ÍNDICE PRINCIPAL
Pregón: Gran horizonte y vida ascendente.
Nuestros maestros: Aforismos. Las ramas también son raíces. Eugenio
d´Ors.
Nuestra Escuela de Vanguardia: Final
de una larga etapa. Teódulo.
Para salvar la
educación: que el centro sea
peculiar. Ramiro.
La meta de nuestra sabiduría: Puntualizaciones
(VIII).Imperativos.
Alta política con
estilo: Educar para una generosa vida social. Ramiro
Soneto desde el sentimiento: Nieves
perpetuas. Ángel H.
Traigamos a los clásicos. Fray Luis
de León. CUR.
Buzón teológico: ¿Participó Dios Padre en la pasión y muerte de su Hijo? E. Malvido.
Afderías: Fray Luis de León. CUR
Casicuento: Vergüenzas de la Historia. Ángel H.
El rincón de Apuleyo: Maestros del amor en versos.
Afderías: Fray Luis de León. CUR
Casicuento: Vergüenzas de la Historia. Ángel H.
El rincón de Apuleyo: Maestros del amor en versos.
Educación física: La gimnasia
moderna. Los inspiradores III. F. Sáez.
Cartel del EP 2015.
GRAN HORIZONTE Y VIDA
ASCENDENTE

Entonces optamos por el gran horizonte y la vida ascendente. Éramos
jóvenes. Se nos decía que la vida
ascendente coincidía precisamente con épocas apasionadas, de espléndido
impulso, creadoras: como la paleocristiana, el Medievo, los siglos del gótico o
los de oro españoles. Se nos decía que en la vida ascendente, como en la
juventud, predomina la pasión por la lucha, la aristocracia del espíritu y que
nuestro ideal de excelencia habría de ser el del caballero cristiano, que
habríamos de amar el riesgo y la dificultad, incluso el peligro, guardándonos,
no obstante, de ser temerarios.
La nuestra sería una época
beligerante al optar por la vida ascendente, se nos advirtió. No nos importaba.
Se nos decía que tales épocas guerreras preparan las civilizaciones superiores.
Mejor que mejor.

Llegados
a la
edad de nuestro ministerio docente,
es decir, al campo de operaciones de nuestro concreto servicio a la sociedad, en
su avanzadilla de primera línea, llevamos a nuestra pedagogía ideal ascendente
y su brío. Por eso creamos en nuestras aulas una
atmósfera de ideales ambiciosos y de sentimientos audaces y magnánimos,
entusiastas. De la ciencia todo nos parecía poco. El saber y la fe no tenían
fondo para nosotros. Y en cuanto al estilo, fomentábamos en nuestros alumnos la
elegancia y, a la vez, una decidida voluntad de originalidad y una notable
dosis de dureza.
A distancia hoy, entrados
en años, ahora, seguimos optando por la vida ascendente y por el gran horizonte
y querríamos que la Patria, la Cristiandad y la Escuela en las que militamos,
sobresalieran en nuestros días también por el brío de la vida ascendente y por el
audaz ideal del caballero cristiano y español, por el huerto en flor y fruto de
aquella semilla juvenil de gran horizonte.
Aforismos de nuestro maestro de ayer y de hoy
Eugenio d´Ors, maestro,
nos enseñó a andar también
por las ramas.
DE AYER A HOY
Final
de una larga etapa
Con ocasión de mi reciente jubilación
como profesor, deseo hoy rememorar, creo
que sin sombra de nostalgia, un ayer
que ha durado más de cincuenta años. El “hoy” de este escrito, por
tanto, queda sumamente reducido ante la extensión, en tiempo y en intensidad,
del “ayer”.
1. Ayer

Llegaba yo con un zurrón que esperaba
se hubiera llenado de más ilusiones y proyectos en el tercer año de un Magisterio que, como he sugerido, no comencé.
Pero eso no impidió que me entregara de lleno desde el primer día, como si yo
hubiera estado saturado de prácticas
en la escuela aneja de Griñón. Recuerdo lo bien que “encajé”, la agilidad con
la que me movía, la alegría contagiosa de los chavales de 6-7 años, el trato
afable y simpático de los profesores seglares, la admiración compasiva de los
Hermanos de comunidad con este veinteañero que parecía no ser muy consciente de
a dónde se adentraba. Un encantador curso en Las Palmas fue el inicio de una larga singladura de cincuenta y tres años
que ha terminado en Madrid, el mes de enero de 2015.

A lo largo de este dilatado ayer, uno ha querido conseguir
muchas cosas: desde la pura transmisión de los saberes a quienes –como en los
primeros años de mi magisterio- estaban sedientos de ellos, hasta –dejando los
saberes en un segundo lugar- mirar a las
personas y tratar de hacer, con ellas, un recorrido desde la vida a la verdad
o, si se quiere, desde la verdad a la vida. Unas veces uno ha querido, sobre
todo, enseñar. Tal creía que era su
misión. Pero quizás sin haber establecido del todo la “distinción entre la enseñanza… como estudio especializado de un
conjunto de datos, y la educación propiamente dicha, que es edificación de sí”
(Id).
