLÁNTICO

Manuel Romero Tallafigo

El Archivo de Indias es uno de los monumentos más explícito de la potencialidad de la escritura. Monumento público y patente que como tal nos avisa de la autoridad que ejerció durante cuatro siglos uno de los ingenios humanos más colosales y singulares de los tiempos pasados. La pluma y la tinta plantearon un insistente pugilato para sojuzgar las distancias y los espacios de las nuevas tierras descubiertas. Los legajos de cartas fueron herramientas imprescindibles para cohesionar territorios dispersos desde y hacia un solo punto, el Rey, a quien se atribuyó con cierta razón aunque ilegítimamente “el imperio y el señorío del orbe” que regularmente se tomaba por toda la redondez del mundo (Francisco de Vitoria). La escritura era la pugna más monótona e incesante para prevalecer sobre la implacable gran distancia. Información, mensajes, avisos, recados y testimonios escritos, circularon y corrieron en tinta a través del innovador y “extraordinario sistema de comunicaciones oceánicas capaz de unir mediante convoyes anuales el Viejo y el Nuevo mundo y, utilizando como plataforma intermedia el continente americano, enlazar Filipinas con Sevilla” en palabras de Pérez Mallaina. Armazón de puertos, bajeles, carabelas y galeones que funcionó perfectamente, con unos resultados muy aceptables, durante más de tres siglos como han demostrado los estudios sobre la carrera de Indias de Pierre Chaunu y García Baquero. Por ese armazón pasó mucho oro y mucha plata, muchos productos valiosos, pero también circuló y corrió la comunicación escrita en unas dimensiones cuantitativas desconocidas hasta entonces.
Juan Luis Vives (1492-1540), al que oyó y leyó uno de los grandes artífices de la colonización indiana, Felipe II, se refirió a la admiración que produce el artificio de la escritura que con un alfabeto de solo 25 signos, a pesar de la abundancia de lenguas y sonidos, es un medio amigable de comunicación de sentimientos en la distancia del espacio entre las Indias y España. En su diálogo Escribir y redactar, el ficticio Manrique, uno de los nobles que participaba en la tertulia lo exponía así:
Lo primero que manifestó fue su admiración ante tanta variedad de lenguas o voces articuladas con tan pocas letras y que por medio de ellas se pueden comunicar los amigos ausentes. Añadió que a los habitantes de aquellas islas... -no ha mucho conquistadas por nuestros reyes, y de donde se trae el oro – les parece lo más admirable que los hombres puedan comunicarse sus sentimientos a través de una carta enviada de tan lejanas tierras (82).
El mismo Vives expresaba concisamente el poder de comunicación del alma humana a través de la palabra oral entre los presentes y el poder de la palabra escrita en letras sobre los ausentes y separados por el espacio. La escritura traslada la palabra en la distancia, convierte en presencia a la ausencia, aproxima la comunicación entre lejanos:
Las voces son señas del alma entre los presentes, las letras entre los ausentes” (Ibidem)
En Audiencias y Municipios transoceánicos, y en cualquier otra institución lejana a la Corte real, se cultivó y fomentó la relación social y comunión sentida entre los vasallos y el Rey necesariamente ausente, haciéndolo ceremonialmente presente en tierras firmes e islas del mar océano. Una, entre otras, de las herramientas de presencia en la ausencia fue la ceremonia ritual de lectura y pregón de los documentos y cartas Reales. Ante la carta Real, gestos de cabeza y manos, posturas solemnes, formalidades vistosas, y textos bien diseñados en el ritmo de átonas y tónicas para la lectura pausada y en voz alta, repetidos una y otra vez, durante tres siglos y en tan extenso territorio, como las leves y continuas gotas de agua perforan una tozuda piedra, tuvieron durante siglos un gran poder generador de imaginarios y mentalidades, útiles para emocionalmente reforzar el señorío natural del Rey en las ciudades de ultramar. La majestad, o el óptimo y el máximo encarnados en la persona Real, debía ser conocida por todos. Con el ceremonial de lectura no necesitaba mostrarse físicamente para ser percatada. Las cartas leídas ritualmente (con besos al documento, destocado de sombrero o bonete, reverencias, puesta del escrito sobre la cabeza del receptor) bastaban porque entraban en un “estilo”, el de manifestación del Rey “sin su presencia”, el “mito del monarca distante, pero omnipresente”. Esta herramienta alrededor de un pliego de papel es la aplicación del clásico horaciano miscuit utile et dulci, o el mezcló y mezclar lo útil y lo dulce, es decir, por vías suaves y dulces, no violentas y cruentas, arrancar y conseguir la útil honra y veneración del Rey por el pueblo, incluso lejano1. Esta máxima puede ser citada para expresar el concepto según el cual la serenidad se alcanza cuando se encuentran interesantes y placenteras las cosas útiles (como el trabajo o el cumplimiento de normas graves). El dulce asegura un ejercicio de poder útil, con el mínimo desgaste. Es reservar la violencia elemental de la fuerza bruta – “que se revista con la piel de león y que sus vasallos y enemigos le vean con garras” - para en su lugar usar una menos costosa y más sofisticada estrategia de normas y símbolos, bien repartidos en momentos y lugares, o como decía Saavedra Fajardo, “coronar al león con las sierpes, símbolo del imperio y de la majestad prudente y vigilante” (Empresa 43).
      Eran importantes estos gestos simbólicos que garantizaban una presencia ubicua, majestuosa e imaginada del rey desde la inevitable y física ausencia. Su presencia simbólica evitaba la mudanza y olvido, y desde el alejamiento conseguir dulcemente ser amado y obedecido. En caso de ausencia, la necesidad de cualquier clase de presencia, por qué no la simbólica, la expresaba bellamente Jorge Manrique (1440-1479) en sus coplas:

