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20150227

42. AFDA


ÍNDICE PRINCIPAL
Pregón: Gran horizonte y vida ascendente.
Nuestros maestros: Aforismos. Las ramas también son raíces. Eugenio d´Ors.
Nuestra Escuela de Vanguardia: Final de una larga etapa. Teódulo.
Para salvar la educación: que el centro sea peculiar. Ramiro.
La meta de nuestra sabiduría: Puntualizaciones (VIII).Imperativos.
Alta política con estilo: Educar para una generosa vida social. Ramiro
Soneto desde el sentimiento: Nieves perpetuas. Ángel H.
Traigamos a los clásicos. Fray Luis de León. CUR.
Buzón teológico: ¿Participó Dios Padre en la pasión y muerte de su Hijo? E. Malvido.
Afderías: Fray Luis de León. CUR

Casicuento: Vergüenzas de la Historia. Ángel H.
El rincón de Apuleyo: Maestros del amor en versos.
Educación física: La gimnasia moderna. Los inspiradores III. F. Sáez.
Cartel del EP 2015.

 
GRAN HORIZONTE Y VIDA ASCENDENTE

En nuestra juventud se nos habló, con un lenguaje claro que entendíamos, de la vida ascendente y de la vida descendente (El apunte era Ortega y nos llegaba a través de  Michele Federico Sciacca).
Entonces optamos por el gran horizonte y la vida ascendente. Éramos jóvenes.  Se nos decía que la vida ascendente coincidía precisamente con épocas apasionadas, de espléndido impulso, creadoras: como la paleocristiana, el Medievo, los siglos del gótico o los de oro españoles. Se nos decía que en la vida ascendente, como en la juventud, predomina la pasión por la lucha, la aristocracia del espíritu y que nuestro ideal de excelencia habría de ser el del caballero cristiano, que habríamos de amar el riesgo y la dificultad, incluso el peligro, guardándonos, no obstante, de ser temerarios.

 
La nuestra sería una época beligerante al optar por la vida ascendente, se nos advirtió. No nos importaba. Se nos decía que tales épocas guerreras preparan las civilizaciones superiores. Mejor que mejor.
Nos distanciábamos, por ello, de la vida descendente de horizonte alicorto, la de los pactos y de los negocios, de bancos y de mercados, del mezquino utilitarismo que prefiere el contrato al honor, el ideal del hombre de mundo circunspecto y correcto, al ideal del caballero, mitad monje mitad soldado, etc.

Llegados a la edad de nuestro ministerio docente, es decir, al campo de operaciones de nuestro concreto servicio a la sociedad, en su avanzadilla de primera línea, llevamos a nuestra pedagogía ideal ascendente y su brío. Por eso creamos en nuestras aulas una atmósfera de ideales ambiciosos y de sentimientos audaces y magnánimos, entusiastas. De la ciencia todo nos parecía poco. El saber y la fe no tenían fondo para nosotros. Y en cuanto al estilo, fomentábamos en nuestros alumnos la elegancia y, a la vez, una decidida voluntad de originalidad y una notable dosis de dureza.
 A distancia hoy, entrados en años, ahora, seguimos optando por la vida ascendente y por el gran horizonte y querríamos que la Patria, la Cristiandad y la Escuela en las que militamos, sobresalieran en nuestros días también por el brío de la vida ascendente y por el audaz ideal del caballero cristiano y español, por el huerto en flor y fruto de aquella semilla juvenil de gran horizonte.
 
 
Aforismos de nuestro maestro de ayer y de hoy
Eugenio d´Ors, maestro,
nos enseñó a andar también por las ramas.

 

 

 


 

 



Para el árbol,
 
     las ramas

               también son raíces,
 
               raíces superiores.
 

  

             
 
 
DE  AYER A HOY
 
                                      Final de una larga etapa
 
                         Con ocasión de mi reciente jubilación como profesor, deseo hoy rememorar, creo que sin sombra de nostalgia, un ayer que ha durado más de cincuenta años. El “hoy” de este escrito, por tanto, queda sumamente reducido ante la extensión, en tiempo y en intensidad, del “ayer”.
1.      Ayer
Fue en el mes de septiembre de 1962 cuando atraqué en el Puerto de la Luz, de Las Palmas de Gran Canaria. Llegaba yo desde Griñón, era “casi maestro” y al día siguiente de mi llegada desembarqué en un aula de las “Escuelas Luis Antúnez”, en donde había cincuenta y nueve preciosos chavales canarios esperándome. La clase era llamada “Primera Elemental”. Y allí, arropado por el bullicio del patio interior, y ambientado con el rumor de las sirenas del Puerto… comencé mi singladura  por los  mares del magisterio activo, por los misteriosos océanos de la educación, con mi “magisterio casi terminado” y  ese “estilo” propio del Escolasticado de los primeros años sesenta...
 