Pero también uno ha llegado a saber que educar y educarse es
un continuo acto de aprendizaje. Y también esto ha sido una constante en mis
preocupaciones desde joven: el que aprendieran los discípulos, el hacer nacer
en ellos “el deseo de aprender”. Y a veces era tal el celo de este “deseo ajeno”
que uno pugnaba por meterse en la piel del otro y “desear aprender por él”,
olvidando que “el enseñante no puede desear en lugar del alumno”… aunque
sí “crear situaciones favorables para que
emerja el deseo” (Ph. Meierieu). A eso creo haber dedicado no pocas horas y
esfuerzos en ese recorrido de mi pasado; recorrido en el que uno ha llegado a
convencerse con el también francés G. Gusdorf, de que “el testimonio del maestro no consiste en un saber ni en un saber hacer.
El maestro es. Porque su vida tiene sentido, enseña la posibilidad de existir”.
Porque el magisterio empieza cuando se opera el paso del orden intelectual del
saber al orden espiritual en el que se realiza la vida personal”.
Finalmente, uno ha procurado ser también el maestro que creía
ver en los deseos y las expectativas de los discípulos. Y tratando de responder
a esa imagen presentida o figurada, es posible que pueda haber imaginado
respuestas no ciertas que hayan llevado
a decisiones equivocadas. En los años juveniles quizás haya querido ejercer la autoridad;
en los años de madurez joven, mostrar el
saber. Finalmente, en la “madurez
madura” uno ha caído en la cuenta de que
lo que pedían los alumnos era otra cosa:
“lo que el discípulo espera del
maestro… no es la enseñanza de un saber o un saber hacer. La realidad profunda
(de ser maestro) está en otra parte, si el maestro es verdaderamente un maestro
y el discípulo un auténtico discípulo. A
través de la docencia el alumno está atento a la justificación de esa
actividad. Admira la inteligencia del profesor, la facilidad de su palabra, la
amplitud de su saber, pero todas sus cualidades y poderes no son más que
símbolos de una cualidad esencial del ser, a la cual, conscientemente o no, se
une la atención respetuosa de aquel que pide, en primer lugar, una lección de vida” (G.
Gusorf). Pues bien, esto ha sido una de las aspiraciones, nunca del todo
lograda, del ayer de mi magisterio… Y no sé si esa “lección de vida” ha sido
una lección significativa y eficaz.
3. ¿Y hoy? Pues es que casi no hay
hoy, porque acabo de terminar el ayer. Hoy todavía no he podido sentir ni
nostalgia ni añoranza. Hoy todavía no sé lo que es amanecer y no pensar ya en las
clases, en los encuentros con los jóvenes alumnos, en las lecturas sobre
educación cuyo destino último eran
siempre ellos. Hoy todavía no me atrevo a pensar que esto, lejos de ser un paréntesis, sea ya un estado definitivo, el hoy de mi vida. Un hoy, con muchas ausencias obligadas
pero con no menos presencias y riquezas, que, poco a poco he de descubrir. Y ese descubrimiento quiero hacerlo desde mi condición de maestro, con el estilo que me imprimió –nos imprimió- aquel lejano Escolasticado de
Griñón.
Teódulo GARCÍA TEGIDOR
Maestro. Exprofesor del Centro Universitario La Salle
PROPEDÉUTICA
7. PARA QUE HAYA VERDADERA ESCUELA:
QUE EL CENTRO SEA PECULIAR EN
ALGO

No es que la Escuela se mida por
la distancia que la separa de los demás centros educativos. La Escuela se
medirá siempre por lo cerca que esté del valor o del haz de valores cuyo anhelo
profundo late en sus adentros.

El centro puede sobresalir y su
carácter propio estar en detalles como la impecable presentación de ejercicios;
en trabajos de siempre, pero notables por su excelencia, como en el trabajo de
la expresión escrita (porque quizá cuenta con un sistema propio, sistemático y
creativo de su aprendizaje); en novedades, como las informáticas...
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Lagartija, búho, hormiga, oso y
tortuga, la escuela ha de ser ella, singular, peculiar por algo de detalle o
magno.
RAMIRO DUQUE
DE AZA
Maestro. Profesor de
Teoría del conocimiento.
Bachillerato internacional
En los centros lasallanos, durante varios siglos,
al comienzo de la jornada escolar,
los maestros pedían al Cielo los dones del Espíritu Santo,
y en primer lugar el espíritu de sabiduría,
meta de su hacer y del de sus alumnos.
PUNTUALIZACIONES
SOBRE LA SABIDURÍA (VIII)
8. La Sabiduría a los
“principios” añade “imperativos”
Se
llega a formular principios –ideas,
conceptos- tras la intuición, entendida como salto a la esencia o alma de la
realidad desde el yo profundo. De este tipo de intuición se habló en la
puntualización VII.