      Quien no estuviere en presencia
no tenga fe en confianza;
pues son olvido y mudanza
las condiciones de ausencia.
Quien quisiere ser amado,
trabaje por ser presente;
que cuan presto fuere ausente,
tan presto será olvidado;
y pierda toda esperanza
quien no estuviere en presencia,
pues son olvido y mudanza
las condiciones de ausencia.

1 La locución latina Omne tulit punctum, qui miscuit utile dulci (Horacio, Ars poetica, verso 343) traducida literalmente significa "Ha obtenido un consenso unánime quien ha integrado lo dulce y lo útil”. En otras palabras: alcanza la perfección quien consigue unir lo útil a lo divertido.



JOYAS TEOLÓGICAS DEL ARTE (7)

LA ÚLTIMA CENA. SALVADOR DALÍ
La Última Cena es una pintura al óleo sobre lienzo realizada por Salvador Dalí (1904-1989) en 1955.
Este cuadro, cuyas medidas son de 1,67 m de altura x 2,68 m de largo, se encuentra en la Galería Nacional de Arte de Washington DC.

El genio creativo de Salvador Dalí se expresó sobre todo en la pintura, pero también en otras más artes: diseño, escultura, grabación, escenografía, ilustración, literatura (“Soy mejor escritor que pintor”) y, en compañía de Luis Buñuel, hasta en el cine.
En toda manifestación artística, por ejemplo en la pintura, es determinante el modo como entiende el pintor la relación entre la realidad objetiva y la vivencia subjetiva. Si en el pintor predomina la importancia del “objeto” sobre el sentimiento “subjetivo”, tendremos una pintura “realista”, una pintura “figurativa”, más acorde con la visión del “objeto” que en general tiene el ser humano. Si, en cambio, el pintor da prioridad a su modo particular de sentir lo que ve, entonces hablamos de una pintura “subjetiva”, una pintura “individualista”, que invade y trastorna las “formas” habituales (líneas, color, ejes, perspectivas, orden, proporción…) que perciben nuestros ojos en el “objeto”. Los cuadros de Rembrandt y de Orozco que hemos presentado anteriormente son un ejemplo claro de la pintura subjetivista.
En la relación “objeto”-“sujeto” este último alcanza su grado extremo de protagonismo en el caso de Salvador Dalí. El yo inconsciente del pintor de Cadaqués, que se expresa libremente en los sueños y en los deseos, se erige en fuente creativa y en el proyecto final de su obra pictórica. Era coherente que Dalí se adhiriera a movimientos (como el dadaísmo, el cubismo, el surrealismo…) que otorgaban al sujeto el protagonismo en la génesis creativa. Tampoco resultó extraño que, habiendo comenzado a leer las “Obras completas” de Sigmund Freud publicadas en español en 1922, el joven Salvador Dalí se declarara seguidor ferviente del Gurú del mundo onírico: “Me pareció uno de los descubrimientos capitales de mi vida y se apoderó de mí un verdadero vicio de auto-interpretación, no solo de los sueños, sino de todo lo que me sucedía, por más casual que pareciese a primera vista”.
A diferencia de los otros surrealistas, los impulsos eróticos de Salvador Dalí, proyectados sin ningún recato en sus pinturas juveniles (ejemplo: El gran masturbador), se subliman cuando Gala aparece en su vida, a partir del año 1929. Gala no es para Salvador Dalí un símbolo sexual más, sino la encarnación de la belleza con la que el pintor se siente íntimamente unido y completamente lleno con su amor. Dalí endiosa a Gala y, a pesar de las infidelidades de su diosa, el artista seguirá siéndole fiel hasta la muerte. En la entrevista “A fondo” que Joaquín Soler Serrano mantuvo con el artista en 1977, el entrevistador pregunta a Dalí si es hombre de muchos o pocos amigos. Salvador Dalí responde: “De ninguno amigo”. Y a la siguiente pregunta: “¿Por qué?”. Nuestro pintor contesta tajante: “Porque toda mi pasión está en el amor que siento por Gala y no tengo sitio para más”.
Hay otra característica del pintor catalán que lo separa mucho más que la anterior de los artistas surrealistas: es su interés y sus conocimientos de los avances científicos que estuvieron dándose en su tiempo. Este dato es el que más me ha sorprendido en el fascinante pintor de Figueras.
Se podrían aportar datos de su ocupación y preocupación por los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos desde su período de formación hasta los últimos años de su vida, y cómo los fue incorporando en su misma concepción de la pintura. Me limitaré a citar el juicio negativo que el propio Salvador Dalí emite sobre el desinterés de los artistas de su tiempo en relación con las ciencias: “Los artistas se hallan muy retrasados respecto del progreso de las ciencias” (“Manifiesto místico”, año 1951).
Antes de pasar a analizar y comentar el cuadro de la Última Cena, vamos a intentar poner de manifiesto por qué nuestro artista está hondamente interesado en los progresos en el campo de la física-átomo, de la biología-célula, de la genética-ADN, de la neurología-hemisferios cerebrales… Sencilla y rotundamente porque los descubrimientos de las diversas ciencias corroboraban el modo como el Sujeto creativo llamado Salvador Dalí actuaba y moldeaba el Objeto a la hora de pintarlo: con clara superioridad del espíritu humano sobre la Materia u Objeto y con entera libertad. Salvador Dalí tuvo que ver con agrado la teoría de la relatividad de Einstein, según la cual el tiempo y el espacio no son realidades absolutas a las que debamos someternos, sino que son realidades relativas que dependen de las “vivencias” del hombre. Igualmente tuvo que complacerle el principio de incertidumbre o de indeterminación formulado por Heisenberg, principio que afirma que la posición de una partícula en el ámbito microscópico es imposible ubicarla por las leyes determinísticas de la física clásica, sino que depende en definitiva de la arbitraria localización de quien observa la partícula.