Llegaba yo con un zurrón que esperaba se hubiera llenado de más ilusiones y proyectos en el tercer año de un  Magisterio que, como he sugerido, no comencé. Pero eso no impidió que me entregara de lleno desde el primer día, como si yo hubiera estado saturado de prácticas en la escuela aneja de Griñón. Recuerdo lo bien que “encajé”, la agilidad con la que me movía, la alegría contagiosa de los chavales de 6-7 años, el trato afable y simpático de los profesores seglares, la admiración compasiva de los Hermanos de comunidad con este veinteañero que parecía no ser muy consciente de a dónde se adentraba. Un encantador curso en Las Palmas fue el inicio de  una larga singladura de cincuenta y tres años que ha terminado en Madrid, el mes de enero de 2015.
2. Los años de dedicación como maestro, de Educación Primaria o de Bachillerato, discurrieron en Gran Canaria (Las Palmas, Arucas, Agüimes) y años más tarde con los alumnos del Bachillerato en el Colegio Maravillas de Madrid. Luego, previa formación universitaria (en Teología–Pastoral y en Pedagogía), mi “magisterio” se ha desarrollado en el ámbito universitario. Un largo ayer en esta segunda etapa, con una trayectoria que se inició en el Instituto “San Pío X” y que ha terminado en el “Centro Superior de Estudios Universitarios” de Aravaca, pasando unos años por la Facultad de Educación de la Universidad Pontificia Comillas. Tres lugares, pero un mismo destino: la formación de educadores; maestros de la fe y catequistas, en el  Instituto “San Pío X” y pedagogos y maestros en Comillas y en estos últimos años de Aravaca. Es evidente que resulta imposible resumir toda la riqueza de este medio siglo en unas líneas. Tan sólo deseo decir algunas coas.  En este largo tiempo ha cambiado el mundo y yo mismo con él. La singladura ha sido, pues, diversa, como diversos han sido los mares, los barcos, la trayectoria y los pasajeros. A lo largo del tiempo se han sucedido valores y modelos diferentes, actitudes de fondo diversas, modos y métodos variados… pero siempre al servicio de una idea central: educar, enseñar, ayudar a los demás a descubrir la verdad y, con ella, a descubrirse a sí mismos.
A lo largo de este dilatado ayer, uno ha querido conseguir muchas cosas: desde la pura transmisión de los saberes a quienes –como en los primeros años de mi magisterio- estaban sedientos de ellos, hasta –dejando los saberes en un segundo lugar-  mirar a las personas y tratar de hacer, con ellas, un recorrido desde la vida a la verdad o, si se quiere, desde la verdad a la vida. Unas veces uno ha querido, sobre todo, enseñar. Tal creía que era su misión. Pero quizás sin haber establecido del todo la “distinción entre la enseñanza… como estudio especializado de un conjunto de datos, y la educación propiamente dicha, que es edificación de sí” (Id).
Pero también uno ha llegado a saber que educar y educarse es un continuo acto de aprendizaje. Y también esto ha sido una constante en mis preocupaciones desde joven: el que aprendieran los discípulos, el hacer nacer en ellos “el deseo de aprender”. Y a veces era tal el celo de este “deseo ajeno” que uno pugnaba por meterse en la piel del otro y “desear aprender por él”, olvidando que “el enseñante no puede desear en lugar del alumno”… aunque sí “crear situaciones favorables para que emerja el deseo” (Ph. Meierieu). A eso creo haber dedicado no pocas horas y esfuerzos en ese recorrido de mi pasado; recorrido en el que uno ha llegado a convencerse con el también francés G. Gusdorf, de que “el testimonio del maestro no consiste en un saber ni en un saber hacer. El maestro es. Porque su vida tiene sentido, enseña la posibilidad de existir”. Porque el magisterio empieza cuando se opera el paso del orden intelectual del saber al orden espiritual en el que se realiza la vida personal”.
Finalmente, uno ha procurado ser también el maestro que creía ver en los deseos y las expectativas de los discípulos. Y tratando de responder a esa imagen presentida o figurada, es posible que pueda haber imaginado respuestas no ciertas que  hayan llevado a decisiones equivocadas. En los años juveniles quizás haya querido ejercer la autoridad; en los años de madurez joven, mostrar el saber. Finalmente, en la “madurez madura” uno ha caído en la cuenta  de que lo que pedían los alumnos  era otra cosa: “lo que el discípulo espera del maestro… no es la enseñanza de un saber o un saber hacer. La realidad profunda (de ser maestro) está en otra parte, si el maestro es verdaderamente un maestro y el discípulo un auténtico discípulo.  A través de la docencia el alumno está atento a la justificación de esa actividad. Admira la inteligencia del profesor, la facilidad de su palabra, la amplitud de su saber, pero todas sus cualidades y poderes no son más que símbolos de una cualidad esencial del ser, a la cual, conscientemente o no, se une la atención respetuosa de aquel que pide, en primer lugar, una lección de vida (G. Gusorf). Pues bien, esto ha sido una de las aspiraciones, nunca del todo lograda, del ayer de mi magisterio… Y no sé si esa “lección de vida” ha sido una lección significativa y eficaz.
     3.    ¿Y hoy? Pues es que casi no hay hoy, porque acabo de terminar el ayer. Hoy todavía no he podido sentir ni nostalgia ni añoranza. Hoy todavía no sé lo que es amanecer y no pensar ya en las clases, en los encuentros con los jóvenes alumnos, en las lecturas sobre educación cuyo  destino último eran siempre ellos. Hoy todavía no me atrevo a pensar que esto, lejos de ser un   paréntesis, sea ya un estado definitivo, el hoy de mi vida. Un hoy, con muchas ausencias obligadas pero con no menos presencias y riquezas, que, poco a poco he de descubrir.  Y ese descubrimiento  quiero hacerlo desde mi condición de maestro, con el estilo que me imprimió –nos imprimió- aquel lejano Escolasticado de Griñón.                                 
                                                                                                                                    Teódulo GARCÍA TEGIDOR
Maestro. Exprofesor del Centro Universitario La Salle
 