El imperativo es una proposición que
transciende y moviliza la conciencia creadora del individuo, de un pueblo o de
una época. Un grito lírico con alto sentido.
Principio: España frente a Napoleón ha de mantener su independencia.
Imperativo:
¡Somos españoles y es necesario que muramos por el rey y por
la patria! (Bando. Andrés Torrejón, alcalde de Móstoles).
Los principios son chispas. En la chispa está ya la
hoguera y el enorme incendio posterior. Mientras permanezca como mera chispa,
no hay incendio. Pero tampoco es posible pretender abrasar el mundo sin chispas
iniciales. Los principios son necesarios, pero en ocasiones algo trivial,
trillado, barato, prácticamente vacío.
Los imperativos son el bosque en llamas.
Son la expresión motriz de la inicial intuición entrañable de una realidad
altamente valiosa, que normalmente se puede formular como idea o principio.
Ejemplo.
En Benedicto XVI predominaron los principios. Necesarios. En el papa Francisco,
cargado de principios, predominan los imperativos. Hasta el momento el papa
actual abunda en imperativos. Benedicto XVI lo era de principios. Necesitamos a
los dos. Hoy, quizá, más al segundo.
El
pensamiento –el logos, la palabra- es primero (el principio diría Rahner), pero
sin imperativos (terminología de Rahner) no se dará la movilización poderosa y posible.
La
Escuela española y la europea cuentan con un tesoro de principios. Hechos
incluso tradición, como en La Salle. Hoy su pobreza de imperativos es alarmante.
Nuestro
blog AFDA, portavoz de magisterio y estilo, es y quiere seguir siendo un clamor de
imperativos.
RAMIRO DUQUE DE AZA
¿PARTICIPÓ DIOS
PADRE
EN LA PASIÓN Y
MUERTE DE SU HIJO JESÚS?
Esta
pregunta es explícitamente teológica, ya que figuran en ella realidades que
tienen que ver con Dios, tanto con Dios Padre como con Dios Hijo, Jesús. En el
anterior artículo, “¿Por qué Jesús murió en una cruz?”, se planteó la pregunta
en términos históricos y se respondió desde los mismos hechos de la vida de
Jesús de Nazaret. En el presente artículo abordamos la pasión y muerte de Jesús
desde otra perspectiva, desde la perspectiva de la fe cristiana.
La
teología tradicional cristiana responde que sí a la pregunta del encabezamiento
de este artículo. También la teología
que tiene en cuenta la iniciativa de Dios en todas las acciones que tienen que
ver con el existir humano (creación, encarnación de Dios Hijo, resurrección de
Jesús, envío del Espíritu Santo…) se pronuncia igual que la teología clásica
cristiana. El distinto enfoque de ambas teologías acarrea, sin embargo,
resultados muy dispares.
Comencemos
por el punto de vista que adopta la teología tradicional de los cristianos. En
esta teología el antropocentrismo se antepone al teocentrismo. Más en concreto,
es el hombre pecador el que condiciona e interpreta la aparición y el final
histórico de la encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo. Santo Tomás,
principal exponente de la teología clásica, entiende la encarnación de Dios
como exigencia de la redención humana del pecado: “Y como en todos los lugares
de esta [Sagrada Escritura] se asigna como razón de la encarnación el pecado
del primer hombre, es mejor decir que la encarnación ha sido ordenada por Dios
para remedio del pecado, de tal manera que, sin pecado del que redimir, la
encarnación no habría tenido lugar” (
Suma Teológica, IIIª, c. 1, a. 3). Los seguidores de esta postura teológica
pasan de puntillas sobre la actividad pública de Jesús y se sitúan de golpe en
su pasión y muerte. Aquí es donde “ven”
a Jesús como aquel que hace suyos todos los pecados de la humanidad y se
ofrece a Dios Padre como víctima sacrificial, justamente “el que no conoció
pecado”, en sustitución de los que somos realmente pecadores. Y en esta
representación “empecatada” del Jesús sufriente y agónico, ¿cuál es el papel que
desempeña Dios Padre? Pues el de un Padre que otorga su perdón a la humanidad
pecadora a cambio de la entrega de su Hijo a la muerte y a una muerte maldita de
cruz.
Nótese, sin embargo, que este enfrentamiento
entre el Padre y el Hijo [y el Espíritu Santo] por la expiación de nuestros
pecados contradice heréticamente la comunión eterna e inquebrantable de las
Personas divinas… Pero no es necesario que nos remontemos en nuestra
argumentación a la misma vida íntima de las Personas divinas, las cuales están
tan misteriosamente unidas que conforman un Dios único. Basta con que
analicemos brevemente la conducta de Jesús para con los considerados pecadores,
dentro de la sociedad judía de entonces.

