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117 Camilo José Cela

 

                                                                                           

                          RELACIONES DE GÉNERO EN LA NARRATIVA CELIANA                                                           
          HETEROSEXUALIDAD 

                    3. Relación amorosa (1)

 Más allá del donjuán seductor, el hombre enamorado. Sus pretensiones son otras: una vida largamente compartida con la mujer amada. El tiempo, las circunstancias y la fortaleza de cada cual determinarán el grado de fidelidad y la permanencia del vínculo. Son bastantes los momentos en que este amor –platónico unas veces, romántico e incluso apasionado otras- se pone de manifiesto en los relatos de Cela. Los presentamos a continuación. 

Más allá del donjuán seductor, el hombre enamorado. Sus pretensiones son otras: una vida largamente compartida con la mujer amada. El tiempo, las circunstancias y la fortaleza de cada cual determinarán el grado de fidelidad y la permanencia del vínculo. Son bastantes los momentos en que este amor –platónico unas veces, romántico e incluso apasionado otras- se pone de manifiesto en los relatos de Cela. Los presentamos a continuación.


Enamorado hasta las cachas de Julita muestra estar Ventura, su novio. Así se desprende del relato que de la declaración del pretendiente hace la joven a su madre: -Es muy bueno, mamá, muy bueno, muy bueno. Me cogió de la mano, me miró a los ojos… -¿Nada más? –Si. Se me acercó mucho y dijo: Julita, mi corazón arde de pasión, yo ya no puedo vivir sin ti, si me desprecias mi vida ya no tendrá objeto, será como un cuerpo que flota, sin rumbo a merced del destino. Deliciosamente romántico, el supuesto diálogo que refiere Mrs. Caldwell entre Patrick, el estudiante de astronomía, y su novia Rose, mientras pasean de la mano: -¿Me amarás siempre, Rose? –Te amaré siempre, Patrick […] -¡Qué buena eres, Rose. […] –No, Patrick, no es que sea buena, ¡es que te amo! Con las facciones desencajadas y la faz sin color, Eliacim, el estudiante de astronomía paseaba y paseaba, con su novia enlazada del talle, bajo la alta luna, como podrás imaginarte. -¿Me serás siempre fiel, Rose? -Te seré siempre fiel, Patrick. El estudiante de astronomía besó a su novia en los párpados. -¡Qué buena eres, Rose! Rose suspiró con violencia… Rose suspiró con timidez. –No, Patrick, no es que sea buena, ¡es que te quiero tanto! Encorvado, flaco y tosedor, Eliacim, el estudiante de astronomía paseaba y paseaba, para arriba y para abajo, con su novia sentada en un hombro, bajo las inmediatas constelaciones. También Mrs. Caldwell refiere, con ironía, la declaración que Hortensia Pyle recibe de su enamorado: -Cómo la amo a usted en secreto, ¡oh, dulce boca bien dibujada, por un solo beso, aunque no me lo diera usted agonizando de entusiasmo, yo le entregaría gustoso todo mi porvenir. Tralará, tralará, tralará. ¿Algún día podremos cogernos las manos a la luz de la incierta luna, para decirnos al oído brevísimas y excitantes palabras de amor, como trópico, por ejemplo, o labios, o perla dorada o pelusita? Yo creo que sí. Yo soy joven y estoy lleno de esperanza. Tralará, tralará, tralará.

Al caporal Feliciano Bujanda, en la noche en que se llegó hasta el conuco, antes, mucho antes de lo que acostumbraba, la espera de la negra María del Aire se le hizo una eternidad. No era el único que estaba por los huesos de la negra María del Aire. También el hijo Cleofá, que así se le insinuaba: -¡Guá, morenitica, pues, que me des un besitico, ¿sabes?, que si me das un besitico e lo más bien apretao, güeno, te he e regalá una corona e acemita! La reacción de María del Aire fue menos romántica; pero, sin duda, a Cleofá no le desagradó: rompió a reír a carcajadas. Se reía con todo el cuerpo: con la boca grande, con los ojos redondos, con los breves y descarados senos. -¡Ah, zonzorrión, pues, y cuándo va usté a aprendé que los besiticos no se píen, güeno, que se roban…!