                PROPEDÉUTICA


7. PARA QUE HAYA VERDADERA ESCUELA:
QUE EL CENTRO SEA PECULIAR EN ALGO
Es peculiar y caracteriza a las lagartijas su piel de uniforme de milicias modernas, a los búhos sus ojazos circulares, a las hormigas el vivir en diligente comunidad de trabajo, al oso el adoptar en ocasiones la postura de los bípedos y a las tortugas el vestir de perenne pontifical.
No es que la Escuela se mida por la distancia que la separa de los demás centros educativos. La Escuela se medirá siempre por lo cerca que esté del valor o del haz de valores cuyo anhelo profundo late en sus adentros. 
Pero, prácticamente, de hecho, es muy conveniente que sea peculiar y se caracterice por algún detalle, unos signos particulares, un talante diferente, lo específico que le pueda serle más propio, privativo y singular.
El centro puede sobresalir y su carácter propio estar en detalles como la impecable presentación de ejercicios; en trabajos de siempre, pero notables por su excelencia, como en el trabajo de la expresión escrita (porque quizá cuenta con un sistema propio, sistemático y creativo de su aprendizaje); en novedades, como las informáticas...
La peculiaridad del centro tirará de todo su sistema educativo. Detrás del asa vendrá la jarra entera. Tras la peculiaridad mimada, el sistema educativo completo. Hay que darle en esto la razón a un pedagogo francés  un tanto iluso, de principios del siglo XIX, Jacotot, que decía que “todo está en todo”.
Lagartija, búho, hormiga, oso y tortuga, la escuela ha de ser ella, singular, peculiar por algo de detalle o magno.
 
 
 
RAMIRO DUQUE DE AZA
Maestro. Profesor de Teoría del conocimiento.
Bachillerato internacional
 



En los centros lasallanos, durante varios siglos,
al comienzo de la jornada escolar,
los maestros pedían al Cielo los dones del Espíritu Santo,
y en primer lugar el espíritu de sabiduría,
meta de su hacer y del de sus alumnos.
 
PUNTUALIZACIONES SOBRE LA SABIDURÍA (VIII)
 
8. La Sabiduría a los “principios” añade “imperativos”
 
Se llega a formular principios –ideas, conceptos- tras la intuición, entendida como salto a la esencia o alma de la realidad desde el yo profundo. De este tipo de intuición se habló en la puntualización VII.
 
El imperativo es una proposición que transciende y moviliza la conciencia creadora del individuo, de un pueblo o de una época. Un grito lírico con alto sentido.
La terminología de principios y de imperativos es de Rhaner. Nos fue familiar.
         Principio: España frente a Napoleón ha de mantener su independencia.
        Imperativo: ¡Somos españoles y es necesario que muramos por el rey y por la patria! (Bando. Andrés Torrejón, alcalde de Móstoles).
Los principios son chispas. En la chispa está ya la hoguera y el enorme incendio posterior. Mientras permanezca como mera chispa, no hay incendio. Pero tampoco es posible pretender abrasar el mundo sin chispas iniciales. Los principios son necesarios, pero en ocasiones algo trivial, trillado, barato, prácticamente vacío.
Los imperativos son el bosque en llamas. Son la expresión motriz de la inicial intuición entrañable de una realidad altamente valiosa, que normalmente se puede formular como idea o principio.
Ejemplo. En Benedicto XVI predominaron los principios. Necesarios. En el papa Francisco, cargado de principios, predominan los imperativos. Hasta el momento el papa actual abunda en imperativos. Benedicto XVI lo era de principios. Necesitamos a los dos. Hoy, quizá, más al segundo.
El pensamiento –el logos, la palabra- es primero (el principio diría Rahner), pero sin imperativos (terminología de Rahner) no se dará la movilización poderosa y posible.
La Escuela española y la europea cuentan con un tesoro de principios. Hechos incluso tradición, como en La Salle. Hoy su pobreza de imperativos es alarmante.
Nuestro blog AFDA, portavoz de magisterio y estilo, es y quiere seguir siendo un clamor de imperativos.
RAMIRO DUQUE DE AZA





¿PARTICIPÓ DIOS PADRE

 
    EN LA PASIÓN Y MUERTE DE SU HIJO JESÚS?

 
Esta pregunta es explícitamente teológica, ya que figuran en ella realidades que tienen que ver con Dios, tanto con Dios Padre como con Dios Hijo, Jesús. En el anterior artículo, “¿Por qué Jesús murió en una cruz?”, se planteó la pregunta en términos históricos y se respondió desde los mismos hechos de la vida de Jesús de Nazaret. En el presente artículo abordamos la pasión y muerte de Jesús desde otra perspectiva, desde la perspectiva de la fe cristiana.
 