En
pasajes evangélicos que muestran la fe tardía de los discípulos en la divinidad
de Jesús, el profeta de Galilea contesta a Felipe, quien pedía a Jesús que les
mostrara al Padre: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y más
explícitamente todavía leemos en Jn 1,18: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el
Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”.
Después
de recordar que Jesucristo, según los primeros cristianos, vivió su relación con los pecadores
de su tiempo y lugar como lo habría hecho el mismo Dios Padre, es el
momento adecuado para responder a la pregunta formulada en el título: “¿Participó Dios Padre en la pasión y muerte
de su Hijo Jesús?”
Antes
de nada, nos negamos en redondo a aceptar que el destino de la muerte de Jesús
en una cruz se deba a una orden ni a la más mínima indicación de Dios Padre a
su Hijo entrañable desde antes de su encarnación . Ya se dijo en el artículo
anterior que la muerte prematura y violenta de Jesús era una muerte anunciada,
debido a causas históricas que cualquier investigador objetivo, sea creyente o
no, puede entresacar de los Evangelios. Hecha esta declaración, afirmamos que también
nosotros, al igual que los teólogos de la tradición clásica de la Iglesia,
respondemos que sí a la pregunta, pero dando a ese sí un sentido muy distinto. En
efecto, ¿qué significa que el Padre participó como Padre en la entrega amorosa del Hijo? En
general, Dios Padre es siempre “el primero” en intervenir en todas las
actividades y pasividades de la historia de la salvación emprendidas o
padecidas por Jesucristo. Tratándose de la
pasión y muerte de Jesús, con la afirmación de que el Padre participó en la
entrega amorosa del Hijo a la muerte y a una muerte de cruz se quiere decir claramente
que Dios Padre ha sido “el
primero”, antes que el Hijo humanado, en padecer paternalmente la injusticia de
la condena a muerte contra Jesús y “el primero” en sufrir como Padre el
terrible suplicio de la crucifixión, siempre en compañía del Hijo humanado y del Espíritu Santo.

Solemos
dolernos y compadecernos del sufrimiento y soledad del Jesús alzado en la cruz
desde la compasión que sentiría su Madre,
María. Miguel Ángel ha sabido plasmar en mármol la expresión máxima de
la piedad humana: la Madre contempla sobre sus rodillas el cuerpo de su hijo
muerto, en contraste con el niño a quien ella había dado la vida.
Desde
la fe en Dios Padre y Dios Espíritu Santo podemos llegar a presentir una
compasión por Jesús crucificado inmensamente mayor: la que experimentaron el
Padre y el Espíritu Santo ante la muerte injusta y cruel del Hijo humanado.
Hacia esa compasión sobrehumana, divina, para con el Hijo muerto, en
contraposición con el Engendrado eternamente a la Vida por el Padre, en el
Espíritu Santo, es adonde quiere llevarnos la Piedad pintada por José de
Ribera, “el españoleto”.
EDUARDO MALVIDO
Maestro, catequista y teólogo
-Presupuestos-
EDUCAR PARA UNA GENEROSA VIDA SOCIAL
Como
aplicados discípulos de Séneca, nuestra Escuela prepara no para la escuela sino
para la vida (“Non scholae sed vitae
discimus”). Para la plenitud de la vida mientras es estudiante niño y joven
y para su posterior vida de mayor.
Tratamos
de que nuestros alumnos ya en la escuela sean vitalistas, generosos, que sueñen
con grandes metas sociales y se decidan a crearlas, que no teman las emociones
fuertes y que aborrezcan las soluciones tibias. Les educamos para que sean
solidarios de una manera resuelta y no importa si también peligrosa. Y esto de
cara a su entorno más cercano, a los suyos de casa, del colegio… y, sin
detenerse en las cuatro paredes de su hoy, al mundo entero, a su Patria y al
Universo.
El águila
enjaulada despliega sus alas con el gesto dilatadísimo de quien ve con ojo de
flecha la cumbre y el hondo valle.
¿En qué
dirección apuntar las naturales fuerzas sociales del alumno? ¿A qué fuerza aplicar
su atención inmediata? Por de pronto a algo tan tenue como la cortesía, el
gusto por el orden, el sentido de que en todo se está sirviendo con estilo a
una gran Causa, pues que, aunque aplicada al detalle, unos ojos generosos miran
siempre a un noble y gran horizonte.
El gusto
por el orden, la aceptación de las normas, la elegancia en la práctica de
virtudes modestas, inaparentes, insignificantes pueden resultar para la
sociedad de hoy y de mañana más eficaces que los ejércitos.
No sin
razón nuestra meta como Escuela es la Sabiduría. Alcanzada la Sabiduría, lo
demás se nos da por añadidura. Nuestro imperativo social es un imperativo
cristiano de generosidad, a la vez firme y ligero, fortiter et suaviter, mansedumbre de la paloma y astucia de la serpiente
(Mt 10,16).
Siempre,
suave. En ocasiones, fuerte, porque hay coyunturas de conmoción del mundo o de
nuestra sociedad más a mano en que puede resultar monstruoso permanecer bajo el
techo de la propia casa.