Pero la coincidencia entre nuestro admirable pintor y los descubrimientos de las nuevas ciencias se dio a un nivel más esencial, al nivel, según el propio Dalí, de la “metafísica”. En efecto, Salvador Dalí, gracias a su intuición de la belleza en el universo, tiene una visión y una emoción unitarias de la realidad exterior y sobre todo de la realidad de sí mismo. Las nuevas ciencias, por su parte, están de acuerdo en afirmar que el inconmensurable espectro de seres existentes —que va de la materia inerte al “homo sapiens”— guarda estrecha relación entre sí al tener cuanto existe el mismo origen evolutivo: la gran explosión de la energía inicial. Los científicos saben muy bien que sus métodos experimentales no les permiten ir más allá del “Big Bang”, pero es lógico que los científicos, como seres humanos, se planteen al menos la pregunta metafísica: ¿Qué había “antes” del “Big Bang”? Salvador Dalí intuye que Dios tuvo que andar rondando por el principio ígneo del universo, pero aceptarlo como Creador es ya ir más allá, y confiesa que él no tiene esa fe en Dios Creador: “Por las matemáticas y las ciencias particulares sé que es indiscutible que Dios tiene que existir, pero no me lo creo”.

 
Abocado a Dios por su impulso hacia la belleza absoluta y “obligado” a recurrir a Dios como posible respuesta a las preguntas trascendentes que las mentes preclaras de los científicos no son capaces de resolver, Salvador Dalí lanza, en un lenguaje mal redactado, el “Manifiesto místico” (el 15 de abril de 1951, a las 3 de la madrugada): “Ahora empieza la Nueva Era. Empieza conmigo la nueva era de la Pintura Mística, la pintura del porvenir”.

 
Esa “Pintura Mística” tiene el tono personal de Dalí. Dice que la nueva era de la pintura mística comienza con él. Salvador Dalí ¿un místico al estilo de los santos Teresa de Ávila y Juan de la Cruz? Nuestro artista de Figueras, aunque se declare católico, carece de auténtica experiencia religiosa; tiene un “ego” que roza la idolatría; él mismo confiesa que no se fía del Dios Creador; de hecho, el Cristo de san Juan de la Cruz (1951) no refleja al Crucificado con quien mantenían unión mística el “medio fraile” de Fontiveros y la santa abulense, con estigmas esta última. El Crucificado de Dalí no tiene los símbolos tradicionales de la pasión: salpicaduras de sangre, clavos punzantes, corona de espinas, herida abierta en el costado, grupo de santas mujeres acompañando al Cristo agonizante; el Crucificado pintado por Salvador Dalí, según palabras suyas, “es bello como un Dios, que Él en verdad era”. También lo anunciaba en su “Manifiesto místico”: que su Cristo sería “lo más radicalmente contrario del Cristo materialista, salvaje y antimístico de Grünewald”. Otro tanto podríamos decir de la “Crucifixión” o del “Corpus hipercubicus” del mismo Dalí (1954), con el agravante de que Gala es la única mujer a los pies del Crucificado en sustitución de la madre de Jesús y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena (Jn 19,25)…

Pasemos, por fin, a contemplar “la última Cena” del pintor catalán (1955). La impresión primera y la más penetrante es la de un cuadro bellísimo. Mis ojos se centran, dentro del cenáculo, en la figura luminosa del rostro sin barba y blanquecino de Jesús. La luz que emana del Nazareno se extiende por la superficie de la mesa donde resalta el triángulo formado por el vaso con vino y por dos panes delanteros. Las sombras del interior del cenáculo cubren el pecho y la cabeza agachada de diez de los Apóstoles que circundan la figura del Nazareno a izquierda y a derecha, mientras la misma oscuridad alcanza la cabeza levemente inclinada y la espalda de los dos Apóstoles que el espectador encuentra más cerca de su mirada.