La teología tradicional cristiana responde que sí a la pregunta del encabezamiento de  este artículo. También la teología que tiene en cuenta la iniciativa de Dios en todas las acciones que tienen que ver con el existir humano (creación, encarnación de Dios Hijo, resurrección de Jesús, envío del Espíritu Santo…) se pronuncia igual que la teología clásica cristiana. El distinto enfoque de ambas teologías acarrea, sin embargo, resultados muy dispares.
Comencemos por el punto de vista que adopta la teología tradicional de los cristianos. En esta teología el antropocentrismo se antepone al teocentrismo. Más en concreto, es el hombre pecador el que condiciona e interpreta la aparición y el final histórico de la encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo. Santo Tomás, principal exponente de la teología clásica, entiende la encarnación de Dios como exigencia de la redención humana del pecado: “Y como en todos los lugares de esta [Sagrada Escritura] se asigna como razón de la encarnación el pecado del primer hombre, es mejor decir que la encarnación ha sido ordenada por Dios para remedio del pecado, de tal manera que, sin pecado del que redimir, la encarnación no habría tenido lugar” ( Suma Teológica, IIIª, c. 1, a. 3). Los seguidores de esta postura teológica pasan de puntillas sobre la actividad pública de Jesús y se sitúan de golpe en su pasión y muerte. Aquí es donde “ven”  a Jesús como aquel que hace suyos todos los pecados de la humanidad y se ofrece a Dios Padre como víctima sacrificial, justamente “el que no conoció pecado”, en sustitución de los que somos realmente pecadores. Y en esta representación “empecatada” del Jesús sufriente y agónico, ¿cuál es el papel que desempeña Dios Padre? Pues el de un Padre que otorga su perdón a la humanidad pecadora a cambio de la entrega de su Hijo a la muerte y a una muerte maldita de cruz.
 Nótese, sin embargo, que este enfrentamiento entre el Padre y el Hijo [y el Espíritu Santo] por la expiación de nuestros pecados contradice heréticamente la comunión eterna e inquebrantable de las Personas divinas… Pero no es necesario que nos remontemos en nuestra argumentación a la misma vida íntima de las Personas divinas, las cuales están tan misteriosamente unidas que conforman un Dios único. Basta con que analicemos brevemente la conducta de Jesús para con los considerados pecadores, dentro de la sociedad judía de entonces.
Jesús, impulsado por el Espíritu Santo, no rechaza a los señalados como pecadores; los busca decididamente. Le interesa tratar y atender con su actuar y su hablar a quienes sufren por enfermedad, por pobreza material, por rechazo o marginación social, por discriminación religiosa, moral, sexual, cultural…, antes que llevar el reino de Dios a los sanos, a los ricos, a los dirigentes prepotentes de la sociedad, de la  religión, de la legalidad, de la familia, del saber… Jesús es criticado por los agentes de los diferentes poderes no tanto por lo que hace y dice a favor de los necesitados y desvalidos, sino en particular porque asegura que sus hechos y sus palabras reflejan la manera de ser de Dios [Padre]. Todos entendían que el padre de la parábola,  que perdonaba al hijo derrochador y que reprochaba al hijo  legalista su aire de autocomplaciencia,  reproducía la manera de hablar de Jesús a los pecadores públicos y a los fariseos.
En pasajes evangélicos que muestran la fe tardía de los discípulos en la divinidad de Jesús, el profeta de Galilea contesta a Felipe, quien pedía a Jesús que les mostrara al Padre: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y más explícitamente todavía leemos en Jn 1,18: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”.
Después de recordar que Jesucristo, según los primeros cristianos, vivió su relación con los pecadores de su tiempo y lugar como lo habría hecho el mismo Dios Padre, es el momento adecuado para responder a la pregunta formulada en el título: “¿Participó Dios Padre en la pasión y muerte de su Hijo Jesús?”
 
Antes de nada, nos negamos en redondo a aceptar que el destino de la muerte de Jesús en una cruz se deba a una orden ni a la más mínima indicación de Dios Padre a su Hijo entrañable desde antes de su encarnación . Ya se dijo en el artículo anterior que la muerte prematura y violenta de Jesús era una muerte anunciada, debido a causas históricas que cualquier investigador objetivo, sea creyente o no, puede entresacar de los Evangelios. Hecha esta declaración, afirmamos que también nosotros, al igual que los teólogos de la tradición clásica de la Iglesia, respondemos que sí a la pregunta, pero dando a ese sí un sentido muy distinto. En efecto, ¿qué significa que el Padre participó como Padre en la entrega amorosa del Hijo? En general, Dios Padre es siempre “el primero” en intervenir en todas las actividades y pasividades de la historia de la salvación emprendidas o padecidas por Jesucristo. Tratándose de la pasión y muerte de Jesús, con la afirmación de que el Padre participó en la entrega amorosa del Hijo a la muerte y a una muerte de cruz se quiere decir claramente  que Dios Padre ha sido “el primero”, antes que el Hijo humanado, en padecer paternalmente la injusticia de la condena a muerte contra Jesús y “el primero” en sufrir como Padre el terrible suplicio de la crucifixión, siempre en compañía del Hijo humanado y del Espíritu Santo.
Así que, cuando a veces leemos en el NT que “Dios Padre entregó a su Hijo a la muerte como propiciación por nuestros pecados” o fórmulas parecidas tomadas del AT, no debe entenderse que Dios Padre haya arrojado a su Hijo a los poderes del mal y de la muerte o que el Padre se haya revuelto con ira contra su Hijo “empecatado” por nosotros. ¿Cómo iba a ensañarse Dios Padre con su Hijo, precisamente el que en su misión pública se acercaba y aliviaba en su sufrimiento a los considerados pecadores y despreciables religiosa y socialmente, cuando era el mismo Padre, en unión  con el Espíritu Santo,  quien le impulsaba directamente a comportarse con ellos de manera misericordiosa y solidaria?
 
Solemos dolernos y compadecernos del sufrimiento y soledad del Jesús alzado en la cruz desde la compasión que sentiría su Madre,  María. Miguel Ángel ha sabido plasmar en mármol la expresión máxima de la piedad humana: la Madre contempla sobre sus rodillas el cuerpo de su hijo muerto, en contraste con el niño a quien ella había dado la vida.
Desde la fe en Dios Padre y Dios Espíritu Santo podemos llegar a presentir una compasión por Jesús crucificado inmensamente mayor: la que experimentaron el Padre y el Espíritu Santo ante la muerte injusta y cruel del Hijo humanado. Hacia esa compasión sobrehumana, divina, para con el Hijo muerto, en contraposición con el Engendrado eternamente a la Vida por el Padre, en el Espíritu Santo, es adonde quiere llevarnos la Piedad pintada por José de Ribera, “el españoleto”.
EDUARDO MALVIDO
Maestro, catequista y teólogo
-Presupuestos-
 
EDUCAR PARA UNA GENEROSA VIDA SOCIAL
Como aplicados discípulos de Séneca, nuestra Escuela prepara no para la escuela sino para la vida (“Non scholae sed vitae discimus”). Para la plenitud de la vida mientras es estudiante niño y joven y para su posterior vida de mayor.
 