Ramiro Duque de Aza
FRAY LUIS DE LEÓN
A los niños chicos les das
una manzana y sueltan la que tiene entre las manos para coger la nueva. Les
ocurrió a algunos sabios cuando ya no eran infantes. Al querer coger la nueva
manzana que era el Renacimiento, se abrazaron al hombre y se desprendieron de
Dios.
A los hombres del
Renacimiento español no les pasó eso. No podían perder sus raíces medievales al
abrazar el Renacimiento. Profesores, ascetas, místicos son buen ejemplo.
Afirmaron al hombre sin negar a Dios.
A lo mejor, es decir, a lo
peor, no habéis leído De los Nombres de
Cristo, seguido, de principio a fin. Es el momento de leerlos. ¿Con qué
rostro os presentaríais en el otro mundo, siendo españoles, sobre todo si
habéis sido profesores de lengua y literatura, sin haber leído la obra máxima
de Fray Luis? Para algunos críticos -lo habéis mantenido como profesores ante
vuestros alumnos-, esta obra es la más
perfecta de toda la literatura española. El castellano en ella llega a la
plenitud de su madurez.
Recordad que el fraile
agustino está en la cárcel de Valladolid. Allí
empieza a escribirla. En su plenitud de prestigioso profesor de teología
y Biblia se le ha reducido al silencio. No puede ahora dar aquellas clases
suyas que eran pura delicia. No se escuchan en las aulas de la Universidad
salmantina sus explicaciones vivas y deslumbrantes –“que se tenían por un milagro”- y que llevaban a su auditorio la
fuerza de su personalidad y la transparencia de su mente. No le rodean los
alumnos –“os veo escribir, no me engaño
de ello y, no obstante, no os hago escribir: lo hacéis libremente”.
Fray Luis de León está
solo y escribe. Sus años de prisión son duros, tristes. Su horizonte afectivo
se reduce, como en San Agustín, su maestro, a dos realidades: Dios y su alma.
¡Qué fuerza toma para él en aquella amargura sin fin, la personalidad de
Cristo, a quien tanto ama!
Particularmente le gusta
pensar en los nombres que le ha dado a Jesús la Sagrada Escritura: Pimpollo, Faces de Dios, Camino, Pastor,
Monte, Padre del siglo futuro, Brazo de Dios, Rey, Príncipe de la paz, Esposo,
hijo de Dios, Amado, Jesús, Cordero. Lee, medita, ora, escribe. Se
determina a escribir no un tratado sistemático, sino una teología de Cristo a
la manera de los Diálogos de Platón.
Como la verdadera
sabiduría está en saber mucho de Cristo y como estos nombres que le da la
Biblia son maravillosamente significativos, a nuestro fraile le bastará
imaginarse junto al río Tormes, a su paso por Salamanca, en conversación con
dos amigos: Sabino y Juliano –él se llamará Marcelo- para empezar la obra más
madura y serena del Renacimiento español.
¡Volved a De los nombres de Cristo! Veréis los
claros ojos verdes y tristes de Fray Luis, siempre prontos para la
contemplación humanista de la naturaleza, discurrir lentos y melancólicos uno a
uno por los nombres de Cristo. Su frase es solemne, despaciosa. En otro momento
de su existencia, él, tan temperamental y recio, hubiera escrito algo más
nervioso y fulgurante. Ahora, no.
Pd. No os
desaliente la introducción, donde particularmente se alarga, como se alargan
las sombras a la caída de la tarde. Puede que esperéis un diálogo rápido, pero
os vais a encontrar con unos personajes hechos escultura, con ademanes dignos,
cargados de sosiego y parsimoniosa cortesía española de entonces.
Este Fray Luis
de León, a quien Cervantes dice que “reverencia,
adora y sigue”, porque es “un ingenio
que al mundo pone espanto”, ha compuesto unas odas inmortales. Recordadlas
a ratos perdidos. No os digo que os las leáis. Muchos de vosotros fuisteis
alumnos de La Salle y en los centros lasallanos nos las hicieron aprender de
memoria y declamar. Nos las sabemos. Muy sabios sus maestros, le robaban tiempo
a la gramática de estaño para dárselo a la literatura de oro, que nos hizo rico
de liras, versos y prosas.
CUR
Fray Luis de León
Fray
Luis, ¿de León?, ¿de Cuenca?, ¿del Belmonte de La Mancha de Aragón?
De
temperamento huracanado, ¿quién diría que es suya la mejor oda de la literatura
universal a la vida sosegada del campo?
En
la Escuela Sevillana, Fernando de Herrera, el
Divino. En la Castellana de Salamanca, Fray Luis de León, Fray Luis, sin más.
En
el tablero de ajedrez, Fray Luis de León juega con las blancas y Fray Luis de
Granada con las negras. En encanto poético, con frecuencia, en tablas.