 
Fuera del cenáculo, se observa el torso desnudo sostenido en el aire y sus dos brazos abiertos que abarcan el cielo y la tierra. Del centro del pecho brota como un río de luz que cae en cascada o sube en escalera desde la figura traslúcida del Jesús que se ve en el interior del cenáculo. El color del cielo, del agua y de las rocas que rodean el agua parece responder al amanecer del día.
¿Dónde está la unión mística entre Dios y el hombre? Pienso que hay que descartar a los doce Apóstoles presentes en la escena anónimamente. Además con su clara postura de adoración nos están diciendo que es en Jesús en quien debemos fijar nuestra atención.
Centrémonos, pues, en quien preside la mesa. Enseguida nos percatamos de que no se trata de la última cena en cuanto cena: los Apóstoles no están sentados para comer, ni se observan sobre la mesa otros alimentos que no sean pan y vino. Dalí ha cambiado la Última Cena directamente por la institución de la Eucaristía. Dicho cambio realza sobremanera el clima mistérico de la escena. Borra la variopinta celebración de una comida de Jesús con el grupo dicharachero de Apóstoles, los cuales ignoran la gravedad del momento, y, además, uno de ellos alberga el firme propósito de entregar al Maestro a sus enemigos dispuestos a condenarlo a muerte. El creativo pintor nos introduce a cambio en la institución de la Eucaristía, esto es, en el símbolo real de la entrega de Jesús hasta la muerte y muerte de cruz. En realidad, el Jesús que preside toda la escena del interior del cenáculo es un Jesús casi muerto, como resultado de su actitud de entrega a la muerte por la salvación de la humanidad: su rostro sin barba y el color blanquecino, casi pálido, de su cara lo delatan; por otro lado, el habilidoso pintor catalán ha logrado encajar la figura del Nazareno —mediante los marcos de los pentágonos bajos y los superpuestos— como si estuviera dentro de un ataúd.
Pero la pintura del artista catalán no nos muestra solamente a un Jesús a las puertas de su muerte. Si agudizamos un poco más la mirada, descubriremos, en primer lugar, una leve paloma, símbolo tradicional del Espíritu Santo, que Jesús sostiene en su mano izquierda; después la mano derecha de Jesús se abre y sus dedos apuntan más allá del cenáculo, al torso desnudo y a los dos brazos que lo tienen en suspensión. Decía que el color que impregna fuera del cenáculo es el del amanecer del día y que del pecho desnudo del Nazareno brota como un río de luz. Todo esto nos hace pensar en la resurrección del Jesús entregado a la muerte de la escena inferior. Únicamente nos falta descifrar la presencia del Padre, de la Tercera Persona de la Trinidad. Los que nos guiamos por la simbología tradicional no somos capaces de seguir al genio de Dalí, imaginativo y conocedor de los descubrimientos de las ciencias modernas, y dar con Dios Padre. Pero tenemos la suerte de que el propio Salvador Dalí lo aclarara más tarde, en 1963, cuando, con motivo del homenaje rendido a Crick y Watson (descubridores de la famosa estructura de doble hélice del modelo de ADN), dijo las siguientes palabras: “Sus brazos repiten la estructura molecular del modelo de Crick y Watson y levantan el cuerpo de Cristo muerto para resucitarlo en el cielo".
 
El pintor de Cadaqués en “la Última Cena” es capaz de mostrarnos la presencia trascendente de la Santísima Trinidad. Ni un pintor surrealista ha logrado proyectar en su pintura una “suprarrealidad”, que es la pretensión del surrealismo histórico, como la que Salvador Dalí realiza en este cuadro, ni siquiera el Dalí de los sueños y deseos de fantásticas realidades.
 
Pero el cuadro de Dalí no me atrae a la unión con Dios, ni me conmueve la entrega amorosa de Jesús por nuestra salvación, ni me emociona la Santa Trinidad que se refleja en “la Última Cena” del artista. Admiro la radiante belleza de la pintura. Nada más.
                                                      EDUARDO MALVIDO

                           Maestro, catequista y teólogo

       P. D. Las reseñas biográficas dicen lo siguiente: 
La etapa escolar del artista se inicia en la Escuela Pública de Párvulos de Figueras… Dos años más tarde su padre matricula a Dalí en el Colegio Hispano-Francés de la Inmaculada Concepción de Figueras, donde aprende francés. Sus estudios de enseñanza secundaria los desarrolla en el colegio de los hermanos maristas y en el Instituto de Figueras.”
Consulté sobre el particular al H. Lluís Diumenge, natural de Figueras, quien me contestó:
COLEGIO HISPANO FRANCÉS DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN es el nombre primitivo de LA SALLE FIGUERES DE HOY. No creo que en Figueres haya habido nunca MARISTAS. ¡A LA SALLE LO QUE ES DE LA SALLE!”