Tratamos de que nuestros alumnos ya en la escuela sean vitalistas, generosos, que sueñen con grandes metas sociales y se decidan a crearlas, que no teman las emociones fuertes y que aborrezcan las soluciones tibias. Les educamos para que sean solidarios de una manera resuelta y no importa si también peligrosa. Y esto de cara a su entorno más cercano, a los suyos de casa, del colegio… y, sin detenerse en las cuatro paredes de su hoy, al mundo entero, a su Patria y al Universo.
La vida es siempre universal si es vida.
 
El águila enjaulada despliega sus alas con el gesto dilatadísimo de quien ve con ojo de flecha la cumbre y el hondo valle.
 
¿En qué dirección apuntar las naturales fuerzas sociales del alumno? ¿A qué fuerza aplicar su atención inmediata? Por de pronto a algo tan tenue como la cortesía, el gusto por el orden, el sentido de que en todo se está sirviendo con estilo a una gran Causa, pues que, aunque aplicada al detalle, unos ojos generosos miran siempre a un noble y gran horizonte.
El gusto por el orden, la aceptación de las normas, la elegancia en la práctica de virtudes modestas, inaparentes, insignificantes pueden resultar para la sociedad de hoy y de mañana más eficaces que los ejércitos.
No sin razón nuestra meta como Escuela es la Sabiduría. Alcanzada la Sabiduría, lo demás se nos da por añadidura. Nuestro imperativo social es un imperativo cristiano de generosidad, a la vez firme y ligero, fortiter et suaviter, mansedumbre de la paloma y astucia de la serpiente (Mt 10,16).
 
Siempre, suave. En ocasiones, fuerte, porque hay coyunturas de conmoción del mundo o de nuestra sociedad más a mano en que puede resultar monstruoso permanecer bajo el techo de la propia casa.
Ramiro Duque de Aza


 
FRAY LUIS DE LEÓN
La Edad Media la llena Dios. El Renacimiento, el hombre. Es la nueva manzana.
A los niños chicos les das una manzana y sueltan la que tiene entre las manos para coger la nueva. Les ocurrió a algunos sabios cuando ya no eran infantes. Al querer coger la nueva manzana que era el Renacimiento, se abrazaron al hombre y se desprendieron de Dios. 
A los hombres del Renacimiento español no les pasó eso. No podían perder sus raíces medievales al abrazar el Renacimiento. Profesores, ascetas, místicos son buen ejemplo. Afirmaron al hombre sin negar a Dios.
A lo mejor, es decir, a lo peor, no habéis leído De los Nombres de Cristo, seguido, de principio a fin. Es el momento de leerlos. ¿Con qué rostro os presentaríais en el otro mundo, siendo españoles, sobre todo si habéis sido profesores de lengua y literatura, sin haber leído la obra máxima de Fray Luis? Para algunos críticos -lo habéis mantenido como profesores ante vuestros alumnos-, esta obra es la más perfecta de toda la literatura española. El castellano en ella llega a la plenitud de su madurez.
Recordad que el fraile agustino está en la cárcel de Valladolid. Allí  empieza a escribirla. En su plenitud de prestigioso profesor de teología y Biblia se le ha reducido al silencio. No puede ahora dar aquellas clases suyas que eran pura delicia. No se escuchan en las aulas de la Universidad salmantina sus explicaciones vivas y deslumbrantes –“que se tenían por un milagro”- y que llevaban a su auditorio la fuerza de su personalidad y la transparencia de su mente. No le rodean los alumnos –“os veo escribir, no me engaño de ello y, no obstante, no os hago escribir: lo hacéis libremente”.
Fray Luis de León está solo y escribe. Sus años de prisión son duros, tristes. Su horizonte afectivo se reduce, como en San Agustín, su maestro, a dos realidades: Dios y su alma. ¡Qué fuerza toma para él en aquella amargura sin fin, la personalidad de Cristo, a quien tanto ama!
Particularmente le gusta pensar en los nombres que le ha dado a Jesús la Sagrada Escritura: Pimpollo, Faces de Dios, Camino, Pastor, Monte, Padre del siglo futuro, Brazo de Dios, Rey, Príncipe de la paz, Esposo, hijo de Dios, Amado, Jesús, Cordero. Lee, medita, ora, escribe. Se determina a escribir no un tratado sistemático, sino una teología de Cristo a la manera de los Diálogos de Platón.
Como la verdadera sabiduría está en saber mucho de Cristo y como estos nombres que le da la Biblia son maravillosamente significativos, a nuestro fraile le bastará imaginarse junto al río Tormes, a su paso por Salamanca, en conversación con dos amigos: Sabino y Juliano –él se llamará Marcelo- para empezar la obra más madura y serena del Renacimiento español.
¡Volved a De los nombres de Cristo! Veréis los claros ojos verdes y tristes de Fray Luis, siempre prontos para la contemplación humanista de la naturaleza, discurrir lentos y melancólicos uno a uno por los nombres de Cristo. Su frase es solemne, despaciosa. En otro momento de su existencia, él, tan temperamental y recio, hubiera escrito algo más nervioso y fulgurante. Ahora, no.
Pd. No os desaliente la introducción, donde particularmente se alarga, como se alargan las sombras a la caída de la tarde. Puede que esperéis un diálogo rápido, pero os vais a encontrar con unos personajes hechos escultura, con ademanes dignos, cargados de sosiego y parsimoniosa cortesía española de entonces.
Este Fray Luis de León, a quien Cervantes dice que “reverencia, adora y sigue”, porque es “un ingenio que al mundo pone espanto”, ha compuesto unas odas inmortales. Recordadlas a ratos perdidos. No os digo que os las leáis. Muchos de vosotros fuisteis alumnos de La Salle y en los centros lasallanos nos las hicieron aprender de memoria y declamar. Nos las sabemos. Muy sabios sus maestros, le robaban tiempo a la gramática de estaño para dárselo a la literatura de oro, que nos hizo rico de liras, versos y prosas.
CUR