La señorita del 40 es angelical, canta despacito para no fatigarse, entre golpe y golpe de tos, “tra-lará-lalá”, y su voz es suave como el terciopelo… […] Por la señorita del 40, daría hasta la poca vida que me queda –confiesa el paciente enamorado-, solamente porque ella me dijera un día sonriendo: -Joven, anoche he soñado con usted. Tan apasionada como desesperanzada, la declaración de amor que ‘el 73’ hace en su carta a Felisa, la señorita del 103: Si no fuera porque usted, señorita, me prometió una mañana, tan sólo con una dulce mirada, que me aguardaría eternamente, me habría ya dejado caer sobre la litera, en cualquier postura, para dejarme morir de aburrimiento. […] La amo intensamente, Felisa, con un amor que no conoce límites y que no tiene tiempo ni fronteras; la amo ardientemente, apasionadamente… […] Yo le ruego que acepte mi honesta promesa de matrimonio, de no ser así prefiero que no me conteste; prefiero culpar al correo de un desvío y esperar eternamente esa carta que no recibiré, porque usted no la habría escrito. Suyo de todo corazón, N. Enamorado hasta las trancas está de la señorita del 40 el paciente B, y lamenta desolado su desamor: Ya no me quiere, ya no busca mi sombra ansiosamente, como yo soñé la otra noche que buscaba. La señorita del 40 es angelical; ya no canta, ni siquiera despacito para no fatigarse, su dulce “tra-lará-lalá”; pero su voz yo la sigo recordando suave como el terciopelo, como el brillo de aquella misteriosa y encantadora cajita de resorte donde la abuela guardaba las cartas de amor del abuelo y en cuya tapa con una deliciosa caligrafía escribió “souvenir”. Solo en sueños encuentra consuelo: Pensé, por un instante, que el otro día me acerqué a su cama para decirle: -Señorita, anoche he soñado con usted. Y que entonces me respondía, toda arrebatada por la pasión, que prefería morirse -¡morirse!- antes que tener la abrumadora preocupación de ir contando los segundos que pasaran, uno a uno, con una lentitud desesperante, desde mi emocionada confesión hasta que, a lo mejor sin querer, dejara de soñar con ella.

Pero si de alguien son permanentemente reiteradas las manifestaciones de amor, lo son las del paciente C, tiernamente enamorado de A, paciente cuya identidad en ninguna de las numerosas referencias conseguimos descubrir, pero que es para aquel la única razón de su vida. La describe como limpia y sin taras, como esa ideal mujer de los poetas, armoniosa y pura como quien yo sé, como quien ocupa por entero mi ya débil pensamiento, como la pobre muchachita morena y cariñosa cuyo recuerdo aún mantiene esta misma tensión que me consume, cuyo pensamiento aún consigue que yo siga tomándome la molestia de no quitarme la vida. Las cálidas confesiones del enamorado son constantes, dulce y románticamente apasionadas. Las traemos aquí, sin solución de continuidad, pues sobra cualquier comentario:


Te quiero, amada mía, pequeña amada mía; te quiero hasta morir, hasta morir y resucitar; te quiero hasta el fin de los mundos, hasta donde se pierde la memoria, hasta donde Dios empieza y acaba, hasta el límite mismo de lo que no tiene límite. Te quiero como nadie quiere a nadie, como jamás ninguna mujer pudo decir que la quisieran. Te quiero a toda prisa, violentamente; el fuego del cariño que te tengo podría hacer secarse al mismo mar profundo. Te quiero arrebatadoramente, sin que un solo momento todo lo que te quiero deje de estar presente ante mis ojos. Y te quiero como te quiero porque todo el cariño que te tenía reservado para una larga vida he de dártelo entero en estos cortos meses que nos quedan. Yo no sé cómo decirte que te quiero de forma desusada; que por verte feliz, por verte dueña de la dicha que ya estamos notando que no te puedo dar, sería capaz de perderte. […] Sería capaz de llevarte hasta el altar para que te casases con el hombre que lograra quitarte la desgracia que yo te doy, que lograra darte el fin que te mereces y que yo -¡Dios mío!, ¿por qué no yo?, y que yo jamás, ¡jamás!, podré ofrecerte. Amada mía de mi corazón: hoy te imagino dentro de mi pecho, escondida dentro de mi pobre pecho, pequeña y suave como una bella concha nacarada, dulce y sonriente, como un niño abandonado, como un perro enfermo y cariñoso. Entorno los ojos, miro por dentro y allí, reclinada tu cabeza sobre mi corazón, suelta tu negra cabellera al poco viento que aún sopla por mis pulmones, abarcando con tus brazos esta sangre, que sólo por ti se derramaría por el suelo a una única sonrisa, estás tú entera, viva y hermosísima, amada mía de mi corazón. Sólo hay una razón para olvidarte, una razón más
fuerte que el amor angustiado que late en mi garganta. ¿La muerte? -pensarás-. Pues no; aún no es la muerte lo bastante fiera para que mi cariño se derrumbe. Para que tu sonrisa se me nuble en los ojos, para que mi palabra se hiele recién salida de la boca, para que nuestro beso hieda a podrido nada más que al juntarse nuestros labios, no es la muerte bastante. Tendríamos que querer lo que nunca quisimos, que es dejar de querernos. Tendríamos que querer vivir sin conocernos. Tendríamos que querer buscar otros reflejos en los ojos, otros brillos del pelo, otro color de tez. Y eso, que no es la muerte, que es peor que la muerte, ni tú ni yo lo queremos. Porque Dios existe, amada mía de mi corazón, y está de nuestra parte. Tengamos confianza. ¡Ah, no sé lo que me responderías. Quiero pensar que te quedarías callada, como siempre, con tus negros ojos un poco asustados clavados como un dardo en mi mirada, como un dulcísimo dardo que no hiriese al clavarse, como un dardo que fuera como un beso por carta, como un beso como los que tú y yo nos damos, y que son tan puros, tan puros, que casi no son besos, que son algo muy raro, algo que todavía no tiene nombre, porque todavía, hasta tú y yo, no habían existido. Sí; te quedarías mirando fijamente para mí con los ojos un poco asustados y una tenue sonrisa de una inaudita belleza floreciéndote en la boca. …lo que Dios quiso reunir en una mirada para que te sintieses dueña de todo. Tómalo. Yo te lo ofrezco para que deposites en él todo ese inmenso cariño que te tengo, y que aún no me explico cómo es posible que quepa entero dentro de un solo hombre; que aún no me explico cómo es posible que pueda ofrecerse entero a una sola mujer, a una mujer que abulta tan poco como abultas tú, pequeña mía, amada mía de mi corazón. ¡Ah, pobre amada mía, triste cariño de mi corazón! Aún me queda, en lo más recóndito y escondido de mi alma, una leve esperanza. Y esa escasa y lejana esperanza que me mantiene, la estrujo contra mi pecho para que todavía siga alimentándola tu recuerdo. Esa esperanza morirá conmigo. Cuando yo muera también ella morirá. Y si ella muriese antes… No; antes no puede morir, porque su muerte me mataría. Tuyo, C. Y esa boca, a la que no pueda besar porque ninguna boca, y menos ésa, fuera jamás tan mala y tan ruin como para darle en castigo a mamar la muerte de mis labios, la muerte que me consume el pecho y que aflora, como una maldición, hasta mis labios, sonreiría levemente, con una sonrisa casi imperceptible, con una sonrisa que la mayoría de los humanos no podrían captar, como tampoco pueden, en su triste ceguera, tocar con las dos manos la nube del cariño. En medio de la tristeza que me agobia, hay instantes en los que se dibuja en mis labios una leve sonrisa. Ahora, por ejemplo, cuando me imagino el ridículo aspecto de nuestra boda ‘in artículo mortis’. Tuyo, C. Mi alma, mi pequeña querida de mi corazón, es un ventisquero al que sólo calienta tu lejano recuerdo. En lo más recóndito y escondido de mi alma, pobre amada mía, triste cariño de mi corazón, aún me queda una leve esperanza -¡Dios mío, qué leve!-, que estrujo contra mi pecho para que por el poco tiempo que fuera, siga alimentándola tu recuerdo. Si ella muriese antes… Sigo dando vueltas en mi mente a la idea -¿irrealizable?, prefiero no creerlo- de nuestra boda. ¡Tan poco ibas a tener que aguantarme! Tuyo, C. Hoy veo las cosas con mayor pesimismo, con menos aplomo y serenidad. Me encuentro cada vez peor, veo más próximo el fatal desenlace, y… como tengo menos tiempo para quererte, te quiero con una violencia inusitada, como jamás nadie pensó que podría llegar a quererse.