EN DEFENSA DE NUESTRA NACIÓN Y 

DE SUS SÍMBOLOS



En estos momentos, en que el separatismo mal llamado ‘catalán’ por quienes pretenden generalizar e imputar al todo lo que corresponde tan solo a una parte se muestra especialmente virulento, conviene romper una lanza en favor de España y de cuanto la representa.
Para quienes entendemos España como una nación, enriquecida por la diversidad de sus pueblos, el insulto a los catalanes es el insulto a los españoles y hace flaco favor a España y a sus gentes. No procede extender la descalificación al pueblo catalán, que merece todos los respetos; tampoco a los independentistas que entienden Cataluña de manera distinta y abogan por la segregación. Están en su derecho a hacerlo. Sí, a los impresentables que, lejos de cualquier reivindicación perseguida por cauces democráticos, desprecian las instituciones, ignoran la Constitución, insultan a España, queman su bandera, silban y patean al escuchar su himno y se creen con derecho a pisotear los de quienes nos negamos a aplaudir su más que reprochable actitud.
A quienes abuchean el himno nacional, a quienes queman la bandera española, a quienes menosprecian símbolos y tradiciones que a todos nos representan, el mayor de los desprecios. Hay quienes no merecen el respeto de nadie, porque nada respetan que no sea su propio ombligo. Nadie que no sea ciego o que prefiera pasar por tal podrá olvidar las lamentables imágenes de un himno reiteradamente vilipendiado, de una bandera quemada en público ensañamiento.

Hay quien trata de justificar la actitud de ciertos elementos separatistas ante los símbolos de España, acusando a determinados partidos o sectores políticos de haberse apropiado de ellos, o incluso llega a identificarlos con la ideología fascista. Nada más lejos de la verdad. Para empezar, la bandera roja y gualda es enseña de España desde el siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III. Sobre ella se han sucedido distintos escudos, con los que uno puede o no identificarse. El que la preside desde 1081, fue consensuado, en la ‘transición’ por las distintas fuerzas políticas. En cualquier caso, es el símbolo que nos representa como nación. Cualquier insulto o vejación que reciba, ofende a cuantos nos sentimos españoles. También del XVIII data nuestro Himno Nacional, antes llamado Marcha Real y, en época más reciente, Marcha de Granaderos. Todo símbolo digno de representar cualquier ideología merecerá nuestro respeto, siempre que se haga respetar y no vaya más allá del ámbito que le corresponde. Pero nadie puede arrogarse el privilegio de monopolizar el himno de España o su bandera.
En honor de España, de sus gentes, de su unidad y pluralidad, de la riqueza que representan, estos versos que hace algún tiempo compuse para nuestro himno, y que mentalmente reproduzco siempre que escucho sus acordes:
Es España la tierra más hermosa, que nos vio nacer y ver la luz del sol;
Madre orgullosa de historia y valor, que siempre generosa a todos acogió (bis).
En sus costas, sus valles y montañas mil culturas hay y un solo corazón.
Lenguas distintas hoy unen su voz para ensalzar la patria y defender su honor (bis).

ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO

Maestro. Doctor en Ciencias de la Educación. Emérito UCJC

 
           
                            

    ESPAÑA UNA  


Las naciones son como los individuos, las patrias como las personas. Unas y otros son y necesitan ser singulares, ellos mismos, únicos.

Bien está el pluralismo y la diversidad, que nos enriquecen y multiplican. El individuo es múltiple por su cerebro, su corazón, los brazos con los que abrazar y los pies para los mil caminos de su destino... Pero, múltiple en órganos, es uno, él mismo, fulano de tal y de tal.

Que España sea Andalucía, Castilla, Extremadura… y hasta Galicia, Vascongadas y Cataluña es una riqueza. Que sea diversa la pone en condiciones óptimas sobre muchos otros pueblos de la tierra. Siempre que siga siendo una, ella, España, singular, unidad de destino hispano.

Hoy amenaza al mundo -también a los españoles nos presiona- un gravísimo problema: la nueva cultura henchida e hinchada de pluralismo y de diversidad, escasamente convergente a ratos y que con frecuencia se presenta en interna lucha frontal de sus elementos. Este pluralismo no parte de fundamentos comunes y no aspira a logros felices de unidad. De ahí su fracaso.


¿Qué unirá a los españoles en su convivencia: pensamiento, trabajo y vida? Si nos quedamos en ser una mera superposición de opiniones, de individuos, de culturas, de lenguas, de religiones, de partidos… cerrados todos sobre nuestros intereses egoístas y particulares – y a eso se nos lleva- nos podrá preocupar, por ejemplo, el derecho de expresión individual pero no la verdad que fundamenta cada una de las realidades y que no puede ser, en cada caso, más que la verdad que es.

No nos basta con opiniones que reclaman derechos particulares ni con una democracia formal de relaciones, que nada atan con fuerza. Buena puede ser la democracia, pero sobre una España una en la sabiduría (en su rica cultura), en su moral (su viejo pundonor y lealtad) y en su religión (respuesta sincera a la Divinidad).

En otros tiempos hablábamos de la España una, grande y libre. Para ser libre y grande ha de empezar por ser una.