Fray Luis de León
       Fray Luis, ¿de León?, ¿de Cuenca?, ¿del Belmonte de La Mancha de Aragón?

        De temperamento huracanado, ¿quién diría que es suya la mejor oda de la literatura universal a la vida sosegada del campo?
        En la Escuela Sevillana, Fernando de Herrera, el Divino. En la Castellana de Salamanca, Fray Luis de León, Fray Luis, sin más.
       En el tablero de ajedrez, Fray Luis de León juega con las blancas y Fray Luis de Granada con las negras. En encanto poético, con frecuencia, en tablas.
 
       “Se le cayeron de entre las manos estas obrecillas”, es decir, las mejores liras de los siglos de Oro. Tenemos las que pudo recoger el gran catador de versos Quevedo.
 
Si a Fray Luis se le escaparon sus poesías de entre las manos, Quevedo no pudo recogerlas todas. Quevedo era cojo para correr tras ellas. ¿Quién se quedó con las caídas y no recogidas?
           Fray Luis murió en deuda con los padres de Jesús. Escribió “Los nombres de Cristo”. Pero se quedó sin escribirnos “Los 12 nombres de la Gloriosa” y “Los 14 nombres del Patriarca San José”.
 
 Ejemplar profesor fue nuestro agustino. Sale de la cárcel. Vuelve a su cátedra. No les dice a los alumnos: “Como os decía ayer…”, sino “Como decíamos ayer…”. Las verdades que se alcanzan y expresan en las clases las alcanzan y expresan, a la par, profesor y alumnos. Didáctica ejemplar.
            Las mejores liras, después de Fray Luis y de San Juan de la Cruz, en el siglo XVI, las de Orizana, en el siglo XX. ¿No fue, entre nosotros, Orizana una reencarnación de Fray Luis de León?
CUR

      
VERGÜENZAS DE LA HISTORIA
Me llamo Daniel, tengo treinta años y estoy vivo. Pertenezco a una generación maltratada por la crisis que ha acabado arrastrando a la ruina a una buena parte de los españoles y tiene amordazado al cincuenta por ciento de la juventud de este país; a quienes, como yo, asomábamos  a la vida activa apenas iniciado el nuevo milenio.
Pero lo que hoy quiero contar –aunque el sólo recuerdo de aquellos días me produce inmenso dolor- es la terrible experiencia que me tocó sufrir hace ahora once años, en aquella fatídica mañana del 11 de marzo de 2004. Para algunos podrá parecer un ‘casicuento’, por lo desproporcionado de los hechos, de las motivaciones que los provocaron y de las consecuencias que se siguieron.
Con mis 19 años recién cumplidos, cursaba el segundo año de Ciencias de la Información, en la Universidad Complutense de Madrid. Ser periodista fue siempre –lo sigue siendo- mi decidida vocación. Aunque el desempeño profesional haya sido muy distinto al de mis sueños de adolescencia, y  a la finalización de mis estudios hayan seguido tres años de sequía laboral, dos de becario en un periódico local y , finalmente, la colaboración a contrato parcial en la agencia de comunicación en la que por el momento presto mis servicios.
Aquella mañana, como cada día, me dirigía a la Facultad desde el domicilio de mis padres, en el barrio de Santa Eugenia. El tren de cercanías era el medio de comunicación más directo y económico con que podía contar, aunque cada mañana, tras el madrugón, hubiera de realizar un trayecto de más de hora y media, y repetirlo cada tarde. Valía la pena si al final conseguía la licenciatura y ella me abría las puertas del ejercicio profesional al que aspiraba.

Serían las siete y media de la mañana. Se trataba de una hora punta, y éramos muchos los viajeros que completábamos cada vagón y que a aquella hora temprana nos aprestábamos a acudir a la tarea diaria: trabajadores o estudiantes, con los ojos aún somnolientos y la mente ocupada en las experiencias de última hora o en la inminente faena. Entré y me coloqué, como solía hacerlo habitualmente, recostado al otro lado del vagón, frente a la puerta, con la bandolera en que transportaba mis libros sujeta entre las piernas. Dada mi insultante juventud, nunca pensé en buscar asiento, aunque en cualquier caso  encontrarlo hubiera significado empresa harto difícil.
Era jueves, y recuerdo haber estado la tarde anterior tomando unas cervezas con un par de amigos de mi edad, vecinos del barrio, y haber comentado, entre otras cosas, las inminentes elecciones generales que tendrían lugar el domingo siguiente. Las encuestas predecían el triunfo en las urnas del Partido Popular, y su consiguiente permanencia en el Gobierno de la Nación, que habían detentado las dos últimas legislaturas. Nada hacía presagiar el rotundo cambio que se avecinaba.
Luego de ocurridos los graves atentados que en aquella mañana se siguieron, se comentaría que varios individuos de origen árabe se integraron entre el pasaje, con sendas mochilas cargadas de explosivos. Si así fue, como parecieron demostrar las investigaciones, alguno de ellos debió de pasar a mi lado e incluso viajar parte del trayecto a pocos metros de mí. Lo cierto es que yo no advertí nada sospechoso, seguramente porque nada me impulsaba a estar vigilante y porque la presencia de unos ciudadanos, de cualquier raza o condición, no tenía por qué despertar alarma alguna.  Muchos viajeros, yo mismo, cargábamos con nuestras bolsas o nuestra mochila, repletas de libros o con bocadillos y tarteras para el almuerzo.
 