“Se le cayeron de entre las manos
estas obrecillas”,
es decir, las mejores liras de los siglos de Oro. Tenemos las que pudo recoger
el gran catador de versos Quevedo.
Si
a Fray Luis se le escaparon sus poesías de entre las manos, Quevedo no pudo
recogerlas todas. Quevedo era cojo para correr tras ellas. ¿Quién se quedó con
las caídas y no recogidas?
Fray
Luis murió en deuda con los padres de Jesús. Escribió “Los nombres de Cristo”. Pero se quedó sin escribirnos “Los 12 nombres de la Gloriosa” y “Los 14 nombres del Patriarca San José”.
Ejemplar
profesor fue nuestro agustino. Sale de la cárcel. Vuelve a su cátedra. No les
dice a los alumnos: “Como os decía ayer…”, sino “Como decíamos ayer…”. Las
verdades que se alcanzan y expresan en las clases las alcanzan y expresan, a la
par, profesor y alumnos. Didáctica ejemplar.
Las mejores liras, después de Fray Luis y de San Juan de la Cruz, en el siglo XVI, las de Orizana, en el siglo XX. ¿No fue, entre nosotros, Orizana una reencarnación de Fray Luis de León?
CUR
VERGÜENZAS DE LA
HISTORIA
Me llamo Daniel,
tengo treinta años y estoy vivo. Pertenezco a una generación maltratada por la
crisis que ha acabado arrastrando a la ruina a una buena parte de los españoles
y tiene amordazado al cincuenta por ciento de la juventud de este país; a
quienes, como yo, asomábamos a la vida
activa apenas iniciado el nuevo milenio.
Pero lo que hoy
quiero contar –aunque el sólo recuerdo de aquellos días me produce inmenso
dolor- es la terrible experiencia que me tocó sufrir hace ahora once años, en
aquella fatídica mañana del 11 de marzo de 2004. Para algunos podrá parecer un
‘casicuento’, por lo desproporcionado de los hechos, de las motivaciones que
los provocaron y de las consecuencias que se siguieron.
Con mis 19 años
recién cumplidos, cursaba el segundo año de Ciencias de la Información, en la
Universidad Complutense de Madrid. Ser periodista fue siempre –lo sigue siendo-
mi decidida vocación. Aunque el desempeño profesional haya sido muy distinto al
de mis sueños de adolescencia, y a la
finalización de mis estudios hayan seguido tres años de sequía laboral, dos de
becario en un periódico local y , finalmente, la colaboración a contrato
parcial en la agencia de comunicación en la que por el momento presto mis
servicios.
Aquella mañana, como
cada día, me dirigía a la Facultad desde el domicilio de mis padres, en el
barrio de Santa Eugenia. El tren de cercanías era el medio de comunicación más
directo y económico con que podía contar, aunque cada mañana, tras el madrugón,
hubiera de realizar un trayecto de más de hora y media, y repetirlo cada tarde.
Valía la pena si al final conseguía la licenciatura y ella me abría las puertas
del ejercicio profesional al que aspiraba.
Aquel providencial
amigo –nunca después supe de él, pero entenderéis que yo lo tenga desde entonces
como tal- pasó su brazo izquierdo por mi cuello y levantó con el derecho mis piernas, para alzarme en
volandas y rescatarme de aquel infierno. Yo sentía un intenso dolor en el muslo
izquierdo, al tiempo que percibía cómo un líquido caliente se me escurría por
la pierna. Sin la decidida ayuda de aquel anónimo salvador no hubiera sido
capaz de ponerme en pie; puede que, ignorado entre aquel amasijo de hierros me
hubiera asfixiado o desangrado. Lo siguiente que recuerdo es un agitado ir y
venir de blusas blancas y cruces rojas y un lejano y apagado sonido que
seguramente procedía de ambulancias y vehículos policiales. Luego debí de caer
desvanecido.
Hoy, cicatrizadas
las heridas del cuerpo, siguen abiertas las que sacudieron mi alma. Ha
transcurrido más de una década, y aún no alcanzo a comprender la sinrazón de
aquel atentado y las motivaciones de quienes lo llevaron a cabo o de quienes
les impulsaron a hacerlo. ¿Qué puede avalar tamaña indignidad? ¿Cómo pueden
esgrimirse razones de orden político, económico, social o religioso que lo
justifiquen? Ni las más despreciables alimañas albergan tanta maldad. Depredar para subsistir es algo natural; atentar contra los semejantes por
egoísmo, venganza, afán de lucro o intereses inconfesables, sólo puede caber en
la mente humana, capaz de los mejores ideales y de las más despreciables
aberraciones.
Me llamo Daniel,
tengo 30 años y esta es mi historia. Para bien o para mal, he podido contarla.
Otros muchos no pudieron hacerlo; corrieron pero suerte y hoy yacen olvidados.