No se haría justicia si no trajésemos aquí las ocasiones en que la mujer enamorada manifiesta sus sentimientos, con parecidos deseos, cuitas, goces o desesperanzas que las nacidas en el corazón del hombre enamorado y que acabamos de recoger.

 Quizá sea prudente tener toda clase de condescencias con la mujer enamorada. Es San Campio, el marcial patrono de los quintos y de los viajeros, quien a la mozas las protege y enamora.

Julita, la mayor de las hijas de doña Visi y don Roque, anda muy enamorada de un opositor a notarías que le tiene sorbida la sesera. Algo semejante le debió de ocurrir a Eulogia, el ama del bar El paraíso terrenal, cuando perdió el seso y se escapó con un tocaor que andaba siempre bebido. Muy enamorada demostró estar la esposa de Hermengaudio, cuando siguiendo la costumbre de las mujeres inmensamente felices, se echó a llorar. La novia de ‘tuprimo’ el egiptólogo, estaba dispuesta a dejarse embalsamar por él, aunque hubieron de desistir por las murmuraciones del vecindario. Annelie, llama cariñosamente a Vicent meu farrapiño, miña piltrafiña, y en su deseo de agradarle, le prepara yemas con vino de Oporto para que coja fuerzas. La señorita del 40 confiesa a Elisa, la enfermera, estar enamorada de un hombre más hermoso que el hombre fuerte, grácil y vistoso. Asegura que más hermoso que verlo caminar y que oírle hablar es poseerlo… Dulce, cautelosamente, con miedo de que entre nuestros brazos se rompa su bravura, ese silencio que recubre su espíritu como un ungüento. Os aseguro –le comenta- que querer a un hombre, que quererlo con frenesí, sin ritmo alguno, alocadamente, desacompasadamente, es un placer como no podéis ni figuraros. Muy enamorada está también la señorita del 37, ¡Pobre, con lo mona que es! Por las noches, observando a lo lejos las luces de la capital, no puede contener las lágrimas, ¡es una romántica! Y cuando después de cenar se mete en la cama, coge la foto de su novio y la aprieta contra su pecho hasta que el llanto la invade, un llanto convulsivo que acabará con ella. Aunque a pesar del amor que manifiesta tener al novio ausente, no parece guardarle la ausencia. Cuando se abalanzó sobre mí y me besó –reconoce ella misma, refiriéndose al amigo del 52- yo, ciertamente, hice poca resistencia. Y más adelante, como queriendo justificar su condescendencia, pero declarando el respeto que le merece y la atracción que siente hacia él, añade: mi amigo del 52 dice que soy una romántica y una soñadora. No lo sé. Quien sí me parece soñador y romántico es él, con su sensible corazón. […] Tiene un corazón de oro, ahogado por todo ese caparazón de cultura que se obstinan en colgarle como lastre a los que hubieran podido nacer poetas.

Cuando finalmente la señorita del 37 muere, el relator se acuerda de ella y del amor que profesaba a su novio: Ahora, desde el hermoso cielo, cuando vaya a acostarse ya no apretará contra su pecho, hasta caer invadida por el llanto, aquella fotografía de su novio, que tanto y tan amablemente le atosigaba y le hacía sufrir.


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