Nos aproximábamos a la estación de Atocha, donde acabaría el primer tramo del trayecto, cuando ocurrió la tragedia. Una enorme explosión, seguida de una intensa humareda irrespirable que lo envolvía todo. Recuerdo una enorme bola de fuego, y unos segundos después las facciones de un rostro que se aproximaba al mío y acudía en mi auxilio: ojos negros, profundos, pelo ensortijado, tez cetrina… ¿árabe, tal vez?  Pronunció algunas palabras que me resultaron ininteligibles, pues tan solo pude advertir el movimiento de los labios. Más tarde sabría que mis tímpanos habían sido golpeados con dureza y, en consecuencia, estaban en aquellos momentos imposibilitados para recibir cualquier mensaje.
Aquel providencial amigo –nunca después supe de él, pero entenderéis que yo lo tenga desde entonces como tal- pasó su brazo izquierdo por mi cuello y levantó con  el derecho mis piernas, para alzarme en volandas y rescatarme de aquel infierno. Yo sentía un intenso dolor en el muslo izquierdo, al tiempo que percibía cómo un líquido caliente se me escurría por la pierna. Sin la decidida ayuda de aquel anónimo salvador no hubiera sido capaz de ponerme en pie; puede que, ignorado entre aquel amasijo de hierros me hubiera asfixiado o desangrado. Lo siguiente que recuerdo es un agitado ir y venir de blusas blancas y cruces rojas y un lejano y apagado sonido que seguramente procedía de ambulancias y vehículos policiales. Luego debí de caer desvanecido.
Cuando desperté, lo hice sobre una camilla en el corredor del hospital. En principio solo, luego acompañado de mis familiares, que consiguieron averiguar mi paradero y fueron acudiendo con el rostro desencajado pero paulatinamente aliviado.
Sólo cuando hubieron transcurrido varios días llegué a tomar conciencia de lo sucedido. Supe entonces que me hallaba entre los privilegiados supervivientes de una masacre. Que mi pierna había requerido cirugía urgente pero que mi vida no había corrido peligro. La secuela, una ligera cojera, que aún conservo, y algunas heridas y contusiones de menor gravedad, que sanaron del todo en unas semanas. Otros corrieron peor suerte: dos centenares de víctimas y decenas de heridos de distinta consideración, muchos de ellos con graves secuelas que les acompañarían de por vida.
Hoy, cicatrizadas las heridas del cuerpo, siguen abiertas las que sacudieron mi alma. Ha transcurrido más de una década, y aún no alcanzo a comprender la sinrazón de aquel atentado y las motivaciones de quienes lo llevaron a cabo o de quienes les impulsaron a hacerlo. ¿Qué puede avalar tamaña indignidad? ¿Cómo pueden esgrimirse razones de orden político, económico, social o religioso que lo justifiquen? Ni las más despreciables alimañas albergan tanta maldad.  Depredar para subsistir es algo  natural; atentar contra los semejantes por egoísmo, venganza, afán de lucro o intereses inconfesables, sólo puede caber en la mente humana, capaz de los mejores ideales y de las más despreciables aberraciones.
Hay quienes –y esto merece el peor de los calificativos- utilizan la ignorancia y la superstición de los más débiles, y en busca de su propio provecho les animan o les empujan a cometer actos incalificables. ¿Cómo es posible esgrimir la defensa de la justicia y de la verdad para perpetrar y cometer semejantes atrocidades?
De aquel atentado, como de tantas luchas, guerras y enfrentamientos, hay siempre quien obtiene rédito político o económico, pues “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Pero quienes los propician, esgriman las razones que esgriman, no merecen sino la más absoluta repulsa. No pueden alzar bandera alguna, y menos aún de índole religiosa. Las cruzadas, la Inquisición, la Guerra Santa… son hechos vergonzosos para la Humanidad.
Me llamo Daniel, tengo 30 años y esta es mi historia. Para bien o para mal, he podido contarla. Otros muchos no pudieron hacerlo; corrieron pero suerte y hoy yacen olvidados. Quisiera concluir, si me lo permitís, con un recuerdo y una advertencia: el recuerdo indeleble y nunca suficientemente agradecido, de aquel muchacho que acudió en mi ayuda y de cuantos como él han servido a lo largo de la historia, y seguirán sirviendo, para equilibrar la balanza. Y una advertencia para cuantos se sientan tentados a generalizar y hacer extensiva su repulsa a cualquier etnia, región o religión: quienes salvajemente atentan contra la integridad humana, sólo se representan a sí mismos y a quienes, mezquinamente, les empujan a hacerlo.
ÁNGEL HERNÁNDEZ EXPÓSITO
Maestro. Psicopedagogo. Emérito UCJC





 
             MAESTROS DEL  AMOR  EN VERSOS
 
Aunque flaca es la memoria
al tiempo de recordar
y el espacio en que me espacio
tampoco de sí más da,
relaciono aquí unos nombres
de poetas a compás
que convirtieron mi vida
en alumno perspicaz
por sus bellas enseñanzas
sobre amor, tic-tac, tic-tac. 
 