Quisiera concluir, si me lo permitís, con un recuerdo y una advertencia: el
recuerdo indeleble y nunca suficientemente agradecido, de aquel muchacho que
acudió en mi ayuda y de cuantos como él han servido a lo largo de la historia,
y seguirán sirviendo, para equilibrar la balanza. Y una advertencia para
cuantos se sientan tentados a generalizar y hacer extensiva su repulsa a
cualquier etnia, región o religión: quienes salvajemente atentan contra la
integridad humana, sólo se representan a sí mismos y a quienes, mezquinamente,
les empujan a hacerlo.

Serían las siete y
media de la mañana. Se trataba de una hora punta, y éramos muchos los viajeros
que completábamos cada vagón y que a aquella hora temprana nos aprestábamos a
acudir a la tarea diaria: trabajadores o estudiantes, con los ojos aún
somnolientos y la mente ocupada en las experiencias de última hora o en la
inminente faena. Entré y me coloqué, como solía hacerlo habitualmente,
recostado al otro lado del vagón, frente a la puerta, con la bandolera en que
transportaba mis libros sujeta entre las piernas. Dada mi insultante juventud,
nunca pensé en buscar asiento, aunque en cualquier caso encontrarlo hubiera significado empresa harto
difícil.
Era jueves, y
recuerdo haber estado la tarde anterior tomando unas cervezas con un par de
amigos de mi edad, vecinos del barrio, y haber comentado, entre otras cosas,
las inminentes elecciones generales que tendrían lugar el domingo siguiente.
Las encuestas predecían el triunfo en las urnas del Partido Popular, y su
consiguiente permanencia en el Gobierno de la Nación, que habían detentado las
dos últimas legislaturas. Nada hacía presagiar el rotundo cambio que se
avecinaba.
Luego de ocurridos
los graves atentados que en aquella mañana se siguieron, se comentaría que
varios individuos de origen árabe se integraron entre el pasaje, con sendas
mochilas cargadas de explosivos. Si así fue, como parecieron demostrar las
investigaciones, alguno de ellos debió de pasar a mi lado e incluso viajar
parte del trayecto a pocos metros de mí. Lo cierto es que yo no advertí nada
sospechoso, seguramente porque nada me impulsaba a estar vigilante y porque la
presencia de unos ciudadanos, de cualquier raza o condición, no tenía por qué
despertar alarma alguna. Muchos
viajeros, yo mismo, cargábamos con nuestras bolsas o nuestra mochila, repletas
de libros o con bocadillos y tarteras para el almuerzo.
Nos aproximábamos a
la estación de Atocha, donde acabaría el primer tramo del trayecto, cuando
ocurrió la tragedia. Una enorme explosión, seguida de una intensa humareda
irrespirable que lo envolvía todo. Recuerdo una enorme bola de fuego, y unos
segundos después las facciones de un rostro que se aproximaba al mío y acudía
en mi auxilio: ojos negros, profundos, pelo ensortijado, tez cetrina… ¿árabe,
tal vez? Pronunció algunas palabras que
me resultaron ininteligibles, pues tan solo pude advertir el movimiento de los
labios. Más tarde sabría que mis tímpanos habían sido golpeados con dureza y, en
consecuencia, estaban en aquellos momentos imposibilitados para recibir
cualquier mensaje.

Cuando desperté, lo
hice sobre una camilla en el corredor del hospital. En principio solo, luego
acompañado de mis familiares, que consiguieron averiguar mi paradero y fueron
acudiendo con el rostro desencajado pero paulatinamente aliviado.
Sólo cuando hubieron
transcurrido varios días llegué a tomar conciencia de lo sucedido. Supe
entonces que me hallaba entre los privilegiados supervivientes de una masacre.
Que mi pierna había requerido cirugía urgente pero que mi vida no había corrido
peligro. La secuela, una ligera cojera, que aún conservo, y algunas heridas y
contusiones de menor gravedad, que sanaron del todo en unas semanas. Otros
corrieron peor suerte: dos centenares de víctimas y decenas de heridos de
distinta consideración, muchos de ellos con graves secuelas que les
acompañarían de por vida.

Hay quienes –y esto
merece el peor de los calificativos- utilizan la ignorancia y la superstición
de los más débiles, y en busca de su propio provecho les animan o les empujan a
cometer actos incalificables. ¿Cómo es posible esgrimir la defensa de la
justicia y de la verdad para perpetrar y cometer semejantes atrocidades?
De aquel atentado,
como de tantas luchas, guerras y enfrentamientos, hay siempre quien obtiene
rédito político o económico, pues “a río revuelto, ganancia de pescadores”.
Pero quienes los propician, esgriman las razones que esgriman, no merecen sino
la más absoluta repulsa. No pueden alzar bandera alguna, y menos aún de índole
religiosa. Las cruzadas, la Inquisición, la Guerra Santa… son hechos
vergonzosos para la Humanidad.

ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
Maestro.
Psicopedagogo. Emérito UCJC
MAESTROS
DEL AMOR
EN VERSOS
al tiempo de recordar
y
el espacio en que me espacio
tampoco
de sí más da,
relaciono
aquí unos nombres
de
poetas a compás
que
convirtieron mi vida
en
alumno perspicaz
por
sus bellas enseñanzas
sobre
amor, tic-tac, tic-tac.
y
el segundo Per Abad,
uno
por Santa María
en
cantigas de misal;
otro
por el Mío Cid
don
Rodrigo de Vivar
que
en Jimena se apoyó
al
punto de encaballar
hacia
tierras morabitas
de
Valencia y más allá
mientras
las suyas quedaban
arrasadas
por la sal
que
el buen rey Alfonso VI
mandara
en ellas echar.
Los
dos poetas, columnas
de
versos de rimar gay
en
castellano-latino
de
grata sonoridad,
ríos
fueron del que hoy
se
derrama allende el mar:
un
lenguaje vivo, llano,
amoroso
y coloquial,
con
Neruda, Jorge Borges,
Nervo
tierno, Octavio Paz,
Darío,
José Martí,
Ángel
Buesa, Cardenal,
Sor
Juana Inés de la Cruz
y
la maestra Mistral…
Juan
del Enzina, Boscán,
Garcilaso
de la Vega
por
el Tajo tajamar,
San
Juanito, el medio fraile
del
“Cántico espiritual”,
y
el Arcipreste de Hita
tras
serranas sin parar,
y
Rojas por Celestina
que
dio pautas al Don Juan…
Góngora,
Quevedo -¡ah!-
Fray
Luis de león y Tirso,
Teresa,
alzada en altar,
Villena,
aunque casquivano,
Don
Álvaro el oriental,
Bécquer,
Zorrilla, Espronceda
o
Concepción Arenal,
Campoamor,
Machado, Lorca,
Rosalía
junto al Sar,
Unamuno
en sus escrúpulos,
el
insigne Valle-Inclán,
Dámaso,
Hernández, Alberti
-a
cabalgar, cabalgar…-
Aleixandre,
Juan Ramón,
Foxá,
Gabriel y Galán…
y
paro ya de contar.
Son
algunos de mis muchos
maestros de amor en paz,
el
amor de cada día
en
la paz universal.
Ojalá
que a ti, lector,
te
enseñen a caminar
por
la vida como a mí.
¡Ay,
ojalá, ojalá!

Gimnasia
Moderna
Los
inspiradores (III)
Isadora DUNCAN (1878-1929)
Ya en el siglo XX, los inspiradores de la Gimnasia Moderna, que después
pasaría a denominarse Gimnasia Rítmica, fueron dos: Isadora Duncan y Emile
Jaques Dalcroze. Isadora, Nacida en San Francisco, California, fue una mujer
controvertida y poco sujeta a reglas; influyó de manera significativa en la Gimnasia
Moderna precisamente por no sujetarse a las reglas técnicas establecidas.
Había recibido una profunda educación de la Grecia
Clásica, así como poesía, plástica y música contemporánea por parte de su
madre. Ya de niña bailaba sola en la playa, creando movimientos al ritmo de las
olas.
En los escenarios danzaba descalza y con la
cabeza echada hacia atrás, como expresión del éxtasis. Empleaba gran energía y
espontaneidad. Sus danzas expresaban siempre algo; había alma en ellas, y ese
sentido vital despertaba entusiasmo en los espectadores.
Isadora
pretendía renovar la danza, tanto en lo que respecta a su ideología como a su
técnica. Defendía la danza libre, despojada de las trabas académicas.
Técnicamente hizo tabla rasa de la danza clásica y, especialmente, de sus cinco
posiciones básicas; suprimió las zapatillas y, por tanto, las puntas.
Irrumpió con tanta fuerza en el mundo de la danza que
logró influir, con sus maneras revolucionarias, también en la Danza Académica.
Afirmaba que: “para el gimnasta, el movimiento y la cultura son un fin en sí
mismos; para el bailarín, sólo son medios. El propio cuerpo debe ser olvidado;
es nada más que un instrumento armónico y adecuado para expresar pensamientos y
sentimientos del alma”.
Por sus movimientos de rebelión contra las leyes
tradicionales del academicismo de la danza, a Isadora se la considera impresionista. Tuvo intuición personal
con exclusión de todo conocimiento teórico. Pura autodidacta; bailaba por
instinto. Como no tenía la técnica académica fue por ello muy criticada. Decían
de ella: “simple aficionada en el arte de la danza”, “su danza carece de base y
sus movimientos son pobres y monótonos”.
En cambio, también recibió grandes alabanzas: “Isadora Duncan, la grande,
la espléndida, fue la primera en emitir la idea de bailar la música y no
sólo bailar con música”.

Esta es quizás, la más trágica entre tantas muertes
repentinas que ha tenido la historia de la danza, contrariamente a la frecuente
longevidad de las bailarinas.
FRANCISCO SÁEZ PASTOR
Universidad de Vigo