RAMIRO DUQUE DE AZA
  
Maestro. Profesor de Teoría del conocimiento 
Bachillerato Internacional





EFEMÉRIDES


El Museo del Prado: doscientos años; miles de sensaciones
Aún recuerdo la primera vez que pisé el Museo del Prado. Era yo un joven aficionado a la pintura, pero de cierta inexperiencia ante las cosas del mundo y de la cultura. Antonio Urías, mi introductor en el Museo y mi cuñado, madrileño de corazón y orgulloso de poder mostrar las glorias de España y los tesoros de su ciudad, preocupado por lo que yo, joven religioso, pudiera ver de inconveniente, me decía: “tú tienes que mirar todo desde el punto de vista artístico”.
He vuelto otras veces, menos de las debidas quizás, a este templo de la pintura, a esta pinacoteca que, desde sus comienzos hace este año dos siglos, había escalado ya las cumbres de la excelencia y los cielos de la gloria. Y al volver hoy siento como una emoción nueva y una cierta pasión que me lleva a entrar con ansia desbordante y a mirar con fruición ese mundo fascinante. Lo miraré desde la perspectiva del arte, que es ejercicio de los sentidos, de la sensibilidad, del corazón.
Antes de acceder al Prado siente uno el peso de la riqueza que atesora este museo, y se siente abrumado al saber que entra en una de las primeras pinacotecas del mundo, -parecida a las demás, pero diferente- y “en el museo más importante del mundo en pintura europea” (J. Brawn). Y más abrumado aún al saber que dentro de esa equilibrada arquitectura neoclásica (pensada en su origen para otro destino no pictórico) está viva la pintura –creación y espíritu-de los más grandes genios de los siglos XVI, XVII, XVIII... Y de abrumado, pasa uno a estremecido de gozo al saber que va a sumergirse y a respirar esa atmósfera que, según no pocos críticos, representa “lo más significativo de nuestra cultura española”. Pero abrumado, estremecido o fascinado, me decidí a dar el paso que me introdujera en este sacrosanto templo del arte. Y, después de la “contemplación”, deseo describir no sus aspectos técnicos o históricos, sino las sensaciones que experimente ante cada una de las grandes o pequeñas obras de arte.
 
Un mar de sensaciones
Una primera sensación es su riqueza, su abundancia. El museo es como un enorme fresco en el que está representada la historia viva de un arte deslumbrante. Todo aquí parece vivo y elocuente: me he encontrado con un mundo variado, con una iconografía que se presenta ante mis ojos como la síntesis de la vida humana: esa vida plural, insólita, alejada de la realidad o sumergida en ella, asomándose en cada rostro, en cada mirada, en cada gesto, en cada rasgo. La vida diferente, pero única, de los países europeos desgranada a través de varios siglos de su historia.
Sobre todo he quedado prendado de todo lo que ha impresionado mis sentidos: las miradas de los personajes (ojos serenos, ojos doloridos y llorosos, ojos radiantes o deslumbrados por el resplandor de otra belleza o de otra presencia superior...), voces adivinadas o presentidas (susurros, gritos, voces confusas de la calle o alaridos lejanos de las batallas...), manos de inverosímil belleza, de expresión amistosa, de saludo entrañable, de acogida, de apoyo; manos de una delicadeza sublime o manos rudas deformadas por la lucha del trabajo. Y luego, el movimiento, la atmósfera de cada cuadro, el espíritu sublime que transforma y eleva las sensaciones o el realismo de las cosas sencillas en su desnuda sencillez.
Pero detengámonos en algunos otros datos que maravillan: la luz, por ejemplo. La luz tímida de las pinturas medievales, la luz desbordante de los cuadros del barroco, la luz misteriosa de los atardeceres, la luz plateada y limpia de la sierra madrileña, la luz sobre los rostros de hombres y mujeres, la luz que transforma en sublimes los sencillos interiores, la luz que se escurre como huidiza en algunos paisajes... Y luego está el color, esencial en la pintura, y que siempre me ha seducido. He sentido el color hecho armonía en los renacentistas italianos: un color natural, inocente, tratado en su puridad...; los rojos intensos de pasión –carnal o religiosa-; los azules –tenues en los cielos, profundos en los mares- , los ocres de tantos ropajes varoniles y los verdes... Los rosados de los cuerpos femeninos o infantiles, y los grises deformados y tétricos de las pinturas negras... Ese color negro, dignificado en los trajes de reyes y nobles plasmados en los retratos, combinado con el blanco de sus golas, y con el dorado y el plata, de reflejos inciertos, en los vestidos femeninos.
No quería, en los párrafos anteriores, ofrecer nombres, para no ser injusto en la omisión o el olvido; pero es imposible estar en El Prado y no destacar, por ejemplo, la desbordante imaginación de El Bosco, la fuerza expresiva de Goya, la delicada espiritualidad de Fray Angélico, la belleza celeste-terrena de Murillo, la desbordante vitalidad de Rubens, la serena espiritualidad de Zurbarán, el realismo español de Ribera o la pasión religiosa encendida en los colores llameantes de El Greco...
No me preguntéis si me gusta más la pintura colorista de la escuela italiana o la maravilla pictórica de la escuela española; no me obliguéis a elegir entre los tres mejores cuadros... porque elegiría trescientos; no me pidáis hacer una síntesis personal de la historia humana que aquí está contenida, porque sería interminable; no me pongáis en el aprieto de tener que optar entre las geniales expresiones de un estilo o de otro; no me invitéis a descubrir quién ha captado el mejor momento de luz o quién ha dejado constancia de una atmósfera más auténtica: me quedaría sin respuesta. Ni me preguntéis quién ha pintado mejor el dolor o el gozo de Jesús el Cristo o de su madre María; o quien ha expresado con más autenticidad la fuerza expresiva de fe en los santos, o su intimidad, o el gozo de su unión con Dios en su experiencia mística. También el Prado es ocasión para sumergirse en el mundo de la fe.
Pero en este teatro variado o panorama inmenso que es el Prado, y mirando no por escuelas sino de manera aleatoria, uno siente -como en la vida misma- un mundo de contradicciones palpitantes: hay cuadros que son pura exaltación (de la vida) frente a otros que expresan el más hondo abatimiento; el dolor de la pérdida y el gozo compartido del encuentro; los paraísos poblados de ángeles y hombres y los infiernos abrasados por el fuego diabólico; la esplendorosa luminosidad o esa luz apagada en medio del claroscuro tenebrista; la magnificencia y robustez de la figura humana o la discreta y graciosa presencia de los animales que acompañan la escena familiar; la abundancia y la escasez; el recato y la voluptuosidad; los ángeles y los demonios; los reyes y los esclavos, los héroes y los villanos... Y también, a través de los rostros, la belleza ideal del amor o la dura realidad de la muerte; las pasiones y los excesos humanos o la moderada vida de los santos.
Rendido homenaje
A la salida, un tanto decepcionado por no haber encontrado “La Anunciación” de Fray Angélico –está en restauración- me encuentro, en cambio, con la maravilla de la Virgen de la granada: una joya también del Beato Angélico. Luego, me dirijo hacia la pintura flamenca de los siglos XV-XVI. Un poco cansado, me siento en frente de “El jardín de las delicias, de El Bosco. La vista –y el espíritu- se extiende por la abigarrada variedad, por la multitud de expresiones de la vida humana que representa este fresco. Es un gozo y un privilegio que El Prado posea esta joya, y es una delicia llevarse estas imágenes –fantasía creadora y multicolor- al salir del museo. Pero me llevo también, mucho más que esto: una parábola de la vida humana. Alguien escribió con ocasión de la exposición no muy lejana de El Bosco en este mismo museo, “el jardín de las delicias incluye un conmovedor retrato de la condición humana que, de raíz –de manera radical en el sentido orteguiano del término- siempre se debate entre el bien y el mal, siempre se encuentra ante la disyuntiva de ‘un manzano y una serpiente’. Es el bello drama de los seres humanos desde siempre e irremediablemente para siempre”. (D. Sam Abrams). Es bueno volver a El Prado y encontrarse con la parábola de la vida humana contada de mil formas y expresada en mil lenguajes y matices. Este segundo centenario es una magnífica ocasión para ello.
TEÓDULO GARCÍA REGIDOR
Profesor del Centro Universitario La Salle


PALABRAS
     Colegio. Antiguamente, escuela, ocio (sjole): hoy, patio de recreo con ordenador en clase, evaluaciones y tareas que llevar para casa.
     
  • Evaluaciones. Invento más o menos moderno de tortura de estudiantes y de profesores: anual, trimestral, bimestral, mensual, bimensual, semanal y, también, continuo, evaluación continua.

  • Dos clases de profesores extremos: los que reniegan de sus alumnos y aquellos que siguen escuchando a La Salle, que les dice: “No esperéis otra recompensa...” (Méditations pour les Dimanches, 175,3).
  • Libro de texto. No lo heredará mi hermano. Está lleno de subrayados y notas mías, que me han de servir de mayor. ¡Al cajón de mis cincuenta años con él!
  • Pizarra digital o encerado digital. ¿Qué tiene esta pantalla de piedra de pizarra o de cera, que aun la llaman así?
     
  • Puertas del colegio: “Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza” (Divina Comedia. Dante Alighieri).
  • Si la clase de Matemáticas es el Coco (también el Descanso por lo que tiene de costumbre y de norma), la de Sociales, el Lío Padre de fechas y lugares (aunque también pie para el Turismo viajero y un extraño paseo por el Ministerio del Tiempo).
  • El tutor, copia algo parecida al original que es la madre que se quedó en casa.
  • La clase de redacción: la libertad de prensa que le está permitida al estudiante de los colegios.
     
    Redacción por carriles, la delicia que se desliza feliz y que saborean alumnos y profesores, ave adif de la clase de lengua.
  • Motes de los profesores. Como los refranes, del pueblo, nadie sabe quién o quiénes fueron los autores, pero muchos mojan en su caldo.

  • Compañeros de clase. Si repito, distintos.

    Repetidor. Un respeto. ¿Quién sabe? Quizá es el próximo Nobel, por más que hoy no se sepa todavía de qué.

    Chuleta: salva-vidas y salva-algo más. 

    Ordenador: en esto le paso a mi padre y leguas a mi abuelo.

    Profesor, Aquiles: cuenta los kilómetros por miles. Alumno, tortuga: cuenta metro a metro. Pasa el tiempo, los años, y la tortuga puede adelantar al Aquiles, ocus podas, el de los pies ligeros, y mejorar su kilometraje.

    Lo aburrido de los profesores es que nos preguntan por preguntar, no por curiosidad, pues se saben la respuesta de antemano.

CUR


    








                            
                LA CAZA


A dar a la caza alcance
iba San Juan de la Cruz,
el poeta a lo divino
que adoraba al buen Jesús,
y allá en el Monte Carmelo
de Segovia al cielo azul
                      paseaba entre las aves
                      nimbado de amor y luz.

Siempre tiraba a la diana.
Nunca flechaba al albur.
Era sin duda en los versos
el más versado tahúr.
Era un terrestre liróforo
rimando a cara y a cruz.


Ahora prohíben la caza
de Miguel Delibes. ¡Uff!
Ojalá que eso no hicieran
y que no lo vieras tú
que te afanas en gozar
del gatillo pin pan pun.

A cazar hemos de ir
contigo del Norte al Sur
todos los que suponemos
que cazar es dar más luz
al bosque empequeñecido
del roble y del abedul.
Para todos los fautores,
dinero, amor y salud.
   ¡Licencias para la caza!
                       Y adiós, que os digo agur.


DIÁLOGO DE PÁJAROS


Dos pájaros sobrevuelan
en el aire sostenidos
y uno a otro se consuelan
dándole quehacer al pico:
¿Qué te pasa, ave de plumas?
Lo que a ti y no más te digo.
O sea, que vas de paso,
tras abandonar el nido
y no quieres deleitarme
con tus píos, píos, píos.
En efecto, compañero,
volar callado es mi oficio.
Tú a tu vuelo parlanchín
y yo silencioso al mío.


Esto nos hace pensar
que el obrar más que el hablar
es productivo.



 CARÁCTER DE LOS EJERCICIOS FÍSICOS


Ejercicios naturales
     
      El carácter de los ejercicios físicos se refiere su naturaleza; esto es, si tienen su origen en movimientos realizados espontáneamente sin un periodo previo de aprendizaje o, por el contrario, si para su adecuada ejecución ha sido necesaria una previa elaboración. Son: naturales y construidos.

Ejercicios naturales
Los ejercicios naturales están basados con los movimientos propios, espontáneos y elementales del hombre. Relacionados con la herencia filogenética del ser humano, como los establecidos por el francés George Hebert (1913) en sus planteamientos de la gimnasia natural, elaborada después de visitar como marino en sus viajes por Oceanía a tribus que vivían de manera primitiva.
Observó Hebert que esas gentes tenían una buena condición física y un físico bien construido como consecuencia de su actividad física de desenvolvimiento en la naturaleza. Desarrolló así su método de gimnasia natural, de gran impacto en aquellos años. Dicho método constaba de estos diez grupos básicos de ejercicios: marchar, correr, saltar, nadar, cuadrupedia, lanzar, trepar, equilibrio, transportar pesos y luchar.

Ejercicios naturales
También podrían considerarse como naturales aquellos gestos o habilidades de la vida cotidiana que han sido asimilados de manera completa.
Los ejercicios construidos son movimientos artificiales, con un aprendizaje previo, y con un fin determinado. Suelen apartarse de los que el hombre realiza habitualmente de manera espontánea.
Según Alberto Langlade (1970) los ejercicios construidos son aquellos “elaborados de manera consciente en su forma, ritmo e intensidad, con la intención de obtener de manera rápida un fin preciso”. Los ejercicios construidos son, pues, movimientos especialmente diseñados para provocar efectos desde el punto de vista del entrenamiento o del aprendizaje motor: las técnicas.
Ejercicios globales
Podemos encontrar una relación entre la estructura y el carácter de los ejercicios físicos. Los ejercicios de estructura global, pueden ser tanto naturales como construidos, mientras que los ejercicios que responden a una estructura analítica y sintética son, eminentemente, construidos.
En una determinada sesión de Educación Física pueden combinarse ambas divisiones. En una primera parte se podrían realizar carreras para la mejora de la resistencia (naturales), y en una segunda parte se podrían trabajar ejercicios de control postural y técnicas deportivas (construidos). No obstante, la división entre una y otra característica no está absolutamente definida. Por tanto, su análisis no deberá afrontarse con dogmatismo.
Equilibrio
Para Burger y Groll (citados por Hernández Vázquez y Manchón, 1980) los ejercicios naturales también son aquellos realizados con un estilo natural. Para ellos existirían, pues, los ejercicios “naturales adquiridos y secundarios”.

Por tanto, todo movimiento adquirido y habitual podría convertirse en natural si los gestos que adopta el hombre en su vida diaria son básicamente construidos pero realizados de manera habitual, inconsciente y repetitiva.

Movimiento corporal
En el punto opuesto tendríamos ejercicios o movimientos eminentemente naturales como es la carrera, que se trabajan de manera analítica para obtener la máxima eficacia de la misma; es el caso de las carreras de competición en pista. Los atletas de 100 m efectúan largos y analíticos entrenamientos para obtener las mayores posibilidades de una acción tan natural como es correr.

Curiosamente, los niños de unas edades comprendidas entre los 8 y los 10 años, aproximadamente, si poseen una buena condición física –que a esas edades es bastante frecuente–, suelen correr de una manera cercana al óptimo ideal biomecánico de manera espontánea e inconsciente.
Francisco Sáez Pastor
Universidad de Vigo



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