Vaya el primero Berceo
y el segundo Per Abad,
uno por Santa María
en cantigas de misal;
otro por el Mío Cid
don Rodrigo de Vivar
que en Jimena se apoyó
al punto de encaballar
hacia tierras morabitas
de Valencia y más allá
mientras las suyas quedaban
arrasadas por la sal
que el buen rey Alfonso VI
mandara en ellas echar. 
Los dos poetas, columnas
de versos de rimar gay
en castellano-latino
de grata sonoridad,
ríos fueron del que hoy
se derrama allende el mar:
un lenguaje vivo, llano,
amoroso y coloquial,
con Neruda, Jorge Borges,
Nervo tierno, Octavio Paz,
Darío, José Martí,
Ángel Buesa,  Cardenal,
Sor Juana Inés de la Cruz
y la maestra Mistral…
 
Antes que ellos Gil Vicente,
Juan del Enzina, Boscán,
Garcilaso de la Vega
por el Tajo tajamar,
San Juanito, el medio fraile
del “Cántico espiritual”,
y el Arcipreste de Hita
tras serranas sin parar,
y Rojas por Celestina
que dio pautas al Don Juan…
 


Y luego Lope, Cervantes,
Góngora, Quevedo -¡ah!-
Fray Luis de león y Tirso,
Teresa, alzada en altar,
Villena, aunque casquivano,
Don Álvaro el oriental,
Bécquer, Zorrilla, Espronceda
o Concepción Arenal,
Campoamor, Machado, Lorca,
Rosalía junto al Sar,
Unamuno en sus escrúpulos,
el insigne Valle-Inclán,
 
 
Dámaso, Hernández, Alberti
-a cabalgar, cabalgar…-
Aleixandre, Juan Ramón,
Foxá, Gabriel y Galán…     
   
Me pierdo entre sus renglones
y paro ya de contar.
Son algunos de mis muchos
maestros  de amor en paz,
el amor de cada día
en la paz universal.
 
Ojalá que a ti, lector,
te enseñen a caminar
por la vida como a mí.
¡Ay, ojalá, ojalá!
 
 

 
        

Gimnasia Moderna

Los inspiradores (III)


Isadora DUNCAN (1878-1929)


Ya en el siglo XX, los inspiradores de la Gimnasia Moderna, que después pasaría a denominarse Gimnasia Rítmica, fueron dos: Isadora Duncan y Emile Jaques Dalcroze. Isadora, Nacida en San Francisco, California, fue una mujer controvertida y poco sujeta a reglas; influyó de manera significativa en la Gimnasia Moderna precisamente por no sujetarse a las reglas técnicas establecidas.

Había recibido una profunda educación de la Grecia Clásica, así como poesía, plástica y música contemporánea por parte de su madre. Ya de niña bailaba sola en la playa, creando movimientos al ritmo de las olas.
En los escenarios danzaba descalza y con la cabeza echada hacia atrás, como expresión del éxtasis. Empleaba gran energía y espontaneidad. Sus danzas expresaban siempre algo; había alma en ellas, y ese sentido vital despertaba entusiasmo en los espectadores.
Isadora pretendía renovar la danza, tanto en lo que respecta a su ideología como a su técnica. Defendía la danza libre, despojada de las trabas académicas. Técnicamente hizo tabla rasa de la danza clásica y, especialmente, de sus cinco posiciones básicas; suprimió las zapatillas y, por tanto, las puntas.
Irrumpió con tanta fuerza en el mundo de la danza que logró influir, con sus maneras revolucionarias, también en la Danza Académica. Afirmaba que: “para el gimnasta, el movimiento y la cultura son un fin en sí mismos; para el bailarín, sólo son medios. El propio cuerpo debe ser olvidado; es nada más que un instrumento armónico y adecuado para expresar pensamientos y sentimientos del alma”.
Por sus movimientos de rebelión contra las leyes tradicionales del academicismo de la danza, a Isadora se la considera impresionista. Tuvo intuición personal con exclusión de todo conocimiento teórico. Pura autodidacta; bailaba por instinto. Como no tenía la técnica académica fue por ello muy criticada. Decían de ella: “simple aficionada en el arte de la danza”, “su danza carece de base y sus movimientos son pobres y monótonos”.
En cambio, también recibió grandes alabanzas: “Isadora Duncan, la grande, la espléndida, fue la primera en emitir la idea de bailar la música y no sólo bailar con música”.
Murió en Niza el 14 de septiembre de 1927, a la edad de 49 años, de la manera más absurda y trágica que se haya podido imaginar. Un enorme chal que llevaba puesto para cubrirse del frío, se enredó en los radios de una de las ruedas traseras de su automóvil descapotable en marcha, y la bailarina quedó estrangulada  al instante. Ella no quería ir en coches cerrados, pues arrastraba la mala experiencia de que sus dos hijos se habían ahogado en el Sena en un accidente de coche.
Esta es quizás, la más trágica entre tantas muertes repentinas que ha tenido la historia de la danza, contrariamente a la frecuente longevidad de las bailarinas.
 
FRANCISCO SÁEZ PASTOR
Universidad de Vigo
 


 

 
